Mañana se cumplen cuarenta años del desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas. En Socompa publicamos un capítulo de “Fantasmas de Malvinas. Un libro de viajes”, de Federico Lorenz, publicado por UNR Editora, la editorial de la Universidad Nacional de Rosario.

Sólo no nos engaña lo que, siendo

engañoso, no puede ya dañarnosS. Eliot, Burnt Norton.

 

Epitafio, s. Inscripción que, en una tumba, demuestra que las virtudes adquiridas por la muerte tienen efecto retroactivo

Ambrose Bierce, Diccionario del diablo.

 

Hay personas que vuelven a Malvinas cada 2 de abril. En Buenos Aires, uno de los lugares donde emprenden ese viaje está en Retiro: el Cenotafio en Plaza San Martín, frente a la Torre de los Ingleses. Llevan flores, participan o no de los actos oficiales, pero entienden y sienten que esas veinticinco placas negras con los nombres de los caídos los acercan más a sus seres queridos, que por decisión o fuerza mayor están a miles de kilómetros de ellos.

La inauguración del Cenotafio fue en 1990, durante la presidencia de Menem. Allí, una iniciativa estatal instaló un monumento en un lugar cargado de historia. A los pies de la estatua ecuestre del general San Martín, en un espacio donde se había entrenado el regimiento de granaderos a caballo.

Hoy, los vidrios del Sheraton reflejan orgullosos el sol y se burlan de los cantos amenazantes que anunciaban transformarlo en hospital de niños durante la década del setenta.

A cambio de la revolución ahogada en sangre, veinticinco placas de mármol negro con veintiséis nombres cada una frente a la Torre que en 1910 la comunidad británica obsequió a la Argentina.

A lo mejor, mientras esperan la combi para visitar San Telmo, los turistas se hacen un minuto para cruzar la avenida y sacarle una foto al Cenotafio.

En 1983 y 1984, las primeras agrupaciones de ex combatientes hicieron sus actos allí. En la primera, que no estaba autorizada, la policía apaleó a muchos de los manifestantes que habían arriesgado la piel en las trincheras de Malvinas. Muchos ex soldados que participaban en las agrupaciones se alejaron porque “comenzaban a hacer política con la causa”; otros se reforzaron en esa pertenencia, mientras que muchos jóvenes militantes de la primavera democrática intuyeron en esos jóvenes extraños posibles compañeros, aunque muchas de las invocaciones a la patria y a la guerra desentonaran con las críticas a todo lo que anduviera uniformado.

Los mismos jóvenes vestidos de verde, en 1984, arrancaron la estatua de George Canning de su pedestal, en Plaza Britannia, y la tiraron al Río de la Plata. Siete años después Carlos Menem, pariente lejano del ministro inglés, inauguró el Cenotafio, mientras se reanudaban las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña.

Las piedras negras, con la lista austera de nombres, sin embargo, están lejos de esos pasos de baile de la política exterior, aunque su emplazamiento allí fue el saludo a la bandera de un gobierno que no trepidó en profundizar la entrega del patrimonio nacional con el argumento de que no podíamos quedarnos afuera del mundo.

En nombre de los caídos se puede hacer prácticamente cualquier cosa, siempre que se los honre cada aniversario.

Quienes van en cada una de esas fechas, o aprovechan haberse llegado por un trámite a la capital, con la intención de posar sus dedos sobre los nombres grabados como cicatrices en la piedra, están tan lejos de esas especulaciones como los cuerpos de sus seres queridos. Pero ese hueco en sus vidas está tan atado a esta historia como los nombres son parte de la roca.

Luego del monumento, hubo otros pasos para elevar a los muertos en Malvinas al panteón. Una ley nacional, declara “héroes nacionales” a los combatientes argentinos fallecidos en la guerra de Malvinas.

De a poco, la patria maltrecha y chamuscada se fue remendando el vestido, desempolvó los laureles, mientras la sangre se diluía con el último enjuage de algún lavarropas automático comprado en el tiempo del 1 a 1. La forma en la que aparecen los nombres de los muertos en las placas negras se parece a la democracia que supimos conseguir: sin distinción de provincias, jerarquías, historias. Civiles y militares, todos entran bajo el nombre de Malvinas con la sola condición de haber muerto en la guerra.

Quedan fuera, se entiende, los que se suicidaron como consecuencia de esta, los que murieron después del 14 de junio de 1982 como una secuela de algunos de los padecimientos sufridos en las islas.

No quedan bien los puntos suspensivos en una placa.

