Cuando ciertas caminatas nocturnas, por calles que parecen ser las mismas pero no lo son, anhelan y a la vez temen un encuentro que puede estar a la vuelta de cualquier esquina, bajo la luz de la luna.

Esas noches camino por calles donde la luna riela sobre los adoquines. Sé que está ahí por el rastro tenue que deja su brillo en las piedras. Nunca miro el cielo esas noches, sólo sigo mis pasos por ese barrio que ya he recorrido pero que siempre se me aparece apenas diferente, con algunas incongruencias que no encajan en la escenografía del recuerdo.

No me propongo caminar por allí esas noches, simplemente lo hago, me encuentro llegando sin saber cómo llegué. Reconozco el barrio nocturno por una esquina, por los adoquines húmedos, por la pertinaz neblina que me envuelve en sus calles y hace que todo, cuerpos, voces, movimientos, ruidos, lleguen desde lejos, sordos, torpes.

El único sonido vibrante es el del piano de cola, cuya melodía enérgica proviene de una ventana siempre iluminada pero que parece deambular de casa en casa por todo el barrio como si tuviera vida propia. Algunas de esas noches las notas salen a la calle atravesando un vitraux de rombos; otras, con la vibración del vidrio entero de un rectángulo pálido. La sonata – porque se trata de una sonata – es siempre la misma, inconfundible, pero de la cual olvidé el nombre. La recuerdo de un recuerdo en el que es imposible recordarlo. La sonata se repite cada una de esas noches, pero está viva, cambiante, en los dedos que golpean las teclas. Su vitalidad se expresa en pequeños errores, siempre diferentes; en alguna vacilación o en una nota que demora en apagarse.

Esas noches, todas esas noches, camino hacia la ventana para descubrir al pianista. Sin embargo, no puedo. Sin darme cuenta, paso de largo siguiendo el brillo prestado por la luna a los adoquines. La sonata, la ventana y el pianista están allí, siempre, pero no son lo que busco cuando camino por el barrio.

No sé lo que busco esas noches, intuyo que se trata de un encuentro que nunca encuentro. Camino al azar en esa búsqueda aunque, tarde o temprano, los pasos que suenan apagados por la niebla me dejan frente al bar, donde me detengo. Está en una esquina, pero no siempre es la misma esquina. Es un boliche viejo – todo el barrio por el que camino esas noches es viejo – con una puerta alta que no invita y unos ventanales sucios que desde lejos apenas dejan ver algunas siluetas.

Todas esas noches me propongo empujar la puerta y pedir – dudo – un café, un whisky o mejor una ginebra. Pero ya estoy caminando de nuevo, sin saber cómo ni cuándo he dejado atrás el bar para seguir el rastro que la Luna deja sobre los adoquines.

Tampoco es el encuentro que busco ese hombre que alguna de esas noches – no todas – pasa el tiempo sentado en el escalón de mármol que precede a la puerta de la casa cuyo antiguo señorío ha dejado lugar a una vejez ruinosa que carcome sus muros. Es curioso, sé que lo conozco – o lo he conocido – pero no lo recuerdo. Intuyo, tengo casi la certeza, de que él sabe algo de mí y que quizás me reconozca como yo no puedo reconocerlo a él. Lo sé por su mirada cuando se cruza con la mía y tiende el puente de una historia que no puedo leer. En su mirada hay una pesadumbre que me conmovería si no tuviera un brillo de malicia, del poder que otorga, quizás, saber algo que yo no sé, o no recuerdo siquiera al intentar recordar un recuerdo.

Esas noches en las que camino por el barrio y cruzamos nuestras miradas también sé que, si lo dejara hablar, podría resolver el misterio. Porque es seguro que en su mirada anida una historia compartida que está dispuesto a contar. Pero ya lo he dejado atrás sin saber cómo ni cuándo, como antes al bar mugroso y al pianista desconocido, para seguir a la Luna que riela húmeda sobre las piedras, un paso y otro tras su rastro.

Todas esas noches hay un momento en que me siento al filo de algo, como si estuviera por llegar a ese encuentro. Me lo susurra una inquietud sin palabras, que no sé si viene de afuera o de adentro. Siento que ahora sí, esta noche de todas esas noches, finalmente llegaré a la cita que busco siguiendo a la luna que riela sobre los adoquines.

Me despierto, siempre al filo pero antes, porque nadie nunca encuentra a su muerte en un sueño.

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