Una lámpara que ilumina una hoja blanca con ocho palabras manuscritas y, más allá, una oscuridad que puede ser muchas cosas y también un límite donde todo cambia de sentido, si es que lo tiene, porque quizás no haya palabras.
Impostergable, dijo lo más fuerte que pudo. Así y todo, tuvo la sensación de que desde afuera no lo escuchaban y volvió a decirlo. Esta vez, como para reforzar la idea de la palabra, la escribió. Las letras claras, precisas, fueron tomando forma sobre el papel bajo el haz de luz de la lámpara de tulipa verde que hacía resaltar la hoja blanca contra la oscuridad de toda la pieza haciéndola, como si eso fuera realidad, más blanca aún de lo que era. Luego del rasguido tenue, apurado de la lapicera contra el papel, el silencio volvió a invadirlo todo. La oscuridad se parecía demasiada al silencio. Como una manta sin volumen ni peso que lo cubría todo, salvo el haz de luz de la lámpara resaltando la hoja blanca donde había escrito impostergable.
Impostergable, leyó dentro de ese silencio, dentro de esa oscuridad. Por un instante creyó en la posibilidad de que lo escuchara alguien, pero la idea del afuera, vaga, como vaga era también la idea de alguna persona en ese afuera, capaz de escucharlo, fue diluyéndose lentamente. Pensó, vencido, qué cambiaría si tratara de mover la lámpara para que el haz de luz iluminara otra cosa que no fuera la hoja de papel, pero la oscuridad de alrededor le brindaba una placidez que no estaba dispuesto a desbaratar. En realidad, lo que pensó fue qué cambiaría en él. Por eso, al darse cuenta de lo inútil del gesto, desestimó la idea. Ya lo había hecho. ¿Hacía cuánto: una semana, tres cuánto? Poco importaba el tiempo. Si estaba inmóvil, si el espacio se reducía a lo ínfimo que iluminaba el haz de luz, no tenía ningún sentido pensar en el tiempo. Era indudable –lo comprobó aquella vez que sí giró la lámpara, hacía una semana, tres, lo que sea, y la oscuridad se fue abriendo como una herida, timbrando de luz una pared vacía, con una única puerta de madera cerrada, y las otras, blancas, sin ventanas, sin grietas ni clavos ni nada, y volviéndolas luego a cerrarlas en la oscuridad– que si desaparecían dos variables de la fórmula, la tercera perdía toda razón de ser. No gastar pólvora en chimango. La frase se le armó en la cabeza de manera arbitraria. Desconocía el origen del refrán, la certeza que encerraba, el motivo de esa certeza, pero, sin entender cómo ni por qué ni desde cuándo, sabía exactamente lo que significaba.
Se detuvo a pensar que estaba llevando a la práctica algo que desconocía en la teoría, pero de golpe comprobó que estaba equivocado, que se había hecho trampa, que se había engañado: estaba pensando en el tiempo, de la misma manera que, aunque por su ausencia, estaba pensando en el espacio y en la velocidad. Se le borró la sonrisa. Se vio frente al chimango con la pólvora. Y como si lo que imaginaba tuviera peso alguno en la realidad, dejó la lapicera a un costado de la hoja y se miró las manos estúpidamente para ver si la pólvora lo había manchado. Las sacudió y el breve rumor que produjo le hirió los oídos. Estiró un brazo hacia la oscuridad, hacia más allá del haz de luz de la lámpara de tulipa verde y su mano desapareció. Dejó la vista clavada en ese final incierto del brazo, en esa amputación sin dolor ni consecuencias. Un instante después –ahí estaba el tiempo, pensó–, retrajo el brazo. Su mano reapareció. Como si tuviera vida propia, bajo el haz de luz, la mano tomó la lapicera y se apoyó sobre la hoja. Recién entonces recuperó la calma, el control sobre su mano y sobre sí mismo. Agregó un punto luego de la palabra. Impostergable. Leyó letra por letra, símbolo por símbolo, dentro del silencio y bajo el haz de luz. Leída, la palabra escrita adquirió un significado nuevo, una determinación segura frente a lo errático de los momentos en que había sido pensada, en que el chispazo dentro de su cerebro envió la orden que bajó hasta su brazo recorriendo infinidad de células nerviosas, en que los dedos aferraron la lapicera y lograron la inclinación precisa, en que la tinta bajó espesa por el tubito plástico, en que la punta de acero rasgó sutilmente el papel y dibujó letra por letra, en que la palabra fue apareciendo clara y lisa bajo el haz de luz.
Impostergable, volvió a leer. Era la octava palabra. No leyó las anteriores. No hacía falta. Su memoria las guardaba de manera precisa. Las había escrito, las había leído, las había pronunciado en voz fuerte, dos, tres veces, y había esperado una respuesta desde afuera, algo. Pero después del sonido de su propia voz apagándose, después del recuerdo de su propia voz, de la reverberancia que le hacía brillar los ojos con una precaria cuota de ansiedad, no quedaba nada más que la brutal presencia del silencio. El silencio y la oscuridad llenándolo todo.
