El ruido a veces empuja a alguna forma de verdad no buscada. Un hombre que vive interpretándose a sí mismo y una vaca en un diálogo lleno de reproches.
A Norah Lange
Lo veo, recostado contra una pared, los ojos casi
fosforescentes, y a los pies, una sombra más titubeante,
más andrajosa que la de un árbol.
¿Cómo explicar su cansancio, ese aspecto de casa
manoseada y anónima que sólo conocen los objetos
condenados a las peores humillaciones?…
¿Bastaría con admitir que sus músculos prefirieron
relajarse a soportar la cercanía de un esqueleto capaz de
envejecer los trajes recién estrenados?… ¿O tendremos que
persuadirnos de que su misma artificialidad terminó por
darle la apariencia de un maniquí arrumbado en una
trastienda?…
Las pestañas arrasadas por el clima malsano de sus
pupilas acudía al café donde nos reuníamos y, acodado en
un extremo de la mesa, nos miraba como a través de una
nube de insectos.
Es indudable que sin necesidad de un instinto
arqueológico desarrollado, hubiera sido fácil verificar que no
exageraba, desmesuradamente, al describir la fascinante
seducción de sus atractivos, con la impudicia y la impunidad
con que se rememora lo desaparecido… pero las arrugas y
la pátina que corroían esos vestigios le proporcionaban una
decrepitud tan prematura como la que sufren los edificios
públicos.
Aunque por lo común permanecía horas enteras en
silencio, a veces lográbamos que relatara algún episodio de
su vida, que recitase algún poema de Corbière o de
Mallarmé. ¡Nunca era más temible su cercanía!… Entre la
incesante humareda del cigarrillo, su voz —llena de hollín—
resonaba como si fuese emitida por una chimenea, y
mientras su inmovilidad adquiría la borrosa impavidez del
retrato de alguien que ya nadie recuerda, su dentadura
postiza se obstinaba en inventar las sonrisas menos
oportunas. En vano pretendíamos vivir el contenido de
algún verso. Tras el silencio de cada estrofa: su aliento de
cama deshecha, el temor de que su esqueleto cometiese
algún ruido, de que su barba creciera con el mismo susurro
con que crece la barba de los muertos… Y ya en esa
pendiente resbaladiza, bastaba un gesto, una mirada, para
que descubriéramos su semejanza con esos pares de
medias que se hospedan sobre los roperos de los hoteles,
con esos cuellos que se retuercen junto a ellas, tan
desesperadamente, que nos sugieren ideas de suicidio.
De resistirnos a esos excesos, por otra parte,
¿hubiéramos logrado contemplar la maraña de sus arrugas
sin imaginarnos todas las noches perdidas, todos los
rumores huecos y desvalidos que, al estratificarse con una
lentitud de estalactita, le habían formado unos repliegues
de cansancio que ni la misma muerte conseguiría
planchar?…
Para recorrerlas de un extremo al otro sin perderme, yo,
por lo menos, me veía forzado a examinarlas con el mismo
detenimiento con que se siguen las rutas en un plano y,
demasiado absorbido por sus accidentes, rara vez lograba
escuchar lo que decía. Hasta en las oportunidades en que
nos encontrábamos solos, cuando no perdía frases enteras,
me llegaban con tantas intermitencias como las que suben a
nuestra ventana, descuartizadas por todos los ruidos de la
calle. ¡Era inútil que reconcentrase mi atención!… Siempre
se me extraviaba alguna palabra, alguna partícula tan
esencial, que antes de contestarle debía realizar un esfuerzo
equivalente al de traducir un documento cifrado. Aderezada
con la misma premeditación de esos platos que llegan
momificados a la mesa, su dialéctica —por lo demás— no
estimulaba excesivamente mi apetito, pues al abuso de la
paradoja unía el empeño de citar cuantos libros habían
fomentado su temible habilidad en el manejo de la rima, de
la que exhibía, con sobrada frecuencia, un muestrario de
versos tan manoseados como los sobres en que los
borroneaba.
