Dos chinos enigmáticos, que casi no se hacen entender, llegan a pun pueblo para ponerle fuegos artificiales al festejo de un centenario patrio. Como no les pagan, ocupan un espacio en la intendencia y se quedan a vivir.

En mi pueblo hubo solo dos chinos, uno llamado Vaca Grande y el otro Vaca Chica. Llegaron a principios del siglo pasado, contratados por un intendente para amenizar con fuegos de artificio los festejos del centenario del 9 de julio. La idea era buena, fascinó a la paisanada, maravilló a las damas, espantó los caballos y alborotó a los perros y a los chicos. Por primera y única vez, en el cielo de la plaza municipal estallaron las ruedas de fuego, los castillos brillantes y hasta el dragón imperial. Pero no alcanzó para que el intendente fuera reelegido, por lo que consideró que parte esencial del contrato de los chinos no había sido cumplido y no les pagó.

Los chinos se quedaron esperando, y terminaron por ocupar dos piezas del fondo de la municipalidad. Las piezas eran también una anomalía municipal, ya que sus puertas únicas daban directamente a la vereda alta de ladrillos, no se comunicaban entre sí, y solo una de ellas tenía una especie de patio asalvajado que también daba a la calle, donde los chinos armaron malamente una letrina con tablones, y finalmente criaron gallinas, tomates, y algunas verduras misteriosas.

Nunca se supo de dónde provino el nombre. Los chinos no hablaban una palabra de castellano, y según parece podrían haberse dado a entender en un inglés pasable, pero el único que lo sabía en el pueblo y pudo corroborarlo una vez fue el escribano, que no iba a involucrarse en esas minucias de reclamantes. Librados a su suerte, los chinos trataron de hacerse nombrar por un nombre imposible, que a veces parecía Jorge y otras Julio, aunque todos entendían Juan, pero siempre resultaba que los dos respondían al mismo. Como a falta de otra certeza el pueblo había decidido que eran hermanos, se concluyó que no podían compartir el mismo nombre, que Juan y vaca sonaban similares, y esta palabra tenía la ventaja de poder usarse como un apellido más o menos decente. Así fue como se transformaron en Vaca Grande y Vaca Chica, nombrando al más viejo y al más joven respectivamente; o al menos al más robusto y al más delgado, que con los chinos nunca se sabe.

Tampoco se sabe si los chinos se resignaron a esos nombres, pero el caso es que respondían de algún modo a ellos las pocas veces que les tocaba interactuar con alguien del pueblo. La mayoría del tiempo se la pasaban sentados en camiseta en la vereda, tomando té o algo parecido, hasta que luego de un tiempo empezaron a tomar mate, como todo el mundo. Los chinos eran pacíficos y no se metían con nadie, pero las escasas veces que algún funcionario municipal, generalmente el mismo, y generalmente cuando cambiaba el intendente, intentaba desalojarlos, demostraban un carácter temible. Incluso, decía el funcionario, disponían de un sable de hoja ancha que enarbolaban furiosos. Así que finalmente los dejaron tranquilos.

Pero los chinos, pese a su apariencia afable y estática, no eran nada tranquilos. O, mejor dicho, eran capaces de tremendos excesos. A veces se emborrachaban hasta la extenuación, y bailaban en la calle y cantaban en su idioma, y después gritaban y aullaban a la luna, hasta que el alcohol los tumbaba en medio de la huella, de donde algún alma caritativa los retiraba para dejarlos a un costado, en el pasto de la zanja.

Otras veces se peleaban entre ellos. Comenzaban una discusión por cualquier cuestión doméstica o insondable, y al rato salían a la vereda, en camiseta y posición reglamentaria de box, y se enzarzaban en combates homéricos, hasta que uno, o ambos, caían desmayados. Después de la primera sorpresa, ya hubo varios que corrieron a admirarlos, y a intercambiar apuestas, mejores y más abultadas que en las peleas de gallos. Al final, el ganador les ponía a los chinos desmayados un puñado de billetes en el bolsillo o en la mano, con los que vivían a cuerpo de rey por unos días.

Fue como resultado de una de esas peleas que su suerte cambió. Uno de ellos recibió tantos golpes que el comisario estimó conveniente llevarlo al hospital, donde estuvo internado casi dos semanas. Al final, y en forma natural, el mayor comenzó a ayudar al joven médico interno, primero en sus vendajes y luego con el resto de los pacientes. Y lo hizo con tanta seguridad y eficacia que el médico concluyó que estaba frente a un auténtico enfermero diplomado, como no los había en esas pampas atrasadas. Así que el chino Vaca Grande se quedó a trabajar en el hospital, y luego se le sumó el otro chino Vaca Chica en tareas de limpieza y mantenimiento, y con una destreza similar a la de su  supuesto hermano.

Con el tiempo se compraron dos pesadas y solemnes bicicletas inglesas, y eran los primeros en llegar al hospital y los últimos en irse. Jamás aprendieron castellano. Sólo hablaban un inglés exquisito con el médico, que apenas lo chapurreaba cuando empezó a conversar con ellos, y toda su vida afirmó que su educación comenzó cuando se sentó a tomar mate con los chinos, en ese hospital de provincia. De esa época data la única fotografía de ellos que se conserva, tomada por el médico, los dos de pie, bajo una glorieta.

Finalmente un brasero mal encendido los mató en su vieja habitación municipal, y allí el pueblo descubrió con estupor que dormían juntos y desnudos. El comisario y el médico registraron sus poquísimas pertenencias, pero aparte de unas postales melancólicas de una ciudad asiática, nada encontraron. Ningún documento, pasaporte o carta familiar. Solo hallaron, envueltas y anudadas en un pañuelo de seda, un puñado de libras esterlinas de oro.

Después de un corto conciliábulo, las emplearon con mesura y tino en construir un excelente pabellón para albergar enfermos rurales en el hospital. Allí vi su fotografía, casi jóvenes y casi sonrientes, mirando el infinito.

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