Uno de los grandes temores de los crueles es fracasar en su intento de causar daño. Un ómnibus en plena Edad Media árabe, un cadí ofendido pone en marcha una absurda máquina de destruir.

En el año doscientos de la Egira, ya existían los ómnibus en aquel remoto reino de las profundidades de Arabia. ¡Yah, Alah!: ayúdame para que por lo menos, por respeto al Diván, con su nube de emires, califas, sultanes, cadíes, imanes, derviches, calendas y creyentes, yo diga la verdad siquiera esta vez. Sea yo veraz, aunque Dios mienta.

Existían los ómnibus, repito, sólo que. al no haber electricidad, ni estar solucionado el problema tecnológico de los motores a explosión, arreglaban las cosas con un motor más voluminoso. Consistía éste en una cámara grande como una habitación, donde quince esclavos hacían girar una enorme rueda conectada a un engranaje, que a su vez movía las pantaneras del ómnibus.

Cuatro capataces munidos de látigos mojados y espolvoreados con sal, se encargaban de estimular los bríos de los terrestres galeotes. El vehículo se movía lentamente, claro está, pero en forma segura.

Cada tanto había estaciones de servicio donde los galeotes, transformados en pulpa o tocino salado, eran echados a la Gehena de azufre y llamas que arde eternamente, situada por lo general detrás de la estación de servicio.

Los muertos eran en el acto reemplazados por tropas frescas, como dicen los militares.

El cadí subió al automotor y sacó boleto de quince dracmas. Como a esa hora el transporte iba casi vacío, pudo sentarse confortablemente en un asiento del fondo y a la izquierda. Siempre que podía se instalaba atrás; en esta forma si un enemigo le hacía un signo mágico con los dedos, podía detectarlo con facilidad y tomar las contramedidas necesarias.

Mientras el artefacto autopropulsado se ponía en marcha, comenzó a recordar las más absurdas cosas. En ello estaba el cadí, trinando alegremente sus fantásticos pensamientos, sin prestar atención al traqueteo del ómnibus ni a los latigazos que se escuchaban desde el motor, cuando de pronto una vieja repulsiva que se había puesto a su lado, comenzó a toser para llamarle la atención —vanamente, por supuesto—; viendo que no le cedían el asiento —el ómnibus se había llenado en la parada anterior—,

procedió a la puesta en marcha de un operativo de más vastos alcances: algo así como la pacificación de las Galias por Julio César, o Federico el Grande invadiendo la Sajonia. Me refiero a que le incrustó en el ojo derecho un ángulo de la cartera. Desagradablemente arrancado de sus ensueños, el cadí sonrió, levantó la cabeza para mirada, y le dijo con dulzura:

—¡Yah, Alah! ¿Cómo te has atrevido a incrustarme tu cartera en el ojo, falsa e inmunda salchicha de plástico; abominable creación del Malo; a quien el Profeta —¡con él sean la Gloria y la Salsa para ensalsarlo!—confunda?

Dichas estas palabras, hizo detener el vehículo y llamó a la Guardia del Alfanje, la cual se llevó a la repelente vieja arrastrándola de las patas, por lo que su pollera aleteaba alegremente, entremezclándose con el polvo y levantándolo a cucharadas.

Una vez instalado en su despacho, el cadí pasó a administrar una rápida justicia, dejando a la repugnante vieja para postre, que habría de merendar al siguiente día. Así, mientras ingería un refrigerio, condenó a un 10% de inocentes, liberó y «sin que el juicio afecte a su buen nombre y honor» a un  20% de culpables, y el 70% restante fue sancionado más o menos como lo merecía. Todo rapidísimo y en quince minutos.

