Los rumbos de los insomnes tienen algo de inesperado. Pero comparten, como muestra esta historia de un hombre que todas las noches se sube a su auto para poner distancia con su imposibilidad de dormir, un deseo: descubrir de qué se trata realmente estar solo.

La soledad que habría de venir, ¿se embellecería con tal despedida?

Ítalo Svevo

Hay gente que se masturba hasta vaciarse. O reza, hasta disolver su identidad en ese puñado de palabras repetidas como una autohipnosis. Hay gente que va cerrando bares, embruteciendo su pobre organismo con distintos licores. O sale a cojer con frenesí. Hay quienes se someten sin ninguna defensa a la televisión hasta la más desolada trasnoche. O se asoman a contemplar en silencio cómo sueñan sus hijos, en el dormitorio a oscuras que huele a recién bañados, a dibujos de Disney, a sábanas limpias, a mañana. Y hay gente que ni así puede dormirse. La vida no es igual para todos.

Tomemos a Zabala; llamémoslo Z para ser fieles al lugar que él creía ocupar en el mundo. Z sólo sabía que el alivio, tal como lo anhelamos, espera en diferentes lugares a las diferentes personas. A eso se reducía su conocimiento vital, últimamente. Dicho en otras palabras: a la sinuosidad plateada de la ruta en medio de la noche, al rumor creciente y decreciente del motor al poner los cambios, a la luz fosforescente de los instrumentos del tablero. Ahí parecía agazaparse el alivio para él.

A veces tenía que alejarse demasiado de la ciudad en esos peregrinajes nocturnos. Lo que significaba tardar más en volver al ensordecedor silencio de aquel departamento alquilado, y sus objetos extraños, mudos pero vigilantes en la oscuridad inmóvil de las tres de la mañana, las cuatro de la mañana, o más tarde aún a veces, cuando el alivio tardaba en venir, cuando ni siquiera esas travesías sin rumbo entumecían, como una lentísima anestesia, a la negra criatura sin nombre que callaba de día y despertaba puntualmente cada noche en el pozo de su corazón.

¿Vas a venir?

Así era la voz en su cabeza.

Cada noche. Como una letanía.

¿Vas a venir?

A lo largo de los últimos once meses de su vida, Z había ido llegando a ese punto en que todos sus contemporáneos parecían ir en una dirección y él en otra. Ese punto en que el mundo parecía nutrirse de cierta clase de fluidos y él necesitaba (y no podía encontrar, incluso rascando con las uñas debajo de las piedras) una sola gota que paliara el desierto en su interior. Ni con actos ni con palabras encontraba manera de contestarle a esa voz que murmuraba siempre lo mismo en su cabeza:

¿Vas a venir?

Por qué, entonces, seguía vivo, a su pesar o sin saberlo realmente. Por qué seguía vivo. Esta pregunta, o alguna de muchas otras, pudo hacerse cualquiera de esas noches. Pero no se las hacía. Manejaba, simplemente. Salía a manejar. Hasta que llegaba el cansancio, o el amanecer. A veces era uno; a veces el otro.

Los días pasaban, mientras tanto. Las noches demoraban más en terminar, pero también quedaban atrás, así como los otros autos en la ruta eran primero un par de luces rojas a la distancia allá adelante, después un contorno metálico que crecía más y más nítido contra la oscuridad, y después un par de luces blancas achicándose hasta perderse en el espejo retrovisor.

Esa noche todo era casi igual al resto de las noches. En su cara el brillo del tablero. Y el reflejo pálido de la luna contra el asfalto y contra la silueta enorme de los edificios por las calles a oscuras. Todo era casi igual, salvo una cosa.

