Un mecánico que arregla un auto y un cliente desconfiado que lo hace sospechoso del robo del estéreo y luego se arrepiente. En su acto de redención, recibe un gualicho.
El auto estaba exactamente donde yo lo había estacionado el lunes al final de un extenso pasillo donde el chapista había instalado su galpón, a pocas cuadras del Parque Flora Tristán. Había otros dos vehículos que no estaban aquel día. El tipo de pocas palabras, cabellos largos y mirada insondable me estrechó la mano.
Después del saludo me preguntó cómo veía el auto. Como el trabajo de chapa y pintura se revelaba impecable no tuve más que agradecerle por la excelencia en el oficio. No quise mirar mucho más, incluso brillaba con más vigor que cuando lo había dejado.
– ¿Quiere que se lo saque el chango? -me dijo señalando a su ayudante, siempre sosteniéndome firme la mirada.
– Dale, me harían un favor. Soy medio inútil y estoy hecho un boludo últimamente, soy capaz de chocarlo otra vez.
Sin exagerar una burla, apenas con una mueca risueña, hincando mis ojos con los suyos, hizo un ademán con la mano y sacó del ostracismo a su ayudante, quien
fregaba un cuatro puertas bajito, color rojo, que observé sólo de soslayo. El muchacho se acercó, también me extendió la mano e intentó mirarme con igual firmeza. Por una suerte de hipnosis que yo tenía con el mecánico, casi no le presté atención al ayudante.
– Viejo, voy a buscar la plata mientras él saca el auto -le dije.
– Meta, maestro -contestó otra vez poniéndome en foco.
Salí, subí a la camioneta de mi amigo, quien me sugirió que levantase el vidrio antes de contar los billetes. La devaluación de la moneda venía depreciando el valor de los antes jugosos papeles de 100 pesos, igualmente mi capital estaba dividido en billetes de esa denominación. Hice el largo conteo y lo repasé con mi amigo, él contaba 51 billetes y debían ser 50. Otra vez me reconocí algo inútil y saqué un billete y me lo puse en el bolsillo, me colgué el bolso y bajé despidiéndome del amigo que me había aventado hasta el chapista.
– Tomá, viejo, fijate.
Le pasé el manojo de billetes al chapista, lo capturó y respondió sonriendo con más relajo:
– Está bien, no se preocupe.
– No, contalo porque con aquél -señalé la camioneta que todavía no se había marchado no
nos pusimos de acuerdo y capaz faltan 100 -el mecánico se sonrió, más suelto de cuerpo, y empezó a pasar los papeles con el pulgar derecho.
– Listo, está justo. Cualquier cosita que necesite, me avisa.
– Buenísimo, nos vemos, viejo. ¿Cómo te llamás?
– Gustavo, acá todos me conocen como Tavo. ¿Y vos?
– David… -improvisé mientras él me sostenía la mirada sin apresurarse a interrumpirme:-, pero acá todos me conocen como el rey -bromeé.
. . .
Reímos levemente. Ahora sé que él habrá pensado: “El rey de los boludos”. Al verme salir, mi amigo arrancó la camioneta tocando bocina. Crucé la calle y me subí al auto, olía perfumado y evidentemente estaba limpio. Lo encendí y me fijé que no se había disminuido el medidor de combustible; intacta la cantidad de nafta. Bajé el vidrio y saludé a Tavo, no me esquivaba la mirada mientras cerraba el portón. A las ocho o nueve cuadras me detuvo un semáforo, me acordé del estéreo. No estaba por ninguna parte. Tengo memoria endeble para algunas pequeñeces de la vida cotidiana. Podía estar olvidando que lo había dejado en casa, pero tenía un recuerdo vívido de haber decidido dejarlo en el auto, confiado por las referencias de quien me había recomendado al chapista.
Estaba convencido de que me lo habían robado. El mecánico, su ayudante o quien sea, pero me habían robado el estéreo. Me atacó una iracundia, después puse en el balance el módico precio que me había cobrado por la excelente labor de chapista y aun sumando el robo era más barato que lo que otros referentes del rubro hubieran cobrado por el trabajo de chapa y pintura.
Me había choreado, ¡carajo! Yo no soy dueño de nada, el auto es lo primero que me compro, un poco porque los años te van volviendo pajero, un poco porque la vida de periodista precarizado te obliga a tener tu propia manera de llegar a los hechos y un poco porque facilita las cosas cuando se vive una crianza compartida. Es cierto que no compré el auto porque hubiese tenido estéreo, pero eso no le daba al chapista derecho a robármelo.
