Daniel, el protagonista de El miedo te come el alma, de Eduardo Sguiglia, que acaba de editar Edhasa queda atrapado en una trama en la que se mezclan el espionaje y el mundo virtual. Aquí, un adelanto de cómo comienza este thriller con trasfondo internacional y toques bien  argentinos.

Berlín, 6 de marzo de 2011, 10:30

Una lluvia fina cae sobre Berlín. Salvo unas pocas manzanas del centro, todo es gris y silencioso. Bosques, lagos y bulevares. Hasta la iglesia de la Memoria parece resumir en su triste figura aquellas propiedades del invierno. Daniel, que espera en el medio del Tiergarten protegido por un tilo de gran copa, oye el rumor que producen las gotas al chocar con el follaje y permanece quieto observando el frente de la cervecería que se destaca a través de la niebla. Al cabo de un rato, levanta el cuello de su campera impermeable y mira hacia un lado y el otro. Ese sector del parque está casi desierto. Sólo una pareja de ancianos y un perro que olfatea los desechos de otros perros se mueven por los senderos de tierra. Entonces da media vuelta, camina hacia un banco y se acomoda en un rincón. Inclina el cuerpo hacia adelante, apoya los codos sobre las rodillas y hace un hueco con las manos para prender un cigarrillo. Da cuatro o cinco pitadas al tiempo que repasa sus últimas acciones en suelo alemán.

Temprano, a eso de las ocho y media de la mañana, había llamado al número de teléfono que trajo de la Argentina. Dijo la primera contraseña y esperó la respuesta convenida antes de referir la segunda. Luego aceptó describirse a sí mismo: treinta años, pelo negro, ojos marrones, un metro setenta y siete de estatura. Por último, tomó nota del nombre de la plaza donde estaba el café Einstein al que debía concurrir. Acto seguido consultó el mapa de la ciudad, metió los pendrives en los bolsillos de su ropa, salió del hotel y caminó alrededor de diez cuadras.

Un poco más tarde, en el café Einstein de la plaza Savigny, intercambió algunas palabras con el hombre canoso, flaco y de acento caribeño que le dio dos palmaditas en el hombro al momento de sentarse a su mesa. Daniel había pedido una taza de chocolate y una tarta de limón. El caribeño lo miró de un modo atento y minucioso, y luego de presentarse quiso saber si vivía en Europa y si estaba solo o acompañado en Berlín. Dentro del café no había más que una mujer y un niño hojeando el menú a unos cuantos metros de distancia. Daniel les echó un vistazo, luego clavó los ojos en el caribeño y se reclinó hacia adelante. ¿Usted es el responsable de negociar por Spartaner?, le preguntó. El caribeño desabrochó el piloto que traía puesto para sacar un lápiz y un papel arrancado de una revista de un bolsillo interior. No, tú tienes que ir ahora mismo para el Tiergarten, que aquí, enfrente de esta cervecería —le indicó haciendo un croquis sobre el papel—, nuestra gente te va a contactar a las diez y treinta. Así que date prisa para que puedas llegar caminando. Y no te preocupes por el aguacero que al mal tiempo buena salsa, como se dice en mi tierra, repuso. ¿Por qué no negociamos aquí? ¿Qué pasa? ¿Por qué tantas vueltas? ¿Algún problema?, le preguntó Daniel. El caribeño borró la mueca simpática de su cara. Oye, chico, estas son nuestras reglas de juego. Por lo tanto, las tomas o las dejas, le dijo, lo apuntó con el índice y agregó: tú decides, la pelota está en tu campo. Luego se puso de pie, dejó el papel sobre la mesa y lo saludó con un apretón de manos al marcharse.