Unas veintiocho personas, entre hombres y mujeres, fueron a parar ese día al suplicio de las soldaduras; consistía en trazar sobre la piel de los condenados, con barritas de estaño y autógena, toda clase de líneas y dibujos maravillosos que parecían oropéndolas anadeando sus culos por entre elipses de plata, y que se iban entrecruzando alrededor del cuerpo como un cañamazo, terminando por formar una sola pieza sobre la carne carbonizada. No dibujaban figuras humanas porque lo prohíbe expresamente el Profeta (¡con Él sean la plegaria y la paz!). Se utilizaba oro, si era domingo; puesto que este es el metal que corresponde astrológicamente a ese día de la semana. Plomo si era sábado, etc.; y así también: hierro, estaño, plata, cobre y mercurio. El último metal mencionado no producía ningún daño por sí mismo, como es natural, pero las quemaduras del mercurio hirviendo gracias a la autógena eran más que suficientes.

Y dijo el cadí: «¡Yah, Alah! Agradezco a la Providencia que no haya un octavo planeta cuyo representante sea el platino, por ejemplo, que es carísimo»:

Los discípulos del cadí hacía rato que observaban a la asquerosa vieja carterista, haciéndoseles agua la boca.

A los fines de endosarle un espejismo o falso castigo, cosa que tuviese una pálida idea de la verdadera reprimenda que le habría de dar el cadí cuando se levantara por la mañana y diese alimento a los perros sagrados, arrancaron a la desabrida e intratable vieja las pocas muelas y dientes que le quedaban, para emparejarle las encías; en esa forma la vieja execrable y arisca podría articular mejor las palabras, e iniciar con eficiencia su defensa oral ante el cadí.

Compadecidos por lo demás ante su boca huérfana de piezas dentales, se decidieron por pura filantropía a ponerle una dentadura allí mismo sin falta. Así, comenzaron por atarla con alambres de púa a un poste, y luego, sin prestar la menor atención a los rugidos triunfantes de la maliciosa y detestable vieja, procedieron a meterle en cada encía —donde antes hubo dientes o muelas— un clavo a martillazos. Dichos trebejos estaban calentados al rojo; pero no para hacer sufrir a aquella aviesa pécora, vieja malévola e insolente, sino por su propio bien; ya que. en esa forma, las heridas cicatrizaban de inmediato. La desalmada proterva, condenable y ruin vieja, vino a quedar de esta guisa con una dentadura nueva, como de plata.

Seguramente alguien se preguntará cómo es posible dar martillazos en el fondo de una encía. Es que, estos Emires de los Dientes, habían inventado un mini martillo telescópico, encargado de producir en el interior de las fauces viejeriles, los indispensables micro climas de violencia.

Luego que a la pésima e indeseable vieja le hubo sido puesta la nueva dentadura, los Dispensadores de Dones quedaron cavilantes acerca de los méritos de la obra odontológica. En ese momento la dentadura parecía de plata puesto que los clavos eran nuevos; pero ¿qué sería de aquel argentino brillo una vez oxidados? De manera que se los arrancaron a todos, uno por uno, y luego de haberlos sometidos a un baño de acrílico se los volvieron a meter en los mismos agujeros. Como los clavos habían sufrido un proceso de engorde a causa del plástico, no bailaban sino que entraron lo más bien.

Toda esta última parte de la operación, o sea la sacada y puesta, fue acompañada por la música de la descarriada, injusta y perniciosa vieja, quien lanzaba alaridos tan magníficos que los operadores llegaron a la conclusión de que ella estaba gozando intensamente. Para tal estimación se basaron en el cuarto principio de la termodinámica, o ley del segundo orgón, de Reich. En efecto, la anatematizada y perversa vieja obligaba a tal pensamiento con sus arqueos de espalda y, sobre todo, mediante los golpes que daba con sus pies: primero zapateaba con una pierna, después con la otra, luego otra vez con la primera, etc. De lo más erótico y análogo a un violento orgasmo. Corajuda, la rabiosa vieja, dentro de su placer. Irascible, la malsufrida geronta. Soberbia, la prepotente anciana. Arrebatada y torva, gozando sola y sin invitar a nadie, aquella tenebrosa furia. Sus berridos en cambio, soberanos y nítidos, no tenían nada de lóbregos ni desdibujados ni confusos; antes bien, los mencionados alaridos parecían ovaciones; o sea: el aplauso unánime del público cuando premia la labor de un artista. Aquellos rugidos sexuales eran luminosos, nítidos, diáfanos, paladinos, inequívocos y terminantes. Sus gritos deliciosos y reconfortantes hablaban de apetencias eróticas, de públicas demandas de lecciones prácticas. Después de todo se las había arreglado para sacar provecho, la nauseabunda y malintencionada vieja. Más odiosa que nunca, la infame y fétida.