A pesar de que mi desgano la ingiriese a pequeños
trozos, no tardé en enterarme, sin embargo, de una
cantidad de anécdotas más o menos turbias de su vida: la
bancarrota —con suicidio y demás accesorios— de su padre;
su tránsito por dos o tres empleos; la necesidad de irse
comiendo los gemelos, el frac, el sobretodo; los primeros
síntomas del hambre —pequeños escalofríos en la espalda,
pequeños calambres sordos y desesperantes—; mil sucesos
en todos los meridianos, en todos los ambientes, hasta
llegar a Buenos Aires, que —según él— ¡era algo
maravilloso!… la única ciudad del mundo donde se podía
vivir sin trabajar y sin dinero, porque resultaba rarísimo
efectuar una sangría con éxito negativo, hasta en las
billeteras más exangües.
Aunque aquejada de una anemia crónica, la mía no
hubiese podido rectificarlo, si bien es cierto que adoptaba
algunas medidas preventivas para impedir que sus
extracciones fuesen demasiado cuantiosas y frecuentes.
Más que por debilidad, soportaba ese régimen extenuante
debido a que me divertía el contraste entre su habitual
escepticismo y su entusiasmo hiperbólico por el país. Es así
cómo, antes de embarcarse para la Argentina, ya se la
representaba como una enorme vaca con un millón de
ubres rebosantes de leche, y cómo a los pocos días de
ambular por Buenos Aires, había comprendido que, a pesar
de su apariencia de ciudad bombardeada, la pampa
acababa de aproximarse al río para parirla.
“Europa es como yo —solía decir— algo podrido y
exquisito; un Camembert con ataxia locomotriz. Es inútil
untarla con malos olores. La tierra ya no da más. Es
demasiado vieja. Está llena de muertos. Y lo que es peor
aún, de muertos importantes. En vano se trata de eludirlos.
Se tropieza con ellos en todas partes. No hay un umbral, un
picaporte que no hayan desgastado. Se vive bajo los
mismos techos donde vivieron y donde han muerto. Y por
mucho que nos repugne —¡no queda otro remedio!— hay
que repetir sus gestos, sus palabras, sus actitudes. Sólo un
hombre capaz de usar un ala de cuervo sobre la frente,
como Barrès, pudo deleitarse en aprender a fornicar en los
cementerios.
“Aquí, en cambio, la tierra es limpia y sin arrugas. Ni un
camposanto, ni una cruz. Se puede galopar una vida sin
encontrar más muerte que la nuestra. Y si tropezamos, por
casualidad, con un cadáver, es tan humilde que no molesta
a nadie. Vive una muerte anónima; una muerte del mismo
tamaño que la pampa.
“En la ciudad, la vida no es menos libre. Por todas partes
corre un aire de improvisación que nos permite ensayar
cualquier postura. Ustedes se quejan de su fealdad. ¡Pero la
esperanza dispone de tantos terrenos baldíos!… Con decirle
que, de haber nacido aquí, yo mismo me sentiría tentado
por hacer algo… ¡Y vaya usted a saberlo!… Hasta quizás
llegase a convencerme de que el sudor es una segregación
tan respetable como se pretende. Yo la prefiero, en todo
caso, a las ciudades europeas, tan acabadas, tan perfectas
que no consienten que se mueva una piedra. Sus cornisas
nos proporcionan excelentes modales. Tarde o temprano
terminan por colocarnos un chaleco de fuerza. Imposible
cometer un error de sintaxis, desperezarse, agarrar un
florero y hacerlo añicos contra el suelo.”
Estas arremetidas, y otras equivalentes, adquirían un
acento menos retórico, sin embargo, al referir algún
episodio de su vida. Acaso por esa circunstancia o por el
estado lamentable en que se hallaba, espero reproducir, con
bastante fidelidad, el que me relató la última vez que nos
encontramos.