Daniel dudó por un momento, tal vez más. Pero después estudió el croquis, terminó el chocolate y la tarta, se levantó, pagó la cuenta y siguió adelante con el plan que había urdido en Buenos Aires y que podría permitirle, si todo sucedía como lo había imaginado, reunir lo que consideraba una fortuna, cambiar su vida y enderezarla para siempre. Un sueño que perseguía desde que era poco más que un muchacho, cuando abandonó la carrera de pianista, comenzó con sus andanzas y estaba lejos de presumir que iba a conocer Berlín de ese modo. Bordeó la Savignyplatz, recorrió la Kantstraße, atravesó un bulevar, se detuvo en un kiosco para comprar un paquete de cigarrillos, se puso uno en la boca y después se internó apurado en el parque. Avanzó en línea recta, dobló por un sendero, luego por otro, se distrajo con una estatua de Wagner y después continuó caminando hacia la cervecería mientras lanzaba rápidas miradas a los espacios vacíos.

¿Cometió algún error? Según sus cálculos, no. La parada, en apariencia sencilla, no es fácil. Como tampoco lo fueron sus últimas semanas. Había estado al garete, angustiado, experimentando rachas de emociones desconocidas. ¿Pero cuándo tuve una fácil?, se pregunta Daniel, que ha viajado a Berlín con el propósito de vender a precio de oro la información confidencial que almacenan dos pendrives que no le pertenecen. Son datos clave que permitirían revelar la filiación nazi de un personaje que fue rico y poderoso en Europa. Un afamado magnate que había enmascarado su devoción por Hitler con una participación muy activa en el mundo del arte. ¿Inconvenientes? Ninguno, le aseguraron. Todos los detalles ya están hablados y arreglados con el sitio alemán que quiere filtrar esa denuncia en internet. Son gente seria y macanuda, le habían dicho.

Daniel, que ignora las fatídicas correcciones que introdujo en las contraseñas esa mañana, piensa que en esta oportunidad juegan a su favor los archivos que trae consigo, también un libreto que considera sólido y tiene aprendido de memoria y, por sobre todas las cosas y a diferencia de otras ocasiones, porque no depende de nadie y los frutos que consiga, o el fracaso si se produce, serán de su exclusiva responsabilidad. Sin embargo, se siente un poco nervioso e inquieto mientras espera en el parque y su estado de ánimo se precipita de aquí para allá. No sólo porque debe tratar con alemanes en su propio terruño sino porque la extraña sucesión de citas y de cambios en los puntos de encuentro que le han hecho recorrer el barrio de Charlottenburg de una punta a la otra, además de imprevistos, le resultan sospechosos. ¿Tendré suerte esta vez?, se pregunta.

En ese instante apaga el cigarrillo bajo la suela, se inclina hacia atrás y vuelve a mirar a la redonda. Nada. La quietud es absoluta. Parece un bulto oscuro entre los árboles. Entonces se frota los brazos y las manos mientras respira profundo. El viento que sopla desde el río Spree trae un vago aroma a leña, resina y carne asada. Es un aroma semejante al de las islas del Paraná. Daniel piensa que le gusta ese olor matinal. También el aspecto del parque que se destaca a través de la niebla. Oscuro, nostálgico, melancólico. La imagen de su novia vaga unos segundos por su mente. Poco después saca el teléfono celular de un bolsillo exterior de su campera. Mira la hora y la temperatura. Son las diez y treinta en punto y hace más frío de lo que leyó en el pronóstico. Así, aterido, inmóvil, con la vista fija en la pequeña pantalla, enfrascado en sus pensamientos, lo sorprenden los dos hombres corpulentos con pinta de atletas que salen de la cervecería y caminan derechos y resueltos hacia él, mientras un tercero espera en la puerta.

¡Eh, amigo! ¿Ya estás por aquí? ¿Por qué no entraste?, le grita uno que le muestra un pulgar y se lo lleva a la boca. ¡Ven, vamos a dar una vuelta! ¿O necesitas ayuda?, pregunta el otro, mirándolo fijo. Daniel se pone de pie, da un paso hacia el frente y también les grita, alternando la mirada entre uno y otro alemán. ¡¿De qué hablan?! ¡¿Qué vuelta?! ¡¿Qué es lo que quieren?!, les grita. Por un instante duda entre permanecer quieto o defenderse. Luego arma una guardia de boxeo y apenas alcanza a tirar un puñetazo que no llega a destino, acción que realza lo grotesco de la escena, antes de que uno de los hombres, asombrado por su reacción, decide sujetarlo por la espalda, simulando un abrazo, para que el otro, que tiene una cicatriz en la cara, agachándose a la altura de su cabeza, le pegue un rápido y preciso golpe en el cuello. Pronto el mundo se le vuelve borroso. Da manotazos al aire. La cagué, piensa. En algún lugar, cercano y oculto, un mirlo negro repite unas notas. Tres, cuatro, cinco segundos transcurren hasta que pierde el conocimiento. Cuando el trío que lo transporta sale del bosque los árboles todavía gotean pero empieza a clarear en el cielo.