Tampoco se puede construir un monumento tan grande que permita contar, en dos líneas, las historias de vida de los hombres que la guerra segó. Ni siquiera saber si ese nombre, en una placa en Retiro, representa un cuerpo identificado en el cementerio de las islas. Aquí, en Buenos Aires, una lista y la apelación a la patria, esa diosa, borra las discusiones y las diferencias.

Allá, en las islas, muchos de los cuerpos sólo sabe Dios, ese viejo comprensivo, quiénes son.

Ni a una ni a otro, probablemente, se le puede reclamar nada, pero a los hombres sí. Por eso hay que preguntar y discutir.

Porque en el monumento no importa si los muertos fueron oficiales respetuosos y cuidadosos de sus hombres, o seres viles que le aplicaron a sus subordinados los mismos castigos que a los chupados en los centros de detención. Un decreto, el 886/05, habilita para que algunos notorios participantes en los grupos de tareas de la dictadura cobren “Pensión Honorífica de Guerra”. Un decreto democrático legaliza el insulto.

No importa si los jóvenes recordados en las placas entregaron su vida orgullosos de su suerte, o maldiciendo no haber podido zafar por algún acomodo la colimba, como vecinos con más suerte, dinero o influencias. No importa si murieron de hambre porque alguien no planificó bien.

No importa si fueron suboficiales que protegieron y cuidaron de sus hombres o seres envilecidos por las tiras que portaban.

No importa que algunos ni siquiera supieran dónde estaban realmente cuando murieron. Sólo importa que hayan muerto durante la guerra, en nombre de la Patria.

Puede ser que sea así. Sin embargo, las generalizaciones que sacralizan también borran las responsabilidades.

 

El Cenotafio es uno de los lugares donde es posible volver a Malvinas. Por eso muchos investigadores acudimos allí, en ocasiones clave como los aniversarios, para hacer nuestro trabajo, tomar notas y observar quiénes concurren, qué hacen, cómo se ubican en torno al monumento.

Yo fui muchas veces, y una de ellas me lo encontré a Eduardo, con la frente apoyada sobre una de las placas, un 2 de abril.

Era un rosarino cuarentón y fue el encargado en mi primer trabajo, una librería mayorista del Once que regía sus relaciones laborales por una máxima que él aplicaba a rajatabla, pero impulsada por el patrón, un hijo de piamonteses nacido en Córdoba:

-Los negros son como el carbón. El que no lo quema, lo mancha.

Eduardo, que era de Rosario, gringo también él, era un tirano en el local, y el alcahuete número uno. Yo era un imberbe recién salido de la secundaria que pensaba que tenía que trabajar y fui a parar ahí. Todo lo que salía mal, todo lo que fallaba, todo lo equivocado, para Eduardo se explicaba por el mismo motivo:

-Y qué querés, si además de negro es puto.

-Cómo pretendés que este puto haga bien las cuentas.

-Negro, puto y ladrón. Devolvé las cosas y agradecé que no te denunciamos.

Después cambié de trabajo y le perdí el rastro, hasta que esa mañana me lo encontré en el monumento. Primero se quedó duro, pero después me reconoció. Caminamos entre las placas y los escudos de las provincias hablando de banalidades, hasta que me dijo de repente:

-Mi pareja murió en Malvinas.

Sabía lo que estaba pasando por mi cabeza.

-Antonio sabía -siguió.

Antonio era uno de los cajeros, y lo había vuelto loco con trabajos insoportables hasta que renunció.

-Antonio era enfermero en Comodoro Rivadavia. Me trajo sus cosas después de la guerra.

Pensaba, mientras hablaba Eduardo, cómo la habría pasado su novio en ese Ejército de machos que hacía un culto de dureza y despreciaba a los judíos, los homosexuales y los comunistas.

Y pensaba los modos mediocres e hipócritas en los que Eduardo había vengado en muchos compañeros de trabajo el dolor de esa pérdida.

Cuentan que muchas de las tareas complicadas o desagradables, en el Regimiento 3, le tocaron “por judío” a un colimba, que después sorprendió a todos cuando a bordo del Canberra tocó en el piano de cola del crucero de lujo el Himno Nacional.

-No pensé que era tan argentino hasta ese momento- me dijo uno de sus compañeros el año pasado.

Si el pianista hubiera muerto en Malvinas, el monumento que lo recuerda como “héroe de la patria”, al igual que a otros muertos que lo verduguearon, lo estaría escarneciendo por toda la eternidad. Imagino las virtudes patrióticas que le hubieran adosado por defender un puesto avanzado al que había ido a parar como castigo.