Recuerdo que fue en uno de esos cafés que no pegan los
ojos. Las sillas ya se habían trepado a las mesas para
desentumecerse las patas, mientras que —con un gesto que
ha olvidado hasta el campo— un mozo sembraba aserrín
sobre las baldosas humedecidas.
Sentado ante una pequeña copa que contenía un
menjunje con cierto aspecto de colirio, un hombre parecía
dudar entre ingerirlo o lavarse con él una pupila. De toda su
persona trascendía un fracaso tan auténtico y definitivo
que, inmediatamente, lo reconocí. Su palidez de vidrio
esmerilado, su barba tejida por una araña, su chambergo
descolorido y sucio le daban no sé qué semejanza con esos
faroles que nadie se ocupa de apagar y que sufren la luz
despiadada de la mañana.
Es posible que, en el primer momento, aparentase no
advertir mi presencia, pero al hallarme junto a él, bajó la
cabeza y me extendió una mano algosa, sin esqueleto. Una
vez más experimenté un sobresalto idéntico al que produce
el insospechado contacto de unos guantes que yacen en un
bolsillo. Enjugué la humedad con que impregnó la mía, y
aproximé una silla. Era evidente que lo importunaba.
Mientras cambiábamos las primeras palabras, sus miradas
rozaban los objetos en un vuelo tajeante y volvían a
sumergirse en sus pupilas, sin perturbar el reflejo de las
luces que se trasuntaban en ellas, como en un charco. Urgía
sustraerlo de ese marasmo. Con la mayor crueldad posible
le dije que lo encontraba mal, que debía de hallarse muy
enfermo. La argucia alcanzó el éxito esperado. De un solo
sorbo terminó el whisky que habíamos pedido, y después de
dejar caer los brazos de la mesa:
“¡No puedo más! ¡No sé qué hacer! ¡Estoy
desesperado!…”
Estrangulada, ronca, parecía que su voz saliese de atrás
de una cortina. Como si la descorriera de pronto, me
preguntó:
“¿A usted nunca lo han martirizado los ruidos?… ¡No!
¡Estoy seguro que no! ¡Es algo horrible! ¡Horrible!…”
La evidente desproporción entre la causa y el efecto de su
padecimiento, quizás me hiciera sonreír. En todo caso,
recién entonces me miró por primera vez, para proseguir
con cierto dejo de rencor:
“¡No! ¡Estoy seguro que no! Usted no puede
comprenderme. Para eso necesitaría ser como yo. No tener
nada de donde agarrarse. Hasta hace poco yo poseía esto
—agregó, extrayendo un pequeño frasco que, a través de la
suciedad de la etiqueta, delataba su procedencia
farmacéutica—. ¡Esto!, que para mí era todo. Pero ya no me
queda nada, absolutamente nada.” Y antes de necesitar
insinuarle que se explicara: “Al principio fue el vecino de
arriba. De noche siempre resulta emocionante escuchar
unos pasos sobre el techo. Por poco acompasados que
parezcan, ¡adquieren una solemnidad!… Es como si
llamaran a la puerta de una casa donde no vive nadie. Cada
vez más pesados, cada vez más próximos a mi cabeza, yo
los sentía derrumbarse de un extremo al otro del cielo raso,
hasta convencerme de que terminarían por achatármela a
martillazos.
“Averigüé quién vivía en la pieza de arriba. Resultó ser un
estudiante que se paseaba, leyendo, gran parte de la
noche. Como el estado de mi cuenta y mis relaciones con el
hotelero alejaban la posibilidad de cualquier reclamo, decidí
entenderme con él, directamente. La gestión obtuvo un
resultado satisfactorio. Durante varios días, el cielo raso
permaneció mudo. De vez en cuando, un portazo, un grito
que subía por el hueco de la escalera; pero esos ruidos eran
discontinuos, me dejaban descansar. Entre uno y otro
existían grandes agujeros de silencio y de felicidad.
