La ilusión, cuando se mezcla con la derrota hace imaginar cosas que no son. Una mujer de vida complicada y un hombre que se parece demasiado a alguien.
Lorena no tenía pensado salir de su casa a las apuradas tal como estaba vestida, con pantuflas, short negro, una remera vieja con manchas de lavandina y quemaduras de cigarrillo, que incluso alguna vez usó para limpiar los pisos.
Era un viernes de diciembre, la flexibilización de la cuarentena en el AMBA ya era total y faltaban quince minutos para que el supermercado de enfrente cerrase cuando sintió —algo difícil de explicar en ella— la súbita necesidad de comprar una botella de vino y bajársela escuchando música desde el vinilo que heredó de su padre, muerto siete meses atrás.
Vivía en un complejo departamental gigantesco y laberíntico —abarca una manzana entera— conocido como La Algodonera, en el barrio porteño de Colegiales, entre las calles Concepción Arenal, Córdoba, Santos Dumont, y Álvarez Thomas. Lo que ahora eran viviendas y oficinas de lujo, antiguamente había sido una fábrica manufacturera textil. Para el momento del que hablamos contaba con terraza, pileta, espacios comunes para la recreación o el ejercicio, y un restorán al que se podía hacer pedidos como en cualquier hotel, pero Lorena ya no podía afrontar sus precios y en menos de una semana tenía que mudarse de ahí por la inminente separación de su pareja. Ese era el acuerdo establecido con él, de quien se estaba distanciando antes de cumplir el año de relación y con quien tenía firmado el contrato de alquiler por un año más.
Faltando ya diez minutos para el cierre del supermercado, agarró la billetera, salió apurada olvidando que era una oportunidad para sacar al perro, y llegó a la góndola de vinos casi al trote.
Todavía se salía a la calle con barbijo, pero igual lo reconoció por sus ojos achinados, el jopo distintivo, la altura que le estipulaba y el arqueado tan particular de sus cejas, agarrando un vino de la misma marca que ella, sólo que él Cabernet y ella Malbec.
Sintió un ligero escalofrío. El personaje que reconocía era un hombre de cuarenta años, de nombre Ismael, músico famoso e hijo de un músico mucho más famoso que él, a quienes ella había escuchado buena parte de su vida por ser su padre también fanático de su música. Juntó coraje y le dijo eso mismo. Él, como acostumbrado ese tipo de comentarios, le agradeció escuetamente y la dejó pasar delante suyo en la fila para pagar. Ni bien Lorena pagó y agarró la botella para guardarla en la bolsa, ésta se le resbaló y cayó al piso, generando un estruendo y un salpicón de vidrios y de líquido morado.
La mujer que atendía negaba con la cabeza lamentando el accidente pero dejando en claro que ya estaba pago y no habría reposición ni devolución alguna de dinero o de vino. Enseguida un chino de no más de veinticinco años empezó a pasar un repasador por el enchastre y otro de idéntica edad se puso a barrer.
Lorena asumió su torpeza, no tenía dinero para comprar otro, pidió perdón y al momento de irse escuchó a Ismael decirle que lo esperase afuera. Cuando giró para verlo, tenía en sus manos dos botellas.
En segundos estuvieron afuera e Ismael le regaló la botella del mismo vino que se le había caído. Luego tuvo lugar el siguiente diálogo:
— ¿Lo vas a tomar sola? —
—Sí —dijo ella. —Eso pensaba.
Aceptó incrédula cuando él le dijo que podrían aprovechar el tomarlo juntos. No lo hizo únicamente por lo que admiraba a Ismael y por lo que su entorno la admiraría por haberlo conocido e intimado con él, sino y sobre todo porque sintió confianza, resguardo. Todos sus encuentros furtivos e impensados resultaron un éxito en su vida, contrariamente a lo que su padre le había dicho de esa forma de vincularse. Por otra parte Ismael, en cierta medida, le era conocido. Además, tendría la anécdota — y acaso también la foto— de qué hizo y con quién.
Él se disculpó vagamente por no poder ir al departamento que estaba alquilando a media cuadra —un temporario de lujo, con otra gente— pero ella impuso la localía porque tenía un miedo fijado: que su ex pareja, todavía con llave, aprovechase su ausencia para entrar al departamento y no volver a salir nunca. Tampoco podía dejar solo al perro, a quien su ex podía robar en su ausencia.