¿Qué hubiera pasado si los estaqueados que permanecieron así mientras caían las bombas británicas sobre ellos, hubieran muerto?

¿Serían muertos en combate?

Roque Claudio Zabala es un correntino que combatió con la Infantería de Marina en Malvinas. Su posición estaba cerca del monte Williams. Y cuenta de qué modo pagó un compañero robarle comida a un cabo:

Aparte de darle unos culatazos con el fusil, hizo preparar una, no el típico estaqueo de pies y manos estirado, como le estaqueaban a Juan Moreira. Le ató las manos atrás, los pies, y lo hizo llevar con dos milicos unos doscientos, trescientos metros de la posición, y se dirigió a todos y dijo: “al milico que vea que lo asiste a este soldado, l va a hacer compañía” y yo por supuesto por dentro me mordía, lo apreciaba, un camarada que estábamos codo a codo en el frente de combate.

-¿A dónde lo llevaron esos doscientos metros? ¿Y cómo lo dejaron?

Acostado, atado de pies y manos sobre la turba, y dice “tírenle una mana encima”, y los compañeros le titaron una manta encima, esa noche nevó, esa noche llovió, nos dieron como en la guerra, caían petardos de todos lados. Entonces yo nunca me voy a olvidar, de la posición que yo estaba, me arrastré no sé cuántos metros, te puedo decir quinientos, trescientos y capaz fueron cien, por ahí no medí la distancia en un lugar como ese, y le digo “negro, te traje agua”, me dijo “no, Zabala, rajá de acá, viste lo que dijo el cabo Lamas” (…) Le di agua, cuando trajimos la comida para las tropas, yo saqué la parte de acero del casco, de adentro, y una vez cargué polenta, me acuerdo, y fui y le daba. Por eso digo yo siempre, a mi me emociona muchísimo este tema porque, si ese soldado Sinchicay vive, no sé si me va a recordar, no sé si mi nombre, pero que alguien se arrastró para darle un bocado de comida en la boca, para darle un trago de agua o cosas así porque no es joda estar en las adversidades del tiempo, en la lluvia, en la nieve, atado tres días de pies y manos.

 

El testimonio de Zabala está incluido en el libro Corrientes en Malvinas, que recopila una serie de denuncias por violaciones a los derechos humanos que fueron presentadas  en un Juzgado de Tierra del Fuego. El correntino concluye su testimonio explicando por qué siente que es importante su testimonio:

 

Estamos haciendo un pequeño programa de radio para que la ciudadanía sepa lo que fue Malvinas, lo que fue la gesta heroica de pibes de 18 años que nos llevaron a lugares si querer, y no por estar arrepentidos. Porque yo siempre digo a nosotros nos dicen juráis a la patria defenderla hasta perder la vida y yo sin esa frase fui a defender mi patria, y no alcancé a jurar a la bandera cuando defendí Malvinas y lo hice con mucho orgullo y lo llevo en la piel. La celeste y blanca está encarnada en mi cuero.

 

Imagino las caras en un homenaje estatal a los muertos en la guerra, si pudieran leerse testimonios como este junto a otros de coraje y sacrificio que también conforman listas extensas: Carrascul, Estévez, Silva, Guadagnini, Volponi, Cao… Imagino cómo se retuercen los huesos de tantos muertos a los que se les debe respeto frente a relatos como el de Zabala y otros.

A lo mejor es cierto que las naciones no pueden recordar las guerras de otro modo que no sea este. Cuando terminó la guerra del ‘14, el país que nos venció en Malvinas escogió un soldado desconocido que enterró junto a sus reyes, en Westminster. Para ser el muerto de la nación, tuvo que ser el más anónimo de todos. En Francia y en Italia, lo mismo. Se idearon complicados sistemas de sorteos para asegurarse que la identidad del muerto fuera completamente ignota. Se buscaron tumbas desconocidas de cada uno de los campos de batalla, se exhumaron los soldados allí enterrados, se los ubicó en cajones nuevos, idénticos, y un soldado con los ojos vendados finalmente señaló al Elegido.

No deja de ser curioso que la forma más perfecta de justicia a los caídos sea asegurarse de que nadie sepa quiénes son, y cambiarles el nombre.

El Cenotafio, en definitiva, es una tumba donde no están los muertos.

Quiénes son puede ser algo que cambie con el tiempo, materia prima de los proyectos, los manuales, los partidos.