”Al poco tiempo, sin embargo, las precauciones de mi
vecino se convirtieron en un suplicio más torturante que el
anterior. Tendido sobre la cama, lo veía, durante horas
enteras, ir de un lado al otro, como si el techo de la
habitación fuese traslúcido. El cuidado con que abría un
cajón o colocaba la pipa sobre su escritorio, llegó a
exacerbarme hasta el extremo de tener que ahogar, en la
almohada, un alarido de impaciencia. Creí que se ensañaba
en prolongar mi angustia, que se valía de la menor
distracción para inventar pequeños ruidos disimulados e
imprevisibles. Los más traicioneros se descolgaban, como
arañas, del cielo raso, y después de erizar los pelos de la
alfombra, se reproducían en los rincones, detrás del ropero,
abajo de la cama. A fuerza de ejercitarme, no tardé mucho
en percibir, desde mi quinto piso —simultáneamente y con
la mayor nitidez— las conversaciones de la gente que
pasaba por la vereda, el trino de una canilla en el patio del
fondo, los ronquidos de todos los cuartos del hotel. Aunque
después de acecharlos semanas enteras terminé por
conocer el horario y las costumbres de la mayor parte de
los ruidos, siempre surgía alguno imposible de localizar
antes de encontrarlo adentro de mi cabeza. ¡Era peor
zambullirse bajo las frazadas!… A medida que se
adormecían los de afuera, cuantos se alojaban en mi
interior se iban despertando, uno por uno, y no contentos
con clavarme sus dientes de laucha recién nacida, se
aglomeraban en mi vientre hasta proporcionarme una
sensación tal de gravidez que, por absurdo que parezca,
creía estar en vísperas de tener un hijo.
”Una noche de exasperación decidí salir a la calle. Preveía
lo que me aguardaba, el efecto que me producirían los
chirridos del tráfico, pero cualquier cosa era preferible a
permanecer en mi cuarto. En la esquina, tomé el primer
tranvía que pasó. Lo que fue aquello no puede describirse.
Creí que de un momento a otro la cabeza se me partiría a
pedazos, pero la misma intensidad del dolor acabó por
recubrirme de una indiferencia tan tupida que, cuando el
tranvía se detuvo para emprender el regreso, me
sorprendió encontrarme en los suburbios.
”Las capitales europeas carecen de límites precisos, se
amalgaman y se confunden con los pueblos que las
circundan.
Buenos Aires, en cambio, en ciertos parajes por lo menos,
termina bruscamente, sin preámbulos. Algunas casas
diseminadas, como dados sobre un tapete verde, y de
pronto: el campo, un campo tan auténtico como cualquiera.
Parecería que el arrabal no se animara a distanciarse del
adoquinado. Y si un almacén corre ese riesgo, se tiene que
enfrentar con la pampa. Durante la noche, sobre todo,
basta internarse algunas cuadras para que ninguna luz nos
acompañe. De la ciudad no queda más que un cielo
ruborizado.
”Del sitio en que me dejó el tranvía tardé pocos minutos
para hallarme en pleno campo. ¡Jamás experimentaré una
plenitud semejante! A medida que mi cerebro se iba
impregnando, como si fuese una esponja, de un silencio
elemental y marítimo, saboreaba la noche, me nutría de
ella, a pedacitos, sin condimentos, al natural, deleitado en
disociar su gusto a lechuga, su carnosidad afelpada… el
dejo picante de las estrellas.
”Ha de haber influido, probablemente, la angustia de los
días anteriores. De cualquier modo que fuera, bastaría, por
sí solo, ese instante, para justificar y darle una razón de ser
a mi existencia. Se requiere haber pasado momentos muy
duros antes de poder sentir algo parecido.”
Por evidente que fuese la intención despectiva de la
última frase, no quise interrumpirlo.
“Desde ese día —agregó, ya sin ninguna jactancia—
repetí el mismo itinerario todas las noches. Las sucesivas,
sin embargo, no fueron tan dichosas. Me fastidiaba el roce
esmerilado de mis pasos sobre la tierra, la testarudez con
que los insectos taladraban el silencio. Llegué a
persuadirme de que el silbido de los grillos poseía una
intención agresiva —y lo que resultaba muchísimo más
indignante— que los sapos se reían de mí.