En vez de enfilar con el auto hacia la ruta, él se había demorado yendo y viniendo durante horas por las calles de esa ciudad que cambiaba día a día (un día anticipando la tecnópolis del mañana; el otro poniéndonos en las narices el escalofriante porvenir que nos esperaba si las cosas seguían así). Así circuló, en el hermético silencio de su auto. Mirando con desolado desinterés a su alrededor mientras esperaba, primero con resignación y después con cierta alarma, la resonancia familiar dentro de su cabeza: la voz de todas las noches. Que, por una vez, se negaba empecinadamente a manifestarse. En ese estado, cada vez más extranjero de la ciudad y de sí mismo, se internó al fin por una calle que le era más que conocida, que había recorrido cotidianamente durante años sin prestarle particular atención y que después aprendió a evitar con enfermo cuidado. Frenó delante de cierto edificio. Bajó a tocar el portero eléctrico. Y esperó, sin mirar en ningún momento hacia adentro (para no recordar, o para no torturarse si es que algo había cambiado), sin fijarse tampoco en la hora, ni saberla siquiera. Esperó. Y, cuando oyó la voz de mujer, dijo simplemente:

–Sí, ahora. Por favor.

El auto se puso en marcha en cuanto ella se dejó caer sobre el asiento del acompañante, todavía dormida, y perpleja, y no del todo familiarizada con la situación.

Iban en dirección al este, aunque ninguno de los dos reparó en ello. Ella no preguntó adónde iban y él dejó que aquella inhóspita avenida llevase el auto como esas cintas transportadoras de aeropuerto se hacen cargo de los pasajeros agotados. Pero iban hacia el este, dirigidos como una flecha en la exacta dirección por donde saldría el sol un par de horas más tarde.

–Me asustaste –dijo ella–. Cuando sonó el portero eléctrico no supe quién podía ser y me dio miedo. Hasta que oí tu voz me dio miedo.

–Es tardísimo, ya sé –dijo él.

–Querrás decir tempranísimo, al menos para las personas normales. Pero no te preocupes; a veces me despierto a esta hora, cuando tengo que adelantar trabajo. Contame. ¿Querés contarme?

Ella se llamaba Ruth y tenía un respeto reverencial por la tristeza, y una intuición especial para adivinarla en las personas. Hay gente así. Desde el momento en que se habían conocido, unos meses antes, ella sintió, sin saberlo del todo, que el atractivo que le despertaba él venía, en gran medida, de su tristeza.

Se habían visto varias veces. Tentativamente, y por iniciativa de ella, siempre. Verlo sufrir sin que dijera una palabra le hacía creer, a Ruth, en la dignidad de ese sufrimiento. No sólo eso. Para ella, dignificaba estar junto a alguien que sufría así. Poco importaba que él no confesara una palabra aún acerca de aquello tan tremendo que le había pasado. Era cuestión de tiempo. Mientras tanto, para equilibrar las cosas, para no apresurarlas, ella tampoco le había hecho saber que estaba esperando un mínimo resquicio de acceso, que permitiese iniciar el proceso de sanación.

Sí: ella había terminado por considerar una misión a ese hombre llamado Zabala. Y una misión no del todo altruista, a decir verdad. Porque junto a él podía sentirse noble, útil, solidaria. Porque fantaseaba con la idea de volvérsele indispensable, en el mediano o largo plazo.

Estaba oscuro adentro del auto, e iban con la calefacción encendida al mínimo. Ruth seguía un poco atontada de sueño cuando él empezó a hablar. Quizá por eso no entendió casi nada de lo que él decía. Entendía, pero no alcanzaba a sacar nada en claro.

Él estaba hablando tal como manejaba: sin prestar la menor atención al propósito de ese acto ni dignarse a explicar nada de aquellas travesías sin rumbo fijo, desde la medianoche hasta el amanecer. Él hablaba, pero nada de lo que Ruth le oía decir tenía sentido. Ya sabía, o sospechaba, que él tenía problemas para dormir. Que no iba a ninguna terapia, ni quería ir. Que no trabajaba. Que tampoco era rico. Que estaba viviendo al día, del módico dinero que había sacado al vender su departamento. Lo sabía, porque ella había comprado ese departamento con ese patio tan lindo pero tan venido a menos, donde él aparentemente había sido muy feliz primero y muy infeliz después. Así se habían conocido: en aquel departamento que había sido de él y ahora era de ella.