Así pues y por todo lo anteriormente referido, esos derviches, aquellos santones de la dentición, llegaron al convencimiento íntimo de que esta endiablada estaba de lo más alegre y gozosa, y que sus alaridos eran pura simulación, propia de un pudor koránico. Libres ya de remordimientos y con la conciencia tranquila, alguien propuso volvérselos a sacar y ponerle clavos de cuatro caras como los que se les colocan a los zombees, para impedir la rotación y asegurarlos a las mandíbulas.

Pero los demás se opusieron alegando razones humanitarias. En efecto: de proceder en esa forma, la maldita y podrida vieja sufriría innecesarias torturas. Lo mejor era asegurar los clavos ya puestos con un puenteo de estaño. Dicho y hecho: el Sultán de los Odontólogos en persona procedió a fundirle, arriba de las encías, una barra entera con ayuda de un pequeño soplete de llama corta y fina. Media barra en la mandíbula superior y el resto en la inferior. Comenzó por la de arriba, ya que era la más difícil, y porque a la malandrina, maligna y vomitada vieja había que ponerla cabeza abajo para trabajar mejor. Este Califa de los Dientes siempre hacía los trabajos más difíciles primero, para después tener derecho a descansar. Era un tenaz. Uno de esos hombres que no se dejan subordinar por los reveses de la vida. De los que dan la cara al Destino y lo enfrentan virilmente. Pero cometió un error, al no advertir lo obvio: el puenteo de estaño, a la fuerza habría de quemar el acrílico. Todo el primer trabajo, en vano. Sin querer le habían otorgado el derecho a burlarse a la aprovechada vieja; atrincherada dentro de su mente en ruinas, ahora podría diagnosticar fracaso, la malvada  grotesca y babosa.

El Profeta de los Odontólogos se puso rubí de vergüenza.

Cuando el cadí se levantó —y luego de sus abluciones matinales, que realizó como buen musulmán— dirigióse hasta donde se encontraba la terca, testaruda y contumaz arpía.

Sus discípulos le confesaron de rodillas que habían fracasado en su intento por poner en vereda a la incorregible, reincidente, recalcitrante y obstinada geronta. No dudaron, ni por un segundo, que el Maestro tendría más suerte.

Pasaron luego a informarle de la irreligiosidad de la impenitente vieja: atada con alambre de púa y cabeza abajo como estaba, bien podría haber dado gracias a Alah de que continuara soportándola un rato más en la Tierra, en vez de llevarla en el acto y sin más dilaciones a la quinta torca del infierno a donde seguramente iría. Pero no había rezado ni nada, aquella descreída relapsa.

También procuraron llevarla a la reflexión mediante un monólogo contrapuntístico de pinchos; así estaría preparada para pelear por su salvación mediante gentiles maneras, abdicando de su deplorable actitud; pero ni con ésas. Llegaron a la conclusión de que la despreciable e imposible vieja se hacía la loca para pasarlo bien.