Llegué a casa y revisé mis cajones y escritorio. Arriba de la biblioteca y en el armario. El estéreo no estaba por ninguna parte y sólo habían pasado cinco días desde que lo había visto por última vez, la mañana del lunes que había dejado el auto en el chapista de barrio Mosconi. No podía estar muy lejos.
El estéreo no estaba.
Pensé en volver al chapista y cagarme a piñas en honor a mi estéreo, mío y sólo mío. Algún esforzado en justificar esa actitud hubiese dicho que “la cosa no es el estéreo sino la actitud de garca”, alguien más solemne hubiese hablado del honor y un/a tercero/a hubiese dado un matiz personalista a la apología sosteniendo que en un robo se ultraja la confianza. Sólo la hombría de volver a enfrentarlo envolvería el ilícito de un manto de justicia. Justicia por mano propia.
Me senté sobre la cama y lo medité un par de veces, no voy a decir que no se me cruzó por la cabeza volver a Mosconi con algún elemento de intimidación que pudiera ser un arma en caso de perder los estribos.
Se me puso la mente en blanco y tuve reminiscencias de la entereza con la que Tavo me había mirado desde que había llegado al taller. Su manera de robar había estado cargada de una deliberada búsqueda de consenso. La mecánica del auto, intacta; la nafta del tanque, intacta; el arreglo de chapa y pintura, prácticamente perfecto; el precio, barato. La mirada, siempre fija sobre la mía.
Había sido un ladrón digno y sagaz, había puesto a prueba mi voluntad de poseer. Se había burlado de mi sensibilidad de propietario, aunque más no sea de pequeñas cosas como un estéreo. Intuyó con agudeza que yo no iba a denunciarlo a la policía ni enfrentarlo para que resolviésemos el asunto a las trompadas. Él sabía que para mí sería una encrucijada entre mi súper yo socialista y mi yo pequeño burgués. Lo supo todo el tiempo.
. . .
Al despertar, la mañana del domingo, me subí al auto para ir a lo de mi viejo. Me esperaban unas milas a la napolitana. Cuando tiré el asiento para atrás pensando en acomodar la alfombra de goma, apareció el estéreo. Me di cuenta que era un prejuicioso de mierda. Encima de la contradicción por culpa de la arraigada voluntad de poseer, en todo momento había supuesto que me habían robado y no que yo había buscado mal. Incluso había estado cerca de volver a increpar al chapista con un palo en la mano. Qué imagen decadente.
Me propuse un acto de redención, conduje hasta el taller y le toqué el portón de sorpresa. Tavo salió después de unos minutos y en ningún momento se mostró sobrecogido por mi regreso.
– ¿Cómo está maestro?
– Bien viejo. Me fui de acá pensando que me habías robado el estéreo y hoy vi que lo tenía abajo de la alfombra del asiento. Me sentí un prejuicioso de mierda y se me ocurrió venir a regalártelo.
Como acostumbrado a situaciones de ese tipo, el chapista respondió calmado:
– Ahh…no tiene por qué regalarme nada.
– Insisto, es una medida que me impongo para no ser tan materialista -expliqué con circunspección.
– Tengo una idea: yo le doy otro estéreo a cambio.
– ¿Un intercambio de estéreos? Pero no me estaría imponiendo ningún castigo por haber sido prejuicioso con vos.
– Usted ya hizo su aprendizaje viniendo aquí de vuelta. Acepte éste a cambio.
Levantó una caja que tenía sobre la mesa, como si ya estuviese preparado para volverme a ver, y me la pasó con la mano derecha. Con la izquierda se estiró para recibir mi estéreo.
Lo saqué y lo coloqué antes de irme. Automáticamente se reprodujo un tango clásico, supuse que era la radio. “Que el mundo fue y será una porquería ya lo sé…”. Satisfecho, aceleré la marcha.
“…es lo mismo el que labura noche y día como un buey que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura o está fuera de la ley”. Se apagó tras el último verso. Tiré el auto al costado y volví a encender el aparato de audio: “Que el mundo fue y será…”.
Manipulé todos los botones, era la única canción que sonaba. Se reproducía una vez y luego se apagaba. Vaya cambalache, el estéreo que recibí estaba engualichado.
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