Toda amenaza tiende a cumplirse aunque sea en forma de ensoñación o de pesadilla. Una niña sale a buscar helados y su imaginación construye un universo paralelo.
Ella dijo “vayan ustedes, yo las espero acá que corre una linda brisa”. Estaba sentada en el banco de mármol del porche. Encima, en la pared, había una pintura del Sagrado Corazón con el manto de un rojo desteñido y una especie de vestido o túnica celeste fuerte. Mi abuela siguió: “a mí tráiganme de crema portuguesa y de dulce de leche. No vayan saltando en el puente. Anden con cuidado. Silvita, cuidala a la nena”. La perra, de oírnos correr, se había puesto a ladrar como loca. “A la Pinky traíganle uno chiquito de frutilla”, nos dijo.
Para llegar a la heladería había que pasar la estación y salir por un corredor a la avenida. Empiezo a subir por el puente, por los escalones metálicos. Miro hacia abajo y veo que el piso se mueve. Justo donde están los tornillos, enormes, las placas de fierro tienen un leve movimiento. En la tierra se ven las vías, los yuyos que crecen entre las piedras, los papeles que el tren levanta cuando pasa.
Todavía no se oye el ruido del tren. Pero ya bajaron la barrera de Roca y suena la campana. Ya viene. Está frenando. Entonces corro. Subo rápido lo que queda de los escalones. Tengo que llegar al otro andén y agarrar el corredor que da a la avenida antes que empiece a bajar la gente. Mi abuela me dice siempre que tengo que cuidarme que no me alcance alguno que bajó del tren, me agarre de un brazo y me meta de prepo en un vagón. “Te pueden llevar”, me dijo. “¿Quién?” “Uno que baja del tren, te ve y te mete a la fuerza. Y el tren arranca y te vas, te lleva vaya a saber hasta dónde. Puede bajarte en Núñez, o capaz que en Belgrano y ahí te mete en un colectivo que va hacia Flores. O si no, cuando llegan a Retiro, te lleva a la estación del San Martín, te sube en un tren que va a San Luis, y ahí no te encuentra nadie. Capaz que te baja en Villa Mercedes, o antes, en Vicuña Mackenna”.
Tengo que llegar a la avenida antes que la gente empiece a salir del tren. Camino con cuidado, me fijo bien los escalones. No tropezar.
Hay un gordo que baja del tren y está mirando hacia el puente, me ve. A ver si me agarra. Tiene un chaleco apretado, de lana. El cinturón como abierto, una camisa celeste sucia de la que le sobresale la panza. Viene hacia mí y de pronto veo una mano ancha, los dedos redondos como salchichas, pero peludos, que me agarra el brazo. Me arde de tanto que me aprieta. Le veo la cara, la boca hinchada, los labios igual que los dedos. Respira y se le mueve la papada, y no me suelta el brazo, no puedo gritar, no tengo tiempo de llamar a mi abuela, que se quedó en el porche esperando que le llevemos el helado. Me sube al tren, el guarda ya tocó el pito y el tren arranca. Y le miro la panza que se mueve entre los botones de la camisa celeste. No me suelta el brazo, tiene los dedos rojos de tanto apretarme. Queda atrás el cartel de Vicente López, de Rivadavia. Pasa Núñez y no me baja, pasa Belgrano y entonces ya no me va a subir a un colectivo y llevarme a Flores. Seguimos en el tren hasta Retiro, no siento el brazo, lo tengo dormido de tanto que me aprieta. Entonces en Retiro capaz que me va a llevar hasta el hall del San Martín y me va a subir en un tren para San Luis, qué voy a hacer si me lleva hasta San Luis. Entonces grito, antes de que me lleve hasta el San Martín, grito en Retiro del Mitre, se oye el eco en el techo de hierro, se sobresaltan las palomas que estaban quietas en las columnas, grito en el hall porque el gordo me obliga a bajar del tren y caminar hacia el San Martín. Me tapa la boca con la otra mano, igual de gorda que la que me aprieta el brazo, pero menos roja, y no puedo gritar. Empiezo a patearlo y no lo dejo caminar, me aprieta el brazo y me respira en el cuello con olor a vino. Y me atraganto con los dedos como salchichas en la boca, quiero decirle que no me lleve a San Luis ni a Villa Mercedes, que mi abuela me está esperando con la Pinky para tomar un helado. Empiezo a toser, me asfixia con esos dedotes y lo quiero morder, pero me trabó la mandíbula y no puedo. Y en eso veo un guarda, viene un guarda de uniforme gris y gorra, muevo el brazo que tengo libre para que me vea, para que se dé cuenta que el gordo me quiere llevar al hall del San Martín y subirme en un tren para San Luis. El guarda se acerca y el gordo le dice que yo le quise robar, que él me llevaba a la oficina por ladrona. Y el guarda dice que me suelte, que me saque la mano de la boca. Me la saca y empiezo a escupir, escupo baba, saliva, me atraganto