Subieron hasta el departamento de Lorena en el quinto piso. Entraron, se sacaron los barbijos, él hizo un comentario elogiando la belleza del lugar y el buen gusto en la decoración, y apoyó las botellas en el mármol de la cocina. Al completar el cuadro fisonómico del otro viéndose bocas y narices, supieron que se gustaban y aprobaban; sin embargo, ella lo notó vagamente distinto a como lo recordaba en televisión o en la tapa de algunos de sus primeros discos, incluso más lindo y con un magnetismo abrumador.
El departamento era un clásico loft donde todo estaba a la vista, exceptuando, lógico, los baños. Desde el living se veía la totalidad de la casa, de una sola habitación. La mayoría de los elementos que la adornaban eran antiguos y castrenses —el padre de Lorena había llegado a Coronel y tenía una importante cantidad de armas de colección, previas a 1870— lo que daba cierto aire de museo de barco pirata.
La noche era cálida, por lo que, después de descorchar el vino, fueron a tomarlo al balcón donde había un sofá de dos plazas y una mesa ratona de madera.
Lorena quería escucharlo, saber cómo era la vida de esa gente, sus periplos por el mundo, qué había de cierto y qué de inventado en la infinidad de historias oídas y leídas sobre él y su familia, que incluían amantes por doquier, vínculos con el narcotráfico, fortunas dilapidadas, y un sinfín de disparates amarillistas. El asunto es que Ismael dijo ser una persona —aunque de innegable fortuna, fama y belleza— muy humilde e introspectiva. También aclaró que en la intimidad tenía el carácter reservado de su madre —quien lo crio sola— y no el histriónico del padre, y que eso lo llevaba a nunca sentir la necesidad de hablar de sí mismo; además de estar harto por tener que hacerlo para promocionarse cada cierta cantidad de tiempo, dijo que Lorena tenía la misma información que seguro tenían todos quienes lo admiraban, lo que ya le parecía mucha y suficiente como para empezar un discurso autorreferencial. Por eso hizo todo cuanto estuvo a su alcance para que la conversación orbitase por la vida de ella —era palpable que necesitaba un oído—, quien comenzaba a adorar la humildad de su interlocutor. Y así fue.
—Es el peor momento de mi vida —dijo Lorena.
— ¿Y eso por qué? —Preguntó Ismael.
La cara de Lorena se volvió un gesto triste, uniformemente triste. De pronto su realidad lo impregnaba todo y barrió hasta el último vestigio de encandilamiento que le produjo la idolatría inicial.
—Porque no me dedico a otra cosa que a separarme de una persona muy enferma.
Ismael la instó a que siguiese contando, lo que a ella le costó, y no obstante hizo. La persona muy enferma se llamaba Nicolás y era, aparte de su ex, básicamente un embaucador, manipulador fracasado y perverso, de cuarenta y pocos años. No tenía hijos, amigos, ni relación con su familia, a la que culpaba de sus males y de su supuesta bipolaridad. Para subsistir se dedicaba a las apuestas de póker, a crear empresas fantasma en distintos rubros para lavar dinero, cobrar comisiones, cheques en blanco y ese tipo de cuestiones. En La Algodonera tenía también alquilada su oficina, con la que consumaba su fachada de hombre exitoso, pero el fatídico 2020 en lo económico más varios juicios en su contra lo llevaron a desplomarse, a caer en una moratoria primero y en un penal tributario después, y la historia que Lorena le contó a Ismael, durante cerca de una hora, continuó así.
Ella conoció a Nicolás en un restorán de sushi en Puerto Madero. Él se acercó a la mesa donde ella cenaba con unas amigas, logró hacerlas reír, quedaron en contacto y, luego de unas citas —que incluyeron lujo y derroche—, se enamoró. Él se mostraba como alguien ya consumado desde lo económico, irradiaba seguridad, buen gusto —lo que para ella era buen gusto— en la comida y en la vestimenta, en la forma de razonar, en los valores. Era educado, alto, podría decirse que atractivo, y sabía mantenerse a flote en cualquier tipo de conversación. Olía a perfume importado. Cogían muy bien. Se abrazaban después de hacerlo.
La relación mantuvo un ritmo frenético —se vieron todos los días del primer mes que se conocieron— y ya para el segundo mes Nicolás le propuso que alquilasen algo juntos para probar la convivencia.