Unos minutos más tarde vuelve en sí. Está sentado a una mesa ovalada, en el medio de un amplio salón. Se siente aturdido y flojo, como si despertara de un sueño profundo; tiene deseos de acostarse, y le duelen los músculos del cuerpo y la nuca. Mientras recuerda vagamente lo sucedido en el parque, echa un vistazo a su alrededor. Las paredes, la mesa y el piso lucen un color blanco pálido. No hay ventanas, la luz proviene de las lámparas embutidas en el techo, y son muy pocos los objetos que quiebran la uniformidad del ambiente. En un extremo descansa un perchero de pie. Y tres acuarelas se destacan en la pared que tiene delante de sí. Daniel concentra su atención en una de las acuarelas. La obra, de setenta por cuarenta centímetros, ilustra las colinas que bordean el lago Maggiore, ubicado en la región del Tesino, mitad italiana, mitad suiza. Daniel no conoce los paisajes del Tesino, tampoco la belleza del lago Maggiore, pero su lance, como se enterará después, está relacionado con los que fundaron en esa zona la comuna de Monte Verità en los albores del siglo veinte. Aunque ese nombre, Monte Verità, no le es ajeno del todo. Se lo mencionó por vez primera Eric Carballo, a quien debe el motivo de su viaje y de sus pretensiones, para referir la barranca patagónica donde acampaba junto a una runfla de artistas y libertarios. Al cabo de unos segundos, se inclina hacia adelante, apoya las manos en la mesa y recién entonces, cuando intenta ponerse de pie, se da cuenta de que le han quitado la campera. ¡Mierda!, dice para sí mientras mira desesperado en derredor. Pero no hay otra cosa que ver. Ni una fotografía ni un papel. Nada. Tampoco siente ningún ruido salvo el de su corazón, que le golpea en el pecho. Unos instantes más tarde, al momento que entran dos hombres en el salón, está mucho más asustado que aturdido.

Uno de los hombres, que se mueve con la prestancia de un jefe, trae una carpeta, un libro y una computadora portátil bajo el brazo. Viste camisa, pantalón y zapatos negros de buena calidad, y su ropa está limpia y planchada. Tiene los ojos verdes y muy juntos, la cara curtida por el sol y unos pocos mechones rojizos en la cabeza. Acusa sesenta, incluso más, pero el remanente es difícil de precisar. Su nombre es Richard, no tiene hijos ni esposa pero sí un compromiso a toda prueba con la red Spartaner que ayudó a crear unos cuantos años atrás. Goza de mucho prestigio entre sus compañeros porque estudió en Francia bajo la tutela de Sartre, integró el movimiento contestatario de los años sesenta, y porque ha participado, con una personalidad y un tesón inconfundibles, en todas las investigaciones que la red ha filtrado en internet. Entre ellas, las que vincularon a la filial argentina de Mercedes-Benz con el dinero nazi, primero, y con la desaparición de militantes políticos durante la última dictadura militar, después.

El otro hombre es uno de los dos grandotes que enfrentó en el parque. Le dicen Hulk, su inteligencia apenas está capacitada para obedecer las órdenes de Richard, mide casi dos metros de estatura, coronados por una cara lisa y chata; una cicatriz le cruza el labio superior y, si no fuera tan rubio, de ojos celestes y de piel albina, podría haber calificado como extra en Los Soprano o en cualquier otra serie de televisión donde trabajasen veinteañeros con facha de mafiosos. Carga una silla Thonet en la derecha, tal vez una original del modelo 14 que a la luz de las lámparas tiene un aspecto nuevo y brillante, y una taza de té en la izquierda. Mira con cierto desdén a Daniel y espera a que Richard señale la cabecera de la mesa para dejar ambas cosas. Richard toma asiento, deposita la carpeta, el libro y la notebook y luego, sin levantar la vista, le hace un gesto para que salga del salón. Hulk, con los ojos fijos en Daniel, abre la boca.