El cadí ordenó que la sacaran del poste. Cuando la llevaron a su presencia fue preciso sostenerla, pues se negaba a estar parada la muy cómoda; holgando en brazos de los otros y siempre tomando ventajas la perfecta inútil. El cadí tuvo la condescendencia de preguntarle cómo se llamaba. Sin prestarle atención, la altamente maléfica comenzó a cuchichear con el Enemigo de la humanidad, su Dueño y Señor. Al menos, eso dedujeron todos ante los extraños e indescifrables suspiros, graznidos, ruidos y otras. Chismorreaba con sus gorgoteos, sin duda para mantenerlo informado de las últimas novedades en la Tierra. Firme hasta el fin en sus herejías y blasfemias, aquélla, poco temerosa del Cielo, cerda. Testaruda, en su desviación contumaz. Pecadora, la obstinada sectaria.

Inexpugnable, en su atrevida desfachatez. Inconquistable, en su audaz desvergüenza de vieja puta. Invencible, en su temeridad petulante y díscola. Para dar lástima —sin sospechar que el magistrado ya había sido advertido —, la ridícula y zalamera vieja escupió sangre e hizo otras mil gitanerías delante del cadí a los fines de seducirlo. Ingobernable, la cerril e insolente vieja. Deseaba robar el tiempo de los otros mediante engaños, la falaz y codiciosa anciana. El cadí comprendió finalmente, que aquella atroz pésima, con sus gemidos, balbuceos, sangre y continuos desplomes, no se proponía otra cosa que una maniobra parlamentaria de obstrucción. En eso estaban cuando ella lanzó por la boca una especie de palabras; pero todo muy amanerado. ¿Qué habría querido decir con algo tan impreciso y equívoco, la ambigua vieja? Desconfiaron de la cínica, procaz e impúdica. Triste experiencia tenían con la descarada anciana. Desvergonzada, la geronta.

Por orden del cadí le fueron pasados rodillos ardientes por culo y espalda, como quien pinta. Era cosa de ver cómo saltaba la vieja mentirosa, para llamar la atención. Se le dijo que con pataletas e histerias no iba a conmoverlos.

¿Por qué no hablaba en su descargo, si se había cometido un error con ella?

El cadí era un hombre clemente, sensible y proclive a la piedad. No se habría negado en modo alguno a escucharla.

Bien sabía la indignante, astuta y escurridiza vieja, que ningún argumento que esgrimiese podría haber justificado su malévolo acto carteril anti ojo. Se negaba a explayarse; rehusaba hablar, la silente vieja. Era capaz de morirse, exclusivamente para molestar y escapar a su castigo que, por otra parte, aún no había sido determinado. Entonces comenzaron a observarse signos de abdicación, por parte de la desfachatada vieja. Parecía desolada, como a punto de entregarse, abrirse a ellos. El cadí, como es natural, jamás quiso castigarla, sino sacar de su descarrío, desviación y error, a la renunciante decrépita. Se veía meditabunda y deprimida, la desalentada geronta. Parecía que iba a hablar, apelando a la clemencia siempre infinita de los magistrados.

Pero por la expresión de astucia que observaron en un recoveco del cachete que aún poseía, comprendieron que había conseguido engañarlos otra vez y con una nueva insolencia.

Entonces decidieron que, por lo menos, le transformarían las tibias en flautas. Descarnadas que éstas —las extremidades— fueron, a la caminante vieja le cortaron las piernas a la altura de las rodillas, porque todo lo situado desde ese paralelo hacia abajo, molestaba para la construcción de las mencionadas flautas. Luego se procedió a vaciarle el interior de las referidas tibias con baquetas como las que se usan para limpiar los fusiles, y practicaron siete perforaciones sucesivas en cada una para lograr las citadas máquinas de música. Dos flautistas procedieron entonces a tocar sobre la instrumentada vieja.

Ante los gorgoteos con metrónomo y diapasón de la musical vetusta —por alguna ignota razón se asemejaban mucho a los de un agonizante, pero no era eso en absoluto—, todos supusieron que ella pensaba emitir algo en su descargo y se acercaron para escucharla, provistos de cuadernillos y lápices de puntas filosas. El cadí, incluso, inclinó algo su regia cabeza hacia la dicharachera anciana.