”A pesar de todo, durante un mes y medio reincidí en
esas excursiones. Cualquier cosa resultaba preferible a
seguir soportando la caja de resonancias en que se había
transformado mi cuarto. Hace unos días aconteció un
hecho, sin embargo, que me obligó a abandonarlas para
siempre.
”Era una noche magnífica—prosiguió con una voz más
turbia y dolorida—. Desde que me alejé de la ciudad advertí
que ningún ruido me molestaba. En el primer instante temí
que hubieran terminado por ensordecerme. Al contrario. Los
oía con una nitidez extraordinaria, pero sin dolor, sin
sobresaltos. Ignoro cuántas cuadras caminé la embriaguez
y el alivio de esta comprobación. En un cierto momento,
mis piernas se rehusaron a dar un paso más. Busqué un
lugar donde descansar y me acosté, de espaldas, al borde
del camino.
”En ninguna parte se encuentra un cielo tan rico en
constelaciones. Al contemplarlo de esa manera todo lo
demás desaparece, y por muy poco que nos absorbamos en
él, se pierde hasta el menor contacto con la tierra. Es como
si flotáramos, como si, reclinados en una proa, mirásemos
unas aguas tan serenas que inmovilizan el reflejo de las
estrellas.
”Diluido en esa contemplación había logrado olvidarme
hasta de mí mismo, cuando, de repente, una voz pastosa
pronunció mi nombre. Aunque estaba seguro de
encontrarme solo, la voz era tan nítida que me incorporé
para comprobarlo. A los dos lados del camino, el campo se
extendía sin tropiezos. Uno que otro árbol perdido en la
inmensidad y, cerca mío, algunos cardos, entre los cuales
divisé un bulto que resultó ser una vaca echada sobre el
pasto.
”Opté por acostarme de nuevo, pero antes que pasara un
minuto oí que la voz me decía:
”—¿No te da vergüenza? ¿Cómo es posible? ¿Qué has
hecho para llegar a ese estado? ¿Ya ni siquiera puedes vivir
entre la gente?
”Por absurdo que resultase, era indudable que la voz
partía del lugar donde se encontraba la vaca. Con el mayor
disimulo me di vuelta para observarla. La claridad de la
noche me permitía distinguir todos sus movimientos.
Después de incorporarse y avanzar unos pasos se detuvo a
pocos metros del sitio en que me hallaba, para rumiar
durante un momento lo que diría y proseguir con un tono
acongojado:
”—¡Hubieras podido ser tan feliz!… Eres fino, eres
inteligente y egoísta. ¿Pero qué has hecho durante toda tu
vida? Engañar, engañar… ¡nada más que engañar!… Y
ahora resulta lo de siempre; eres tú, el verdadero, el único
engañado. ¡Me dan unas ganas de llorar!… ¡Desde chico
fuiste tan orgulloso!… Te considerabas por encima de todos
y de todo. De nada valía reprenderte. Crees haber vivido
más intensamente que nadie. Pero, ¿te atreverías a
negarlo?, nunca te has entregado. ¡Cuando pienso que
prefieres cualquier cosa a encontrarte contigo mismo!
¿Cómo es posible que puedas soportar ese vacío?… ¿Por
qué te empeñas en llenarlo de nada?… Ya no eres capaz de
extender una mano, de abrir los brazos. ¡Es
verdaderamente desesperante!… ¡Me dan unas ganas de
llorar!…
“Cuando calló, sin darme cuenta me levanté y di unos
pasos hacia ella. Después de mirarme con unos ojos
humedecidos de ternura y de limpiarse la boca
refregándosela contra la paleta, sacó el pescuezo por
encima del alambrado y estiró los labios para besarme.