—¿Le sirvo alguna cosa a este imbécil? —pregunta.

Richard alza la vista, mira a Daniel y luego a Hulk.

—Cuidado con lo que dices porque este joven habla alemán —apunta con su voz ronca y alta, vuelve la vista hacia Daniel y pregunta—: ¿Verdad que hablas bien el alemán?

Daniel traga saliva.

-¿Dónde estoy? —replica.

Richard esboza una sonrisa. El salón forma parte del subsuelo de una gran casa en Bellevue, un barrio apacible y vecino al Tiergarten, adonde lo llevaron sus compañeros en una camioneta de reparto después de noquearlo. Luego levanta la taza y toma un sorbo de té.

—Me gustaría saber dónde aprendiste a hablar alemán —insiste, sujetando la taza con una mano firme que tiene el dorso cubierto por una fina pelusa rojiza hasta el segundo nudillo.

Daniel vuelve a recorrer el salón con la mirada. Ninguna conclusión puede sacar de lo que ve. Paredes pintadas de blanco, tres acuarelas, un perchero de madera pulida. No llega ningún sonido del exterior, y el aire huele a cera y a lavanda. Bien podría ser un consultorio o una sofisticada oficina de negocios sumergida en la tierra. Además, la voz de aquel hombre no coincide con la que oyó por teléfono esa mañana.

-¿Quiénes son ustedes? —pregunta.

Richard mira a Hulk y señala a Daniel con el mentón. Hulk reacciona en el acto. Se acerca a la mesa, estira los brazos para agarrar las muñecas de Daniel, lo mantiene firme un momento y después lo suelta.

-¡Responde lo que te preguntó! —le ordena en alemán. Daniel mira a Hulk, luego se apoya en el respaldo para recuperar el aliento y gira la cabeza hacia Richard.

-En mi casa, con mi madre —dice en voz baja.

-Bien. Ahora sí. Invítalo con un vaso de agua —ordena Richard a Hulk, guiñándole un ojo, y se queda mirándolo hasta que abre la puerta para salir del salón. Luego examina la cara de Daniel. En su mirada no hay la menor intención de simpatía. Se limita a observar y a comunicar su autoridad. Transcurre medio minuto, puede que más. Luego habla en un tono frío, inflexible, modulado.

—Hay personas que ejercen la coacción y la violencia en este matadero en que se ha transformado el mundo con una naturalidad pasmosa —dice, carraspea y luego continúa con sus ojos fijos en los ojos de Daniel—. ¿Por qué? Aún no está claro del todo, y creo que vale la pena seguir estudiando el fenómeno a través de distintas disciplinas. Hulk, como le decimos con afecto a mi asistente, es una de esas personas y no conviene, como te habrás dado cuenta, que lo provoques o que yo requiera sus servicios. Así que de ahora en más quiero que me respondas sin chistar todo lo que te pregunte, ¿de acuerdo?

Daniel dice que sí con la cabeza.

—Bien —dice Richard, entrelaza las manos, las separa de nuevo y prosigue—: Comencemos por presentarnos. Mi nombre es Richard, me llamo así por un grandísimo actor de teatro que mi madre admiraba, y nací y crecí en Sachsen, en el este de Alemania. Tengo asignada una tarea contigo y me gustaría resolver con tu ayuda algunos interrogantes que nos motivó tu repentina aparición en Berlín. ¿Comprendes?

Daniel hace otro gesto afirmativo.