Ruth sabía también que él llevaba viviendo los últimos meses en un estudio alquilado de un ambiente. Que no necesitaba más que un colchón, un baño, un contestador automático y el auto. Ruth creía entender perfectamente que él no necesitara nada más, porque en ningún momento había tomado las palabras de él al pie de la letra.

Pero ahora, mientras el auto iba en dirección al este por las calles vacías, perforando aquella noche que estaba terminando o aquella mañana que aún no se decidía a empezar, Ruth sintió con cierta alarma que sabía poco y nada de ese hombre que manejaba vaya a saberse en dirección a qué y que le hablaba, desde hacía unos minutos, de lavaderos automáticos.

De lavaderos automáticos. Del aspecto de peceras que tenían de noche, cuando eran los únicos negocios abiertos e iluminados, y uno podía adivinar desde la calle ese aire pesado empañando las paredes de vidrio: humedad, suavizante de ropa, jabón en polvo, pero también otra cosa demasiado parecida a la soledad.

Después de un par de kilómetros de silencio, él dijo que el mundo estaba lleno de esas evidencias perturbadoras. Como, por ejemplo, el lagrimeo en los ojos de cierta gente cuando hace mucho frío. Y, sin solución de continuidad, se puso a hablar de los despojos que iba dejando el cuerpo en cada lugar donde se posaba: minúsculas costras de sangre o de pellejo reseco, pelo, polvo, humedad, calor, estática; no sólo lágrimas.

Habló del pozo que quedaba en la cama al levantarse; del sonido de la propia voz en el contestador; del aspecto de esos cepillos de dientes muy usados, cuando las cerdas ya están combadas hacia afuera. Entonces pareció reparar en ella, y le preguntó abruptamente:

–¿Vos creés que los marinos de antes, cuando miraban al cielo de noche, sabían que muchas de esas estrellas se habían extinguido antes que ellos nacieran? ¿Aunque siguieran confiando en ellas para guiarse en altamar?

Eso dijo, mirando a Ruth por única vez, y volviendo enseguida a fijar los ojos en los dos triángulos de asfalto que iluminaban los faros del auto.

Quizá por ese motivo (porque la única luz era la de los faros del auto ahí adelante), él se crispó tanto cuando sintió la mano de ella apoyarse desprevenidamente en su brazo. No reparó en las palabras tranquilizadoras que habían acompañado el gesto de ella. Fue un acto reflejo. Pero Ruth retiró la mano enseguida y no dijo nada más.

El dolor es como una pieza de cerámica recién sacada del horno. No se pone nunca al rojo vivo. Por eso, hasta que no la tocamos y nos quema, no sabemos que ese objeto tan tersamente inofensivo puede hacernos daño. Algo así le pasó a Ruth. Ahora, que los últimos residuos de sueño la habían abandonado y afuera había una sepulcral penumbra gris; ahora, que el auto avanzaba en línea recta por esa avenida desconocida, vio en el perfil de ese hombre el exacto reverso de lo que había visto en él hasta entonces: no la posibilidad de sanar un dolor, sino el riesgo de quemarse con esa sustancia engañosamente inofensiva.

–Me quiero bajar –dijo entonces.

Él la miró, no sorprendido pero sí dejando una frase a medio pensar.

–Que pares el auto, por favor. Me quiero bajar –repitió ella.

La avenida era un bulevar de doble mano adonde no había llegado todavía la fiebre de autopistas. Un terraplén arbolado separaba el carril que iba hacia el centro del que conducía a las afueras.

–Perdoname, pero no puedo –dijo Ruth. Iba a agregar algo más pero no supo qué, y se bajó del auto en cuanto él frenó.

Él la vio cruzar la avenida y detenerse del otro lado, como si no supiese bien qué hacer, y esperó, él también, dentro del auto. Sin bajar la ventanilla. Sin decirle una palabra. Cuando ella hizo señas al primer taxi que pasaba, y se subió, y el taxi arrancó rumbo al centro, él también arrancó su auto, en dirección contraria a la ciudad y a Ruth.