A veces pensaba cuál había sido la primera palabra escrita. No la primera de esa lista que fulguraba bajo el haz de luz de la lámpara de tulipa verde. Tampoco la primera torpe, forzada, temblorosa de su infancia, sílaba por sílaba. La primera, la primera de verdad. Inquietante, intencional. La primera palabra escrita de su vida. Pero no podía recordarla. Tampoco podía recordar la primera palabra leída. Ni siquiera podía recordar el proceso por el cual había aprendido a leer, aunque cuando se imaginaba a sí mismo, se imaginaba leyendo. ¿Por qué nunca le había preguntado a nadie si recordaba cuál había sido la primera palabra leída? Tantas preguntas hechas a lo largo de su vida, tantas, inoportunas, prudentes, malintencionadas, decorosas, absurdas. Tantas, pero nunca esa pregunta que ahora –ahora y tantas veces en la oscuridad y el silencio– le resultaba imprescindible. Leyó: impostergable, y no pudo reprimir una carcajada. El sonido, irreconocible, de su risa lo estremeció. Era como si la risa de otro se riera de él. Y si otro se reía de él era claramente porque lo estaba observando. No tenía sentido tomar la lámpara otra vez para que el haz de luz se derramara sobre las paredes en busca de esa mirada. Sabía que en la oscuridad y en el silencio nada tenía sentido, pero también sabía, sobre todo, que realizar el paneo luminoso con la lámpara no develaría nada que ya no supiera: en las paredes no había ninguna fisura por la cual pudiera ser observado. De ser así, pensó, de ser así, pero no terminó el razonamiento.
Cerró los ojos. Un dolor punzante se fue apoderando de su cuerpo. Subía por las piernas, viboreando, y quedaba un rato suspendido en el nacimiento de la columna. De allí tomaba el pecho, se agolpaba en el cuello, rozaba la base de la cabeza y se derramaba por los brazos hasta hacerle crispar los dedos de las manos bajo el halo de luz. Era un dolor conocido, tan conocido como las palabras escritas en la hoja de papel blanco. Debía levantarse, desentumecerse, hacer que el dolor, con el movimiento, se fuera desprendiendo de cada parte de su cuerpo. Corrió la silla hacia atrás con un chirrido prolongado y se paró con bastante esfuerzo apoyando las manos en la mesa, a los costados de la hoja blanca. Dio un paso, otro más, y desapareció en la oscuridad. El dolor, que se había concentrado en el estómago, comenzó a derramarse piernas abajo, llegó a los pies y tuvo la extraña sensación de que, así como había crecido desde allí, ahora atravesaba la suela de sus zapatos con cada paso, volviendo a la rugosidad del piso. No abrió los ojos, ¿para qué? Sabía que en tres pasos estaría frente a una de las paredes, que si giraba 45 grados, en otros tres estaría frente a la otra. Y así. Estiró apenas un brazo y la palma de su mano rozó la fría superficie cementada. La acarició como descubriendo virtudes nuevas en el lomo de un animal dormido pero peligroso. Luego giró la cabeza hacia atrás y abrió los ojos. La luz de la lámpara formaba un cono perfecto que se derramaba sobre la hoja de papel blanca, con sus palabras escritas una debajo de la otra, y dejaba ver un breve pedazo de la mesa de madera donde estaba apoyada. Más allá, nada. La nada.
Eso era, más o menos, lo que había quedado. Unos límites ennegrecidos, imposibles de determinar; una realidad detenida e inmersa en una negrura aplastante; el recuerdo de todo lo visto anclado solamente en su denominación, en su palabra, en el sonido de cada palabra al ser nombrada, escrita. Pared, puerta, palabras. Volvió hacia la silla y sus brazos fueron recuperando la forma. Allí estaban sus manos, sus dedos aferrando nuevamente la lapicera, acariciando la hoja de papel bajo el haz de luz. Pensó en aquello que alguna vez había leído de Burroughs, su definición del lenguaje como un virus. Un virus que todo lo cooptaba, que imponía un significado, que nombraba y, al mismo tiempo de nombrar, creaba. Un virus como una suerte de demiurgo, insensato y cruel, estricto, determinante, expulsivo. ¿Qué sabían los demás que a él le estaba negado comprender?
Impostergable, leyó, como si se tratara de la última palabra que podría escribir. Como si la columna de palabras hubiera encontrado en esa, impostergable, su base de sustentación. O, al revés, como si impostergable fuera el punzón que hubiera horadado, con la presión de las otras, la superficie y las sucesivas capas hasta llegar a un centro neurálgico. Recién cuando comprendió que podía determinar lo que quisiera bajo el haz de luz de la lámpara, pensó que la columna quedaba en un equilibrio que se sustentaba en la palabra final, y en la anterior, y en la anterior. Podía hacer que perdieran la sucesión, que se encolumnaran una debajo de la otra, y se transformaran en simultáneas, todas al mismo tiempo. Probó. Escribió una. Y otra sobre esa. Y otra, y otra, las ocho.
Después, en un instante que le pareció una eternidad, tomó el capuchón y tapó la lapicera. Tanteó en la oscuridad el interruptor de la lámpara de tulipa verde y miró por última vez el amasijo de letras de la última línea. Sonrió como debe haber sonreído dios cuando dijo verbo. Recién entonces apagó.
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