Lorena vivía en un monoambiente ruidoso, húmedo, sin luz ni ventilación, que detestaba y le quedaba chico, y él dijo estar a punto de alquilar un dúplex en La Algodonera —donde ya tenía su oficina— y que ahí cabrían los dos y el perro de ella perfectamente.
Ella dijo que sí y al momento de la firma del contrato lo hicieron a nombre de los dos. Pero lo cierto es que el alquiler era altísimo y Lorena no podía cubrir ni el 25% de los gastos corrientes de la propiedad. Trabajaba de camarera turno noche en un restorán de comida judía mientras que por el día estudiaba las últimas materias que le faltaban para recibirse de abogada.
—Primero me sacó el trabajo, algo que no fue difícil porque ganaba muy poco y más que dignificarme me destruía la autoestima. Me hizo la cabeza día a día durante más de un mes. Dijo que eso no era para mí, que me concentrase en la carrera, que él iba a pagar todo durante los dos cuatrimestres que me faltaban. Y el plan de Nicolás — siempre según sus palabras— continuó así:
Una vez que dependía exclusivamente de él, empezó a cambiar el trato. Las recriminaciones surgían a diario —que era una vaga, una desagradecida, una hipocondríaca mitómana, que lo vivía, que no limpiaba lo suficiente, que estudiaba poco, que cogía sin énfasis, que esto, que lo otro— y a los pocos meses el cariz del vínculo giró de forma definitiva: empezaron, por parte de él, los empujones, las amenazas con el puño en alto, los escupitajos, el revoleo de objetos, las rabietas demoníacas que incluían patadones al perro que lo hacían escupir sangre y que más de una vez llevaron a los vecinos a llamar a la policía o a enfrentarlo a los gritos desde los balcones. Nicolás sabía perfectamente que Lorena estaba, como suele decirse, sola en el mundo, y que esa era su principal debilidad. Él también estaba solo, pero lo sentía su fortaleza. Ella era hija única. Sus padres se habían divorciado cuando tenía diez años y prefirió irse a vivir con su papá. Para su madre esa decisión fue indigerible y desde entonces fueron enemigas declaradas. Nunca se hablaron siquiera por los cumpleaños o las fiestas y cuando por algún extraño motivo debían coincidir en un mismo lugar, no se dirigían ni mirada ni palabra. Muchos años después del divorcio, su padre —un mujeriego alcohólico desde el retiro de las Fuerzas Armadas—, sufrió un infarto de miocardio y murió a los cincuenta y nueve años delante de su hija, mientras trotaban en los Lagos de Palermo.
Lorena no heredó más que dos motos y unos pocos dólares que su padre guardaba en la casa. Desde entonces su vida fue de una itinerancia enloquecedora ya que en casa de su padre vivía la última de sus parejas —una cincuentona agreta— quien de ninguna manera la toleraría en calidad de huésped huérfana. Fue así que empezaron mudanzas a casas de gente que apenas conocía de semanas y meses en alquileres temporales. Durmió en los lugares más incongruentes y trabajos, si decimos cinco, nos quedamos cortos: fue camarera, secretaria en una aseguradora, vendedora de tarjetas por teléfono, paseadora de perros, profesora de derecho particular para alumnos del CBC, ayudante de cátedra, bailarina de tango en un club nocturno.
Y ahora, con treintaitrés años, sentía que su vida estaba no solo estancada, sino que volvía a foja cero, a ese demoledor enemigo de la armonía que son las mudanzas, las adaptaciones, la búsqueda y la espera del nuevo trabajo y sus implicancias y paranoias.
Estaba a punto de llorar. Ismael lo advirtió y se acercó a ella para abrazarla. Fue un momento intenso. Ella olió su perfume y le besó el cuello. Él la tomó de la nuca, la alejó unos centímetros de su cara para verla a los ojos y la besó en la boca. —A partir de hoy cambia tu suerte —le dijo, y volvió a darle un beso.
Después dedicó un rato a consolarla. Contó que él también tuvo una vida familiar compleja, signada por los viajes, las separaciones, los cambios de colegio, de amistades, de idiomas, culturas, y también por las barbaridades sin fundamento que le endilgaban una y otra vez a su familia y que herían fiero, sobre todo a su madre. Pero enseguida volvió al relato de ella, le dijo que nunca más en su vida debiera depender económicamente de nadie más que de sí misma, que iba a ser una abogada exitosa y que en la vida no había tiempo perdido —como ella llamaba al empleado en ese tipo de relaciones— sino que de toda experiencia se aprende, se graba a fuego en el circuito emocional de la persona que, siempre y cuando escape de la situación, lo hará fortalecida.
