Alguna vez una niña jugó sin nadie que la acompañara. Creyó que el fútbol era eso, una pelota y ausencia total de personas a su alrededor. La selección de fútbol femenino le enseñó que no hay mayor placer que jugar en equipo.
El ruido que hizo la lamparita al romperse fue terrible, se hizo añicos como la alegría de Ayelén. La nena de nueve años tuvo que bajar de la cima: en la soledad de su cuarto, su estadio de fútbol, había recortado de derecha al centro a su osito de peluche, gambeteado a sus cuadernos de la escuela en
dirección a la medialuna de la alfombra que hacía de área y, cuando su mochila estuvo a punto de sacársela, en el último segundo la dejó atrás con un quiebre de cintura y sacó un re mate potente que dio en el marco de la cama, el ángulo del segundo palo. Nadie agarró el rebote y la redonda de trapo fue a parar al velador. Pasó de la euforia de haber desparramado a tres rivales, al miedo intenso por el reto que estaba por recibir de Julieta, su mamá.
Julieta no sabía que Ayelén jugaba. Es más, ni sus amigas lo sabían. No se lo contaba a nadie porque tenía miedo. Las cosas que le iban a decir si se enteraban. No, no podían saber. Ella gambeteaba en su cuarto y en secreto. Le dolía estar sola pero era feliz con su pelotita. Empezó a escuchar los pasos de la madre que subía por las escaleras para ver qué había pasado y se paralizó. Cuando mamá abrió la puerta, se encontró con una Ayelén agachada y con los brazos que tapaban su cara y orejas, una pelota de trapo y con un caos que, al cabo de unos segundos, entendió que tenía un propósito.
Ayelén, luego de unos eternos minutos en su posición de defensa, notó que no le dolían los oídos por el grito que nunca llegó. Tímidamente y aún con miedo al reproche, empezó a correr los brazos y por la rendija vio que los cristales de la lamparita ya estaban en el tacho de basura. Sorprendida, terminó de abrir la guardia y se encontró con que su mamá la estaba esperando sentada en el marco donde había rebotado la pelota, con una especie de artículos en la mano. Se acercó y Julieta le empezó a mostrar: eran noticias de jugadoras de fútbol. El mundo se le dio vuelta.
En 1971, unas futbolistas como ella habían ido a jugar un Mundial sin médico, sin preparador físico y sin entrenado. Fue en México y el estadio no era una habitación, se llamaba Azteca, era una bestia arquitectónica y las locas que allí veía con camiseta a rayas habían jugado un partido contra Inglaterrafrente a más de 100.000 personas que lo hicieron.temblar y parecía que se derrumbaba ahí no más.
Y ella sola, en su cuarto.
También notó que aquel 21 de agosto Argentina había ganado 4-1 con cuatro goles de Elba Selva a quien, como le explicó su mamá, le decían La Maestra por la calidad que tenía en los pies. Siguió leyendo nombres: Ofelia Feito, María Ponce, Susana Lopreito, Maria Fiorelli, Marta Soler, Angélica Cardozo, Zunilda Troncoso, María Cáceres, Virginia Andrada, Betty García, Blanca Bruccoli, Eva Lembessis, Marta Andrada, Virginia Catanio, Zulma Gómez y Teresa Suárez. ¡Eran un montón!
–¿Por qué nunca supe de las jugadoras de fútbol, mami? Pensé que yo era la única.
–Porque lo que no se nombra no existe, Aye.
–Y estas mujeres ya no juegan, deben ser grandes, ¿se extinguieron las futbolistas?– preguntó al borde del llanto.
Julieta estalló de la risa y le respondió:
–No Aye, ellas empezaron todo. Vos, por ejemplo, sos su sucesora. ¿Sabés que vamos a hacer? Te voy a llevar a ver jugar a la Selección y, por el desparrame de cosas que veo acá, te recomiendo no sacarle el ojo de encima a la número diez.
–¿Esa quién es? ¿Por qué? ¿Qué hace?
Y Julieta le empezó a contar que Estefanía Banini era una chica como ella, que también, desde chiquita, lleva la pasión en sus pies; que en Mendoza empezó a gambetear, pero con varones, y recién cuando fue adolescente se metió en un equipo de pibas, Las Pumas de Mendoza; que jugó en Chile, Estados Unidos y hoy lo hace en España; que con su casi metro sesenta se las ingenia para ganarles a las jugadoras más grandes en tamaño y que, además, es una atrevida porque les pisa la pelota en la cara y no se la pueden sacar.