Seguía avanzando, sin saberlo, en dirección al este, hacia el fin de la noche. A los pocos kilómetros, la avenida se convirtió en ruta. Ya no hubo más que tierra y verde a los costados del asfalto. Las últimas penumbras de la noche se desvanecieron del cielo y sólo quedó ese color sin nombre que preanuncia el amanecer.

¿Vas a venir?

Como una letanía.

Cada noche.

Y, de repente, nada.

En algún momento de esos once meses, él había empezado a olvidar sin notarlo el timbre que había tenido aquella voz. Después se le fue desvaneciendo la entonación. ¿Durante cuánto tiempo más resistirían aquellas tres palabras, ya vacías de sonoridad, perdiendo fuerza día tras día como un lenguaje en extinción, hasta irse del todo de su memoria? ¿A eso se reducía el alivio? ¿Simplemente a eso? ¿A ir perdiendo poco a poco, hasta quedarse sin nada, aquello que en algún momento había sido importante, decisivo, crucial, para su vida, para la vida tal como la concebía en aquel entonces?

Once meses.

Desde que habían hablado por última vez.

En un restaurant.

La noche del 30 de diciembre.

Once meses antes.

Ciertas cosas no deberían terminar. Es inconcebible que ciertas cosas terminen. Y, si deben hacerlo, algo debería quedar de ellas, aun cuando se hayan extinguido. Y eso que queda no puede, no debe, de ninguna manera, cesar de un momento a otro. Y dejarnos abandonados.

Once meses antes, ella (no la pobre chica que acababa de bajarse del auto, sino ella) había llegado cargada de paquetes al restaurant y lo primero que dijo al sentarse a la mesa frente a él fue:

–Dios mío, qué calor. ¿Está terminando el año o le están prendiendo fuego para que se acabe de una vez? No me preguntes de dónde vengo, por favor.

Él no le había preguntado nada. Siguió fumando con los ojos clavados en el menú, hasta que no pudo contenerse más y murmuró:

–La manía de siempre, ¿no? Cambiar los regalos que te hicieron en Navidad.

–¿Vos decís por estos paquetes? –dijo ella–. No son regalos que no me gustaron. Son compras de último momento.

–De último momento.

–Te pedí que no preguntaras, ¿no?

Ella sobrellevaba mucho mejor que él la separación. Como la edad. Como lo que podían esperar del futuro. Más que su flamante ex mujer, parecía su hermana menor: la que había cuidado de él hasta abandonar el hogar conjunto en pos de la independencia. Ella pidió la comida por los dos, sin mirar siquiera el menú. Ella seguía sabiendo sus gustos mejor que él mismo. Ella quería saber, ahora, con quién había pasado él la Nochebuena. Y si había ido, o iría a ver a los italianos este año. Él dijo que prefería no hablar de eso: no sólo porque era la primera vez en años que no iba a ir a lo de los italianos sino, básicamente, porque no quería enterarse con quién había pasado ella la Nochebuena y todas las otras noches de esos últimos tiempos.

–Tarado. Estuve en casa de mamá –dijo ella, leyéndole la mente, como siempre. Y le acarició apenas la mano–. ¿Me creés si te digo que la vida no termina porque uno se separe? Ya se te va a pasar; es una cuestión de tiempo, nada más.

Y, ante la mueca de él, agregó:

–¿No te conozco más que nadie, acaso?

Él sonrió a su pesar. Ella entonces dijo:

–Brindemos.

Alzaron las copas. Él esperó que ella brindara por algo que no fuese doloroso. Esperó contra toda esperanza oír aquello que quería oír más que nada en el mundo. Pero ella dijo:

–Por mañana a la mañana –e hizo tintinear su copa contra la de él, sin decir nada más.

Comieron en silencio. Fue ella la que pidió la cuenta y la que pagó; no dejó siquiera margen para la discusión. Pero mientras guardaba la tarjeta de crédito en su billetera dijo, con un rencor inesperado:

–A veces podés ser tan… ¿No te interesa saber qué quería decir ese brindis absurdo? ¿No te interesa saber de dónde venía cuando llegué?

Él dijo que simplemente había obedecido lo que le pidió ella al llegar. Ella sonrió tristemente.