—Bien. Tienes que saber además que soy impaciente y que odio que me mientan. Que me tomen de estúpido. Las mentiras me despiertan un odio profundo. Mi padre, que fue un médico liberal y muy estudioso, aseguraba que todos los hombres tenemos aquí, en el cerebro, partículas de genialidad y partículas de locura —dice Richard, se golpea la sien con un dedo y continúa—: Pues bien, la fobia que siento por las mentiras es parte de mi locura. No es la única, tengo otras: por ejemplo, las maniobras y las prácticas de los viejos fascistas, que ya no le interesan a nadie, y también las lenguas en desuso, en especial el latín, el griego clásico y el sánscrito. Pensándolo bien, las dos son cuestiones en olvido social, fuera de moda, insignificantes para las mayorías. Al final de esta entrevista, por así llamarle, que se prolongará por una o dos horas, depende de ti, resolveremos qué hacer contigo. Será una decisión ecuánime y apropiada para tus intereses y los nuestros. Esto siempre y cuando no me mientas, te comportes pacíficamente y el resultado de tus respuestas sea satisfactorio. ¿Está claro?

Daniel baja la vista sin decir nada. Una gran gota de sudor se le instala en la frente.

—¡Ah! Una cosa más, y muy importante —dice Richard, enciende la notebook y agrega—: Domino razonablemente el español. Así que podemos hablar español mientras no abuses del dialecto argentino. Bien. Ahora sí, vamos contigo: tu nombre es Daniel, ¿verdad? Te llamas Daniel, ¿no? Mírame a los ojos y contéstame, por favor.

Daniel alza la vista.

-Sí —responde.

-¿Edad?

-Treinta años.

-¿Cuándo llegaste a Berlín?

-Ayer por la noche.

-¿Por qué medio?

-En avión.

-¿Tu primera vez en Berlín?

-Sí.

Richard mira a un espacio por encima de Daniel. No se siente cómodo en esta tarea. Aunque ya la había hecho una vez. Cuando desactivó la última trampa que le había armado a su red una organización rival, muy agresiva y potente: Nexus. Richard permanece rígido en la silla. Luego baja la vista.

-¿Trabajas para Nexus? —pregunta.

-No.

-¿Sabes quiénes son y qué hacen?

-Nunca oí ese nombre.

-En español. Hablemos en español, la lengua de Quevedo y del gran Goya. Y de tu Mario Benedetti, por supuesto —dice Richard en un castellano expresivo.

Daniel niega con la cabeza. Luego se inclina hacia adelante y arruga la cara como un niño a punto de llorar.

—Mire, señor, creo que todo esto es un gran error —dice—. Benedetti era uruguayo, no argentino. Yo soy argentino y vine de Buenos Aires por una razón muy particular. Llegué ayer, pasé la noche en un hotel del centro, esta mañana tuve contacto con una persona que nunca antes había visto, un centroamericano si mal no recuerdo, luego su guardaespaldas o asistente me golpeó en el parque y por lo tanto no sé de qué se me acusa o qué he hecho de malo en Berlín o en Alemania hasta ahora, pero usted o ustedes tienen que saber que aun como ciudadano extranjero tengo mis derechos…

—¡Bravo! ¡Bravo! —lo interrumpe Richard, choca las manos dos o tres veces, luego cambia de expresión y continúa en un tono enérgico—: ¡Tú estás en Berlín por el asunto de Eric Carballo!, de quien hablaremos más tarde, y si te golpearon fue porque te hiciste el gallito. ¿Qué pasa, chaval? ¡¿Me estás tomando de estúpido?! ¡¿Eh?!

Daniel se apoya en el respaldo de la silla. Cierra los ojos. Continúa sudando pero un aire frío se desliza a lo largo de su cuerpo. Hace un gesto como si quisiera subirse el cierre de la campera. Luego se mantiene quieto. Visualiza la cara de Eric Carballo. Es la cara de un hombre de setenta y pico de años sin nada en especial, excepto los ojos, muy claros, y una mirada penetrante. Le resulta fácil recordar su modo de mirar. También, la originalidad de sus ideas. Pero piensa que la situación no tiene nada que ver con lo que le había dicho en la última charla que mantuvieron a la vera del mar, cuando faltaba bastante para llegar a Buenos Aires y era imposible suponer que un giro abrupto en los acontecimientos alteraría su vida y sus planes.