Ayelén abría los ojos más y más. La curiosidad la mataba,no paraba de preguntar. Al rato mamá se cansó, le dijo que el 8 de noviembre iban a ir a la cancha de Arsenal de Sarandí para ver a Argentina jugar contra Panamá y le dio un último consejo: “Si algún día jugás contra ella, no la dejes patear, tiene una derecha increíble”.
Dos semanas faltaban. Ayelén no perdió tiempo y siguió gambeteando en la soledad de su cuarto con la cabeza puesta en Banini y el partido. Estaba contentísima. Además, mamá le había prometido buscar donde jugar, pero había que esperar hasta después del partido porque Julieta sostenía que Ayetodavía no había aprendido lo más importante del fútbol y la primera enseñanza de la pelota.
La cancha estaba repleta. Ayelén no entendía nada: jugadoras, gritos, aplausos, cantitos, árbitras, bancos, pelotas, banderas, muchas, pero muchas personas. Explotaba el lugar. Eso era un estadio. Al momento de cantar el himno la vio: allí en la fila, bajita, el número diez en la espalda y la cinta de capitana en el brazo abrochada bien firme. El pecho de todas estaba inflado, algunas incluso no podían contener las lágrimas. Era un día especial.
Le encantaba estar en la grada, le temblaban las piernas, quería jugar, quería estar con todas ellas, con la diez. No podía dejar de mirar a Estefanía. Y eso que ella tenía muchas ganas de ver la escena completa. Pasa que la mendocina jugaba a algo distinto, la tenía cautivada. Sin posición determinada, se movía ágil y libre por el mediocampo, trataba de tocarla siempre, aunque cuando podía gambeteaba y se perfilaba para la diestra. Aye sentía que la muchacha buscaba estar un paso adelante del resto para edificar las jugadas y dejar a sus compañeras en condiciones óptimas.
El pase a las compañeras Ayelén no lo conocía. Bah, directamente no tenía noción acerca de tener compañeras. En su cuarto siempre gambeteaba, gambeteaba y gambeteaba todo lo que tenía delante, pero, ¿pasarla? ¿A quién? Ella jugaba sola.
Tenía una sensación extraña. Ya cuando la diez erró el penal y dos futbolistas que no eran ella habían hecho dos goles para que Argentina estuviese ganando se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué era eso? Algo quería decir, no sabía qué.
En el minuto 48 del segundo tiempo, el nudo empezó a aflojar. Estefanía había levantado el nivel. El partido reposaba, cada tanto un destello de la diestra. Panamá tenía una jugadora menos, la diez gambeteaba más libre por el campo y el arco se hacía más grande, las once de Argentina no perdían la pelota, estaban agrandadas. Y le llegó un pase a la enana. La jugada empezó con Banini recostada por la izquierda, cerca del área. Tenía una panameña en frente, hizo un recorte de derecha hacia el centro y apareció otra de rojo: la gambeteó en dirección a la medialuna del área. Ayelén, en la tribuna, imitaba sus movimientos como si estuviese en su cuarto. Se desesperó porque cuando apareció la tercera rival, Aye ya había quebrado la cintura, un segundo antes de que lo hiciese la diez. Ya sabía lo que iba a hacer, sabía cómo terminaría: con el velador roto. De todas formas pateó. La pelota subió, pasó por encima de la arquera y dio en el ángulo del segundo palo. Ayelén soltó una lágrima cuando la vio rebotar en el travesaño, picar y salir. Cerró los ojos y esperó escuchar el ruido del cristal rompiéndose.
Pero no hubo ruido a velador roto. Se hizo silencio y empezó a escuchar un alarido de gol in crescendo. Se unió al coro y gritó tan pero tan fuerte que sacudió la tribuna y varias de las personas que saltaban y alentaban la miraron alarmadas. Estaba eufórica, no entendía qué había pasado y le pidió a la mamá que le explicara. Tras el pique, Amancay Urbani había agarrado la
pelota, pateó pero la arquera la atajó y, en el rebote, apareció Yamila Rodríguez que la empujó al fondo de la red. La diez no estaba sola. Tenía compañeras, tenía en quien apoyarse, por- que para dar un pase necesitas a la otra y ella te va a devolver la pared siempre y cuando estés ahí para recibirla.
Ayelén sintió como el nudo se iba por completo, la miró a Julieta y le dijo:
–Mamá, quiero jugar a la pelota para siempre, porque creo
que ahí nunca más voy a estar sola.
Iván Lorenz es periodista y escritor. Este cuento forma parte de su libro Deseos de crudo y queso, que acaba de publicarse.
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