–No tenés cura. ¿Cómo hicimos para durar tanto juntos, nunca lo pensás?

–Por favor no –la interrumpió él. Enseguida se sintió un poco miserable, egoísta. Así que agregó: –¿Pasa algo?

Ella había sacado de uno de los paquetes un camisón de seda y lo tenía alzado de los breteles. Él sintió entonces un brutal ataque de ceguera: la noche infame de su interior le subió hasta los ojos y creyó que sus pulmones no tenían aire sino arena hirviendo.

No cambió nada que ella dijera:

–Estuve toda la tarde sin decidirme. Cuando por fin fui a comprarlo estaban por cerrar y casi no me atienden. Por eso se me hizo tarde.

Tampoco sirvió de nada que, después de esas palabras, ella se dejara caer contra el respaldo de la silla, con los ojos cerrados. Cuando vio que los abría nuevamente, él supo que no quería oír lo que vendría a continuación.

Once meses después seguía sin querer oírlo.

–Es benigno, aparentemente –había dicho ella esa noche–. Pero igual me operan. Mañana a las once. Qué ridículo, ¿no? Operarse un 31 de diciembre.

Y había dicho algo más.

Sin mirarlo.

Con simpleza y pavor y una enorme suavidad, acariciando la seda del camisón, ella había dicho, sin mirarlo:

–¿Vas a venir? ¿Vas a estar ahí cuando me despierte de la anestesia?

La frontera que separa el amor de la desgracia es indiscernible. La frontera que separa la ciudad del campo es igual de imprecisa, en todas partes. Así había sido su vida, supo Z mientras manejaba por esa ruta vacía. Incluso si hubiese estado atento, no habría podido decir cuándo dejó la ciudad, en qué momento había terminado la noche. Así había sido, y así era, su vida.

Saberlo no le produjo ninguna revelación. Nada le importaba menos, ni antes de saberlo ni ahora, porque nada conducía a nada, ni su vida ni la ruta ni el día que estaba empezando. Así siguió hasta que, después de una curva cerrada, se topó con el sol de frente, esférico y naranja hasta la obscenidad, contra el horizonte invariable de la pampa.

Y, de pronto, su mente dejó de hablar sola.

No sólo lo había abandonado aquella embriagadora y lacerante voz en su cabeza, con su letanía. Ahora había cesado toda actividad, en el lenguaje que fuere, abruptamente. Adentro y afuera eran una misma cosa, un mismo paisaje, desembocando en ese círculo mudo, hipnótico, irresistible en su contundencia de dibujo animado.

Parpadeó para no encandilarse y, aunque la ruta daba otra curva, ignoró el asfalto y mantuvo firme el volante hasta salirse del camino. Cuando las cuatro ruedas tocaron tierra nuevamente, aceleró a fondo a campo traviesa, apuntado como una flecha al centro de esa esfera naranja: como quien se arroja desde la terraza de un edificio a una pileta de natación veinte pisos más abajo. Y supo que no iba a levantar el pie del acelerador hasta perforar el sol con la trompa de su auto.

O, mucho más probablemente, hasta quedarse sin una gota de nafta en el medio de la nada. Porque, después de lo que había descubierto a lo largo de aquella noche tan larga de su corazón, ¿qué propósito podía durar tanto? ¿Y cuánto tiempo se podía creer en él, sin empezar a sospechar que era como alguna de esas estrellas ya extinguidas, cuya luz seguía llegando mortecina a nosotros, hasta que, de golpe, inadvertidamente, se extinguía?

Mírenlo alejarse por el medio del campo, a los tumbos, levantando una nube de polvo a su paso. Mírenlo entregarse alegremente y por completo a ese súbito vértigo horizontal. Antes de perderlo de vista, mírenlo sonreír dentro de su auto, como no ha sonreído en mucho tiempo: con el abrupto y bestial impudor que tenemos a veces, raras veces, cuando estamos a solas y conseguimos dejar de ser nosotros mismos.

 

Juan Forn es periodista y escritor. Entre sus libros: Nadar de noche, Los viernes (que recopila sus contratapas en Página/12), Frivolidad y María Domecq.