Charly García cumple hoy 70 años y su música compone para muchos de nosotros la banda de sonido de nuestras vidas, como en el caso del autor de esta nota. Porque cada uno tiene su propio Charly acompañándonos desde aquellos jóvenes tiempos de Sui Géneros hasta hoy.

La última vez que escribí sobre Charly fue hace varios años, en 2017, cuando Fernando García me pidió un Prólogo para el libro que organizó con José Bellas, 100 veces Charly. No pude sino escribir un Charly propio, una especie de “mi vida con Charly” que arrancaba, como para tantos y tantas de mi generación, con los acordes de “Estación” y con ella que se entregaba desnuda sobre la arena –yo sólo tenía 12 años: ese verso me volaba la cabeza, literalmente. (Mi generación: diez años menos que él, casi exactamente, al borde de mis 60 mientras festejamos sus 70).

Generaciones: al año siguiente de ese texto, armé una clase sobre Charly en mi materia de la Facultad, con mucha música y menos texto. Los pies no se movían, apenas si algunos labios parecían musitar algunos versos. Cuando terminé –yo, atravesado por la emoción y sacudido por la música, de la que además cantaba todas las letras– una de mis exalumnas y tesista de doctorado, treinta años menor, me dijo: “estuvo buena. Pero a mí Charly no me dice nada”. Hagamos cuentas: si nació en 1990, se puso a escuchar música por cuenta propia a los 15 años. El 2015. Los avatares de las internaciones, el rescate de Palito Ortega, las idas y vueltas de Kill Gill o “Corazón de hormigón” a dúo con Palito, no podían decirle gran cosa; o, al menos, nada muy interesante. Y aún en medio de la retromanía que nos atormenta, para buena parte de la gente de treinta para abajo, Charly debe ser apenas un delicioso y simpático anacronismo.

Ellos y ellas se lo pierden.

 

Para nosotros y nosotras, en cambio, Charly es todo menos un anacronismo. Precisamente, en este momento estoy escuchando Piano Bar.

 

Acabo de terminar de co-escribir, junto a Abel Gilbert, un libro dedicado enteramente a Palito Ortega. Nuestra tesis es que el rescate, eso que llamamos la “redención definitiva” de Palito al “salvarle la vida” a Charly, es lo que devolvió al tucumano a la luz, después del ostracismo al que sus avatares políticos y su relación con la dictadura lo habían condenado –agreguemos: también el hecho de que no pegaba un hit desde 1980, y que ese hit era nada menos que “Me gusta el mar”. Desde ese momento, en cambio, además de grabar con Charly y conseguir que su hija Rosario se transformara en su vocalista estable, pasó a exhibirse como el centro de la música popular nacional y como el fundador del rock, ante la aquiescencia y admiración de todos los que, durante cincuenta años, lo habían considerado la bestia negra de la cultura. Todo por Charly. Demos vuelta el argumento: Charly es tan importante para nuestra cultura, que sólo él podía redimirlo a Palito.

 

Mi problema es que ahí se me acaba la sociología, la posibilidad de interpretar esa figura en el contexto amplio de una época y una cultura. Charly está pegado a momentos vitales, a la decisión de aprender a tocar la guitarra, de comprarme una guitarra acústica para que sonara como en “Estación”, de sostener la mirada cuando se canta “Quizás porqué”, de soñar con ser un fabricante de mentiras, del tránsito del folkito al rock progresivo escuchando toda La Máquina –¿es necesario decir que La Máquina seguirá siendo una de las cinco bandas fundamentales de la música argentina, y que podemos discutir las otras cuatro? –, del asombro con Eiti Leda sinfónico, y así hasta mucho más acá: ¿hasta La hija de la lágrima?

Cómo serán las cosas que hoy mismo que escribo esto, Pablo Semán preguntó por El aguante en Facebook. Y aquí estoy, volviendo a escuchar El aguante a ver si le encuentro algo nuevo.

No, no puedo hacer sociología ni culturología con lo que amo. O, al menos, yo no puedo. Como mucho, un poco de historia de la cultura –lo que acabamos de hacer con Gilbert, donde comprobamos que la centralidad de los Palito se corre con la aparición de los Spinetta y que entre 1972 y 1975 Sui Generis vendía como pan caliente. Algo debía haber allí para que esos dos tipos –bien acompañados, claro que sí, y a veces muy bien acompañados– organizaran un mundo nuevo, más personal que masivo, el que nos acompañó durante los años siguientes: especialmente, esos siete años que nos pasamos, parafraseando a Capusotto, encerrados en nuestras casas fumando porro, escuchando a Serú y a Jade, y haciéndonos los lectores inteligentes que descifraban mensajes antidictatoriales –que los había, pero tampoco tanto.

Lo que había era música. Nada menos que la música que nos despertó en la adolescencia, que nos hizo tolerable la dictadura y que nos reconstruyó en la transición democrática.

En ese texto de 2017, cuento que un día hice la comprobación que alguna vez hacen todos aquellos para los que la música son también unos objetos llamados discos (léase compacts, vinilos, casettes): contarlos y comparar de quién tenía las discografías más extensas, sin que en el cálculo entraran los mp3 pirateados en la computadora. Los ganadores fueron tres: Joni Mitchell, Paul Simon, Charly García.

En definitiva: Charly anima la banda de sonido de mi vida. Eso que mi hija de 12 llama playlist, pero yo no.

(Extractos de una nota de 2008). Durante veinte años Charly fue el mayor creador e innovador de nuestro rock –que era entonces, como no lo es ahora, la locomotora de toda la música popular, la que marcaba las líneas de la transformación y de la creatividad. El que inventó sucesivamente el folk acústico, la balada pop, el rock sinfónico, la modernidad sonora de los ochenta: mientras miraba las nuevas olas era parte del mar, un clásico a los treinta y dos años. Fueron veinticinco años increíbles e intensos, los que van de Vida a La hija de la lágrima; desde entonces hasta hoy hay mucho que no me gusta, salvo insistir en las recopilaciones o en las colecciones –como hago de nuevo hoy, conmovido ante la juventud de las fotos de Vida y el iconismo pavote y pastoril de “Confesiones de invierno”, pero también ante la potencia de Películas o La Grasa de las Capitales. Todos ellos, apenas, cuatro clásicos de la música popular argentina del siglo XX.

Como buen ídolo popular, es altamente probable que Charly sea un tipo muy complicado: pedante, intolerante, machista (pero la llevó a María Gabriela Epumer a tocar la guitarra, en un rock tan macho como éste), hasta reaccionario; su menemismo no servía ni para espantar burgueses. Pero los ídolos populares no están para ser modelos ni para liderar nada: están, pavada de función, para nuestro goce. Y luego se consumen en la llama del deseo, porque soportar tanto placer transferido es muy pesado –Maradona, otro genio tan atravesado como Charly. Y aún más: una de las cosas que la sociología de la cultura ha descubierto es que la música no viene a reflejarnos, sino que viene a constituirnos, a inventarnos. La canción popular no “refleja nuestra realidad”: la inventa y a la vez nos construye gozando y soñando y sufriendo y amando –y vaya aquí mi homenaje para mi amigo Marcelo, que se enamoraba rasguñando las piedras. Nosotros, los de sesenta, simplemente fuimos inventados por Charly García, entre pocos otros.

 

Al final, volví a invocar a la sociología. Pero no me crean: es porque acabo de poner Filosofía barata y zapatos de goma.

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