Siguieron tomando vino, abrazados, haciendo alusión a lo extraña que era aquella situación: dos desconocidos actuando como si se conociesen de toda la vida, refiriéndose intimidades, y ella diciéndole al oído si le gustaría quedarse a dormir. Él dijo que sería un honor, que ya no tenía ganas de salir a la calle a esa hora así no fuese más que una cuadra y media cuanto lo separaba del lugar donde se estaba alojando. Subieron hasta la habitación con las copas llenas. Lorena fue al baño y estuvo un buen rato dentro. Se untó cremas en cara y cuerpo, se cepilló los dientes, hizo pis. En cuanto salió, Ismael entró al baño. Se lavó los dientes con el cepillo de ella, se limpió el pito con jabón y se lavó la cara.
Cuando llegó a la cama Lorena buscaba algo para ver en la televisión, ya recostada y vestida con ropa interior. Él se bajó tímidamente los pantalones, se sacó la remera y se metió bajo las sábanas. En ese momento ella le pidió que cerrase los ojos, que le tenía una sorpresa. Él cumplió hasta que ella le dijo que ahora sí los abriese y entonces sus ojos vieron una guitarra empezar los acordes de una canción en un recital en vivo.
—Es tu mejor letra. Al menos para mí —le dijo ella.
Él dijo que coincidía en que lo era y la oyeron sin mirar al televisor, sino con los ojos clavados en los del otro. En cuanto la canción terminó él le pidió que pusiese otra música, que sentía rechazo al oírse a sí mismo y sobre todo en ese tipo de situaciones. A ella le pareció tan lógico como tierno, y dejó sonando un compilado de rock nacional. Desde ese momento y durante dos horas no dejaron de tener sexo. Quedaron exhaustos y bastante maravillados por la performance de cada uno, por el entendimiento y la piel. Se abrazaron mirando el techo, seguros de estar pensando lo mismo. Pero no. Lorena pensaba que era el momento más bello e inesperado que había vivido en semanas, Ismael, en cómo salir de ahí inmediatamente. Eran ya las cuatro y media de la madrugada, dijo a Lorena:
—Me olvidé que tengo un compromiso muy temprano. No debería quedarme a dormir. ¿Me disculpas si me voy?
Lorena, contrariamente a lo que él supuso, no tuvo ningún inconveniente, ni objeción, ni reticencia. Le agradeció por el gesto del vino y el consuelo, le cantó su teléfono para que lo agendase por si quería verla cuando alguna gira lo trajese a Buenos Aires, y le dijo que podía salir tranquilo que la puerta solo tenía la traba de adentro y, abajo, había seguridad las veinticuatro horas.
Él también le agradeció —nunca había estado con una mujer tan hermosa ni que le haya causado semejante impacto, pero no se lo dijo— y le dio varios besos y un abrazo. Después mimó al perro para despedirlo, y bajó.
Ya en la calle encendió un cigarrillo y emprendió el camino a su casa. Estaba revitalizado, sonriente, pleno, confuso. En su celular —que no había revisado desde el supermercado— vio los mensajes y las llamadas perdidas de sus amigos que lo esperaron para cenar y tomar los vinos. Al llegar al departamento los encontró en la mesa roñosa, bebiendo lo último que quedaba de una botella.
—Nos dejaste sin truco. Con vos éramos cuatro —dijo uno.
—No tuve opción. Créanme.
— ¿Y qué fue lo que pasó?
No respondió enseguida, no sabía cómo hacerlo. Se sentó, encendió otro cigarrillo, agarró una copa de la mesa e hizo un fondo blanco. Entonces preguntó a los tres:
—Hagan un esfuerzo. Piensen. ¿Me parezco a algún cantante?
Sus amigos lo escrutaron unos segundos hurgando en la memoria y dijeron que no, que al menos a ellos no les recordaba a ninguno.
—Parece que sí hay uno que se me parece. Y mucho. Escuchen esta locura — dijo Felipe, y la risa lo acompañó durante todo el relato.
Gonzalo Unamuno es narrador y poeta. Entre sus libros, De otra luz, Distancia que nadie ocupará y Lila.