y las palomas siguen agitadas en los tirantes de Retiro del Mitre. Y entre mocos y toses digo que no, que no robé nada, que él me quiere llevar al San Martín. El guarda camina en el medio, el gordo de un lado y yo del otro, y me agarra, pero suave, del otro brazo, y vamos para la oficina, sigo diciendo que no le robé, y el guarda afloja la mano, casi no siento la presión en ese brazo, aunque el otro todavía me arde y está como dormido. Me doy vuelta y veo en el andén un tren con las puertas abiertas, y en vez de ir a la oficina, me suelto y empiezo a correr en dirección contraria hacia el tren. Tan rápido que me da viento en la cara. Me subo como volando, me duelen además del brazo, la boca y la mandíbula. Apenas llego, se cierran las puertas, el corazón me salta en la boca. El tren sale, arranca, de a poco pasa los hierros de la estación, ojalá que sea el que va para Tigre, sí, tiene que ser, porque los que van a Suárez salen de otros andenes. Pienso si este no será el Estrella del Norte que va para Tucumán, a ver si en vez de que el gordo de las manos como salchichas me lleve a San Luis me voy sola a Tucumán. Todavía el tren anda despacio, me apoyo para descansar y miro para atrás a ver si me sigue el guarda. Cuando se termina el techo de hierro el tren empieza a tomar velocidad, y corro por los vagones, tengo miedo de que el gordo se haya subido. Paso el furgón donde hay un hombre con unos cajones sucios de plumas y de caca, deben tener gallinas, cómo ensucian las gallinas, el gallinero del fondo de casa está lleno de plumas y todo cagado. Mi abuela que me está esperando en el banco del porche con la Pinky siempre rezonga porque las gallinas ensucian todo, cagan los postes, el piso, el galpón de al lado del gallinero. Llego al primer vagón, hay asientos libres, no me quiero sentar sola, ahí hay una señora mayor, debe ser buena, me siento al lado de ella. Le quiero decir, señora, por favor, ayúdeme, un gordo me agarró y me llevó hasta Retiro y me quiso llevar para el San Martín a subirme en un tren a San Luis, mire cómo me dejó el brazo de tanto apretarme. Tengo que ir hasta Vicente López, ahí atrás de la estación, en el porche debajo del Sagrado Corazón me espera mi abuela con la Pinky, nosotras subimos al puente de la estación para comprar helados, a ella uno de crema portuguesa y no me acuerdo qué más, y también para la Pinky, que se quedó ladrando y le gustan de frutilla. El tren tarda demasiado en cada estación, no llegamos nunca, ella debe estar esperando en el banco de mármol, dijo que había una linda brisa, y la perra estará todavía ladrando. Y el tren que llega a Vicente López y por suerte puedo bajar, todavía miro para atrás para ver si no me siguió el gordo o el guarda de Retiro. Tengo la respiración entrecortada. Salgo rápido del andén y empiezo a subir el puente, primero la escalera, piso los escalones de fierro que se mueven, todavía se ven los rieles aunque los yuyitos que crecieron entre las piedras casi no se ven. Por suerte no viene ningún tren, así que corro por el puente, bajo por la otra escalera, salgo de la estación hacia la heladería. Ya casi oscureció y en el corredor que da a la avenida se abrieron las damas de noche, violáceas, y huelo el olorcito que viene del río. ¿Se llaman dama de noche o caballero de la noche?
Y veo a Silvita que viene de la heladería y me dice, “qué hacés, te quedaste parada en el puente, siempre te quedás papando moscas esperando que pase un tren. Vamos que es tarde”.
Volvemos corriendo para que no se derritan los helados en el paquete. Mi abuela se pone a comer tranquila el de crema portuguesa, “qué bien que hacen la crema portuguesa en Palomeque”, dice, y yo agarro el vasito con frutilla para la Pinky. Siempre le traemos de frutilla, ella dice que es más sano, que no le hace mal al estómago, porque a los perros hay que cuidarles el estómago. Me siento en el banco de mármol, debajo del Sagrado Corazón, todavía estoy agitada y me duele el brazo. De la estación llega la bocina del Estrella del Norte. Empiezo a darle el helado a la Pinky con una cucharita, me lame la mano, mueve la cola, salta. Cuando ya se lo chupó casi todo, le doy el vasito para que se lo lleve abajo del banco de mármol y lo agarre con sus patitas. “Mirá como le gusta- dice mi abuela- se lo tragó entero. Se le va a helar la garganta”. “¿A los perros también les dará dolor de cabeza cuando toman muy rápido el helado?”- le pregunto.
Nora Mazziotti es ensayista y narradora. Entre sus libros, La industria de la telenovela, La cordillera y Milonga perdida.
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