Una huida para salvarse cuando la dictadura ya había arrasado con toda resistencia, un refugio precario bajo la mirada de una gallega desconfiada y la vida que insiste sin importarle nada.

Pablo no recuerda con certeza muchas cosas de su vida. Sí tiene escenas que le bailan en la memoria, pero con fechas imprecisas, nebulosas, cambiadas. Recuerda, sí, que el 18 de agosto de 1977 concibió con Cecilia a Mariana. Fue en un hotel familiar de Virrey Ceballos al 1900, en Buenos Aires, donde se habían refugiado cuando de La Plata ya no les había quedado otra cosa que rajar. Se acostaron entre las sábanas húmedas y se buscaron con desesperación, como si en eso se les fuera la vida – que sentían que se les estaba yendo, porque no iban a tardar mucho en encontrarlos – y sin pensar en alguna otra vida. Tenían 21 años.

Era un hotel de habitaciones frías, iluminadas con lamparitas de 25, con sábanas que se cambiaban una vez por semana y dónde convivían, con hornallas y baños comunes, pobres de laburos ocasionales, sirvientas y changueros, algunos pibes venidos del interior buscando futuros que no encontrarían, y rajados, algunos rajados como el uruguayo tupa de la pieza del fondo, siempre con perfil bajo, o Pablo, cuyo nombre no era Pablo ni tampoco el del documento falso que había presentado al alquilar la habitación.

El hotel era una empresa familiar. Lo manejaba un gallego cuarentón asistido por su mujer. Tenían un hijo de anteojos que andaba con guardapolvo y libros de la primaria y que no se mezclaba jamás con los residentes. La que trataba con todos – salvo cuando se trataba de cobrar – era la hermana del gallego, una explotada más. Tenía casi cincuenta años, era  flaca y arrugada como una pasa, parecía débil, pero a las 7 de la mañana ya estaba pasando el trapo por los pasillos.El hermano la trataba como si fuera su sierva; la cuñada, peor.  A veces saludaba, otras no. Y cuando se le daba por reflexionar, siempre caía en la misma frase: “Ni en la sombra… ni en la sombra se puede confiar”.

Cecilia y Pablo apenas si confiaban en sus propias sombras. La distancia entre la luminosidad de sus sueños revolucionarios y la oscuridad del exilio interno, que por entonces era apenas un precario escondite, los tenía alerta y perplejos a la vez. Apenas si podían dormir. La Federal cayó dos veces, a eso de las 11 de la noche, identificando a todos. Pablo tuvo la suerte de que su documento resistió.

Se habían rajado de La Plata a fines de mayo, después de varias caídas de compañeros, cuando ya no tenían contacto con la dirección nacional. Para entonces, los que todavía podían encontrarse eran seis y el futuro era una ineluctable resta. Fue Pablo el que dijo que ya no tenían que verse, que había que cortar las citas, que si no eran boleta, que chupados o muertos no iban a hacer nada, que vivos, alguna vez, tal vez, quizás. Venciendo la vergüenza – Pablo sentía que su vergüenza, después de haber prometido a vencer o a morir por la Argentina, era inconmensurable -, todos dijeron que sí. Sabían que no se podía hacer más, que si se quedaba se estaban regalando.  Se abrazaron, creyendo que no se verían más. Esa noche, después de la reunión en una casa insegura, Pablo tiró la única pistola que les quedaba, con cuatro balas – una en la recámara, tres en el cargador -, en una zanja.

A Cecilia, por lo que sabían, no la buscaban. Todavía estaba legal, seguía yendo a la Facultad. Pero nada era seguro. Podría haberse ido a su casa, en un pueblo del interior, pero no quiso separarse de Pablo. Se subieron a un tren y llegaron a Constitución de noche, con apenas un bolso. Durmieron en un hotel alojamiento y a la mañana, cuando salieron, la luz del día los encegueció. Era un día sin otro futuro que lo que atinaran a hacer, para seguir escapando, para salvarse, si podían, nomás.

Menos de tres meses después, en agosto, estaban en ese hotel. Pablo, con sus documentos falsos, había conseguido, gracias al inconfesado uruguayo tupa de la pensión, un laburo de cadete en una agencia de trabajos temporarios. Ahí no piden antecedentes, le había dicho el tupa como quien no quiere la cosa, como si hablara de lo lindo que estaba el día o si lloverá. Cecilia se metió a trabajar en una panadería, donde la pasaba mal.

Pero las noches eran peores. La Federal caía a cada rato y un día el documento de Pablo no iba a aguantar (al final, la cosa no vino por ahí, sino tres meses más tarde por una averiguación en uno de los trabajos temporarios de Pablo. El aviso de una compañera de la oficina, que escuchó el comentario del jefe de personal, les permitió rajar a tiempo).

Pero antes, una noche de agosto entre sábanas húmedas, Pablo y Cecilia hicieron magia en medio de la oscuridad de los tiempos. Esa misma noche, después – Pablo lo recuerda –, supieron otra cosa. Lo sabían.

Mariana nació nueve meses después. Ya no vivían en ese hotel sino en un departamento alquilado en San Cristóbal. Pablo no pudo ir al Registro Civil a anotar a su hija, Mariana, pero no importaba. Estaban vivos, los tres, aún en el infierno.

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