Quiénes fueron, qué hicieron esa es la pregunta que los mantiene vivos, allí donde estén.

Pero si el camino es irreductiblemente este que llega al Cenotafio, la alternativa es la construcción de una comunidad que nos satisfaga, que sea digna de sus hijos.

Una patria en la que valga la pena vivir.

Como en tantos otros aspectos de nuestro pasado, falta aquí la justicia.

Casi escribo “una patria por la que valga la pena morir”, pero es una frase excesivamente fuerte, aunque es lo que aprendimos a jurar en cuarto grado, a los diez años, la que juraron Sinchicay, estaqueado tres días, Lamas, el cabo que ordenó el castigo, Zabala, cuya guerra personal dentro de la guerra fue arrastrarse bajo fuego británico para darle de comer a un compañero castigado, y que sin embargo “lleva la celeste y blanca en el cuero”.

¿Un estado que pide perdón a sus ciudadanos para luego honrarlos como combatientes en una guerra pero también como a víctimas de su propia desaprensión y su autoritarismo es un estado indigno?

Tristano, el viejo resistente de la novela de Tabucchi, es un héroe de guerra italiano que le dice al escritor que lo entrevista para escribir sobre su vida:

-Sólo los fascistas aman la muerte.

Sólo los fascistas aman la muerte, pero hasta tanto la verdad no haga justicia a los muertos, no podemos dejar que hablen ellos solos sobre ella. En plena Segunda Guerra Mundial, George Orwell  escribió advirtiendo acerca de las consecuencias de abandonar los vínculos asociados al patriotismo y la tradición:

 

¿Qué razón ha mantenido a Inglaterra en pie durante el pasado año? En parte, sin duda, una vaga idea de un futuro mejor, pero principalmente, la emoción atávica del patriotismo, el arraigado sentimiento de las gentes de habla inglesa, que se creen superiores a los extranjeros. Durante los últimos veinte años, el principal, propósito de los intelectuales ingleses de izquierda ha sido romper este sentimiento y, si lo hubieran conseguido, estaríamos viendo a las patrullas de las SS por las calles de Londres en estos momentos. Al mismo tiempo, ¿por qué están luchando los rusos como tigres contra la invasión alemana? En parte, quizás, por un mal recordado ideal de socialismo utópico, pero principalmente en defensa de la Santa Rusia (el sagrado suelo de la patria, etc.), a la que Stalin ha hecho revivir de una forma ligeramente alterada. La energía que da hoy forma al mundo surge de las emociones –orgullo racial, adoración a un líder, creencias religiosas, amor a la guerra- que los intelectuales liberales describen mecánicamente como anacronismos, y que han destruido tan completamente en ellos mismos que han echado a perder todo su poder de acción.

Allí está Orwell, cualquier cosa menos un fascista, para advertirlo: lo que le permitió a muchas comunidades sobrevivir y defenderse en un instante de peligro fue la apelación a valores muchas veces mirados peyorativamente, despreciados o alejados como un peligro. No debemos cometer ni el pecado de omisión, ni el de negligencia, dice el autor de 1984.

En Italia, el historiador Alessandro Portelli investigó minuciosamente la masacre de las Fosas Ardeatinas para desmontar el mito de la derecha que adjudicaba las culpas de los asesinatos perpetrados por los alemanes en Roma a los partisanos. El mito dice que los alemanes publicaron un bando en el que avisaban que si los responsables del atentado no se entregaban, fusilarían a prisioneros al azar en represalia. Portelli pudo probar que ese bando nunca existió:

 

He entendido concretamente algo que sabía en teoría: una tradición es un proceso en el que también la simple repetición significa una responsabilidad crucial, porque el sutil encaje de la memoria se lacera de modo irreparable cada vez que alguien calla. No es solamente en África donde, como decía Jomo Kenyatta, se quema una biblioteca cada vez que muere un viejo; también en Italia, cada vez que un antifascista calla, se quema un pedazo de libertad.

 

En los monumentos es muy difícil separar la paja del trigo. Acaso no sea ese el lugar adecuado para elegir. Porque además de todo, hay mucho dolor allí como para hacerlo. Es cierto que hay un espacio irreductible donde las cosas no se discuten, que es el del dolor y el de lo vivido que sólo el que lo transitó conoce, y por eso no hay que dejar que se lleven a ese lugar sagrado las banderas, los símbolos, las consignas y los nombres.

Porque este es un duelo, y allí no los podremos tocar.

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