“Inmóviles, separados únicamente por una zanja
estrecha, nos miramos en silencio. Pude caer de rodillas,
pero di un salto y eché a correr por el camino. En lo más
profundo de mí mismo se erguía la certidumbre de que la
voz que acababa de oír era la de mi madre.”
Fue tal la emoción que puso en la última parte del relato
que no me atreví a sonreír. Como si se lo confiara a sí
mismo agregó, después de un silencio:
“Y lo peor es que la vaca, mi madre, tiene razón. Yo no soy,
ni nunca he sido nunca más que un corcho. Durante toda la
vida he flotado, de aquí para allá, sin conocer otra cosa que
la superficie. Incapaz de encariñarme con nada, siempre me
aparté de los seres antes de aprender a quererlos. Y ahora,
es demasiado tarde. Ya me falta coraje hasta para ponerme
las zapatillas.”
Como si resonase en un cuarto desamueblado, su voz
poseía un acento tan hueco que busqué un gesto, una frase
que lo acompañara. Pero se encontraba demasiado solo.
Entre su desamparo y mi silencio se iba interponiendo una
niebla cada vez más espesa. Sólo quedaba intentar que la
mañana la disipase.
Ya había pasado la hora más resbaladiza del amanecer, ese
instante en que las cosas cambian de consistencia y de
tamaño, para fondear, definitivamente, en la realidad.
Parados sobre una pata, los árboles se sacudían el sueño y
los gorriones, mientras, extendido a lo largo de las calles, el
asfalto iba perdiendo su coloración de film sin revelar. Con
un bostezo metalizado, los negocios reabrían sus puertas y
sus escaparates. En las veredas, en los zaguanes recién
despiertos, los ruidos adquirían una sonoridad adolescente.
De vez en cuando, un carro soñoliento transportaba un
pedazo de campo a la ciudad. De todas partes venía hacia
nosotros un olor a pan caliente, a tinta recién salida de la
imprenta.
El uno al lado del otro, caminábamos sin pronunciar una
palabra. La cabeza hundida entre los hombros, el andar
titubeante y sonámbulo, no me hubiera extrañado que se
desmoronase junto a un umbral, como esos trajes que, sin
ningún motivo, se derrumban desde una percha. Su
chambergo, su sobretodo, sus pantalones parecían tan
lacios, tan vacíos, que por un momento me resistí a admitir
que fueran sus pasos los que retumbaban en la vereda. Al
pasar frente a una lechería, una vieja nos acechó con una
desconfianza de miope, y casi al mismo tiempo, un perro se
detuvo a mirarlo con tal insistencia, que apresuré la marcha
por temor a que se aproximara y lo confundiese con un
árbol. Demasiado pesada, demasiado densa, hubiera podido
suponerse que su sombra se negaba a seguirlo. ¿Le
repugnaría convivir con él, soportar constantemente su
presencia?… Se me ocurrió que cualquier noche, al
atravesar una calle, al doblar una esquina, lo dejaría irse
solo para siempre. Cuando llegamos ante la puerta del
hotel, me sometí a la sangría de práctica y nos despedimos.
Desde entonces no le he visto más. Hace algún tiempo,
me aseguraron que, al retornar a París, había publicado,
con éxito, un libro de poesías. Recientemente, alguien me
enteró de que el espionaje ruso lo hizo fusilar después de
encomendarle una misión en China.
¿Cuál de estas informaciones será exacta? Creo que nadie
se atrevería a aseverarlo. Acaso ya no quede de su persona
más que un mechón de pelo, junto a una dentadura postiza.
Es muy posible que, acosado por el espanto de quedarse
dormido, a estas horas se encuentre en algún café, con el
mismo cansancio de siempre… con un poco de caspa sobre
los hombros y una sonrisa de bolsillo gastado.
Esto último es lo más probable. Su madre, la vaca, lo
conocía bien.
Oliverio Girondo (1891-1967) es uno de nuestros poetas mayores. Entre sus libros, Veinte poemas para leer en tranvía, Calcomanías y En la masmédula. Interlunio es su único relato.