Escupió un poco más de sangre. Otro gorgoteo, gemidos, y más sangre hasta completar un cuarto de pinta. Nadie le reprochó esta nueva hazaña; todos lo tomaron como algo muy natural; equivalía a la afinación de los instrumentos por parte de una orquesta. Ahora vendría el concierto. Se le  dio tiempo; esperóse pacientemente. En vano. Estupefactos comprobaron que no tenía la menor intención de explayarse, la necia, torpe y estólida y portentosa vieja.

El egregio, sublime y altísimo cadí, tomó aquel silencio como una rareza excéntrica. Extravagante, la abultada vieja. Tomó entonces la resolución de sacarle un poco más de carne; hacer marchar al destierro a otra parte de sus bienes corporales. Aquí se acabaría toda la farsa. Terminarían para siempre las patrañas, jugarretas y triquiñuelas de la tramposa vieja.

El verdugo oficial la tomó para sí e hizo travesuras, efectuando —como buen matemático que era— algunas permutaciones y reemplazos de ovarios y orejas; hasta que el cadí, fastidiado, le dijo que cesase de importunar a la disgustada vieja. La aparatosa y alharaquienta anciana estaba muy llamativa con toda la carne levantada. Rumbosa, habiéndose hecho pis y caca encima aquella cochina.

Deshonesta al mostrar sus huesos para erotizarlos y que así se olvidaran del castigo. La muy obscena vieja. Grosera y liviana, la descortés provecta. Ya que la cartera que introdujo al cadí en un ojo fue a causa del asiento, entonces le fabricaron un trono de hierro calentado al rojo, para que desde allí pudiera responder a la acusación. Medio reculaba desconfiada, la recelosa y suspicaz vieja.

Cuando la sentaron en el trono, ¡Yah, Alah!: recordó a la buena y briosa vieja de un principio. Chocha, la encanecida matriarca. Se retorció lujuriosa la impúdica, como no queriendo perderse ni una poca de aquella pagana, druídica fiesta. Relajada, la sádica e inmoral licenciosa. Burlona la incontinente, lúbrica y obscena sicalíptica. Una tarquinada, la indecorosa disolución de la Luzbel vieja.

Y después se quedó muy quieta. Quietísima.

El cadí sospechó algo tremendo. Ordenó a sus discípulos que le tomaran el pulso, temiendo lo peor. Hizo sátira de ellos con su senectud inexpugnable y triunfante, la madura pimpolla. Sarcástica, esta venenosa anciana. Irónica, esa cáustica y mordaz vieja. Punzante, aquella insurrecta sardónica. Rebelde y todavía amotinada, la facciosa. Mediante sus estratagemas sigilosas, la tortuosa vieja se les había ido transformando en alegoría. Una rareza, la sin par bribona. Persistente, esa malévola decrépita. Se moría, y con ello escaparía al  castigo. Se sentían culpables; se reprochaban el haber fallado por perezosa irresponsabilidad. No habían sabido tocarle la tecla del dolor, a causa de una mezquina neurastenia, dejadez u olvido. Se moría antes de tiempo a causa de un descuido indolente y apático, por la inveterada desidia y la deliberada incuria. Se moría sin haber sido torturada, ni sancionada, y ni siquiera reconvenida. Se moría.

Y se murió nomás, la desobediente vieja.

Cuando la pira celestial incineró su último muerto —no bien cesó de funcionar ese antiguo horno crematorio, perseguido de cerca por las vengadoras sombras—, el cadí fue a la mezquita. Oró la noche entera para que el Profeta le perdonara su fracaso. Alah es Enorme.

 

Alberto Laiseca (1941-2016) fue uno de los más originales narradores argentinos. Entre sus libros Matando enanos a garrotazos, Los Soria y Por favor, plagiénme.