El regreso a una casa donde los juegos y las peleas infantiles recuperan las presencias imborrables de la infancia y refuerzan una ausencia arrancada por la dictadura. (Imagen de portada: Xul Solar).

No puedo recordar si era verano. Un calorcito entibiándome los huesos y la carne, debajo de ese pino, tan barco pirata que sus ramas ondeaban como velas en medio de la plaza.

Los atacantes avanzaban y nosotros, Oscar, Susana vos y yo, con la rapidez que dan los pocos años y escasos kilos trepábamos y nos pegábamos al árbol para no ser descubiertos. Preferíamos acalambrarnos en silencio contra la corteza áspera antes que ser enviados a esa tierra de nadie que era la siesta en los años 50. Años en los que nadie tenía apuro por llegar a ninguna parte,

El tiempo parecía no pasar nunca para nosotros que soñábamos con ser grandes e independientes para decidir cuándo levantarnos y acostarnos. Bañarnos o participar de un campeonato de mugres y olores que nos divertían y enfurecían a nuestras madres. El jabón era como un atacante de otra galaxia, aunque en ese entonces éstas no existieran para nosotros que sólo podíamos vislumbrar una luna inalcanzable o algo tan lejano como Marte, poblado en ese entonces por pequeños hombrecitos verdes.

La casa chica que mamá agrandaba a fuerza de hospitalidad y abrazos. El jardín con angostos senderos por los que se podía caminar entre las plantas y que ella cubría de piedritas rojas de ladrillo una o dos veces al año para que pudiéramos jugar sin embarrarnos.

El rincón de la margarita era el lugar al que Oscar nos convocaba con sus cuentos ingeniosos y disparatados que el resto de nosotros escuchaba con la boca abierta y ojos soñadores, envidiando la capacidad de nuestro amigo para transportarnos con palabras a mundos mágicos, oscuros o luminosos según el día.

También estaba la hora de acostarse, no más de las 9, con los pijamas puestos y las revistas mexicanas que a modo de recompensa nos traía papá al regreso de alguno de sus viajes de trabajo.

Luego, en la oscuridad todo era diferente. Con la luz apagada podíamos hablar, pelear y zanjar nuestras diferencias diurnas en un susurro. También nos dedicábamos a pensar cómo mejorar nuestras vidas. Solíamos reírnos imaginando que papá, jugador empedernido ganaba la lotería o que mamá recibía la herencia de algún pariente rico que por afortunado destino la elegía como heredera de su fortuna.

Días de vivir en una casa pobre y generosa en los que sólo hacía falta estar juntos para ser felices.

Hoy, tantos años después he vuelto a esa casa llena de recuerdos.

Sola. He puesto las fotos de mamá y papá sobre una repisa y al lado tu recordatorio del Página 12, renovado cada año en el día de tu secuestro.

Pero no es triste. Estás rodeado de tus sobrinos y mis nietos que te conocen y te aman. Debo confesar, aunque no sé si contaría con tu aprobación, que estás rodeado por un Cristo indígena salvadoreño, un Buda que me da paz, un ojo turco que me dijeron trae suerte, una Santa Bárbara que me observa de vez en cuando contrariada, una Virgen de Regla de la bahía de La Habana que tanto amabas y una Frida a la que invoco ahora por mi dolor de huesos que crece a medida que pasan los minutos.

Y a veces, por un instante nomás, me da rabia ver como mi foto fue envejeciendo y vos al lado mío tan joven y hermoso.

Luego me digo que ese es el precio por seguir viva. Entonces me sacudo la culpa, preparo el mate, agarro un libro y vuelvo a la plaza. Me acerco al pino en el que jugábamos y que también ha envejecido, me apoyo en su tronco y te recupero al latir de su savia y mi sangre que al unísono dan cuenta de tu vida. Y ahí si te extraño y te celebro.

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