La muerte hace retroceder la propia vida a tiempos que nunca existieron. Un enterrador recibe un violín y allí toda su alma se derrama. Chejov en estado puro.
El pueblo era pequeño, peor que una aldea, y en él vivían apenas unos ancianos que morían tan de tarde en tarde que hasta resultaba enojoso. En el hospital y en la prisión había muy poca necesidad de ataúdes. En una palabra, los asuntos marchaban mal. Si Yákov Ivánov fuera fabricante de ataúdes en una ciudad de provincias, probablemente tendría casa propia y recibiría tratamiento de señor, mientras que en ese villorio le llamaban simplemente Yákov, y en su calle, por alguna razón, se le conocía por el apodo de Bronce; vivía con estrecheces, como un simple mujik, en una isba pequeña y vieja de una sola habitación, en la que se amontonaban en desorden la estufa, una cama para dos personas, varios ataúdes, un banco de carpintero y todos los enseres, amén de Marta y él mismo.
Yákov fabricaba ataúdes resistentes, de buena calidad. Para los mujiks y los pequeños propietarios los hacía basándose en su propia talla, y no se equivocó ni una sola vez, pues no había nadie más alto ni más robusto que él en el lugar, ni siquiera en la prisión, a pesar de sus setenta años. Para los nobles y las mujeres los hacía a medida, empleando para ello una vara de metal. Aceptaba de mala gana los encargos de ataúdes infantiles; los confeccionaba a la buena de Dios, de manera desdeñosa, y cuando le retribuían su trabajo, comentaba:
—Reconozco que no me gusta ocuparme de tonterías.
Además de lo que le reportaba su oficio, obtenía algunas monedas tocando el violín. En las bodas del villorio solía contratarse a una orquesta de judíos dirigida por el estañador Moisei Ilich Shajkes, que se quedaba para sí más de la mitad de la retribución. Como Yákov tocaba muy bien el violín, en particular las canciones rusas, Shajkes a veces le proponía unirse a la orquesta por cincuenta kopeks al día, sin contar las propinas de los invitados. En cuanto Bronce ocupaba su lugar en la orquesta, empezaba a sudar y se ponía rojo; hacía un calor agobiante y reinaba tal olor a ajo que hasta causaba sofoco; el violín chirriaba, el contrabajo emitía notas roncas junto a su oído derecho; a la izquierda gemía la flauta, que tañía un judío pelirrojo y enjuto, con el rostro cubierto de toda una red de venas encarnadas y azules, apellidado Rothschild, como el famoso ricachón. Ese maldito judío se las ingeniaba para impregnar de acordes lastimeros hasta las piezas más alegres. Sin razón aparente, Yákov fue concibiendo odio y desprecio por los judíos en general y por Rothschild en particular; se metía con él, le reprendía con palabras ofensivas y en una ocasión hasta amenazó con golpearle, mientras Rothschild, indignado, le decía con aire furioso:
—Si no le respetara por su talento, hace tiempo que le habría tirado por la ventana.
Luego se echó a llorar. Por esa razón sólo le proponían que se uniera a la orquesta en caso de extrema necesidad, cuando faltaba uno de los judíos.
Yákov nunca estaba de buen humor, pues sufría constantemente pérdidas terribles. Por ejemplo, era pecado trabajar los domingos y las jornadas festivas, y el lunes era un día difícil, de modo que al cabo del año se acumulaban unos doscientos días en los que se veía obligado a quedarse cruzado de brazos. ¡Y cuántas pérdidas suponía todo eso! Si alguien se casaba sin música o Shajkes no perdía a Yákov que se uniera a la orquesta, también eso constituía una pédida. El comisario de policía había pasado dos años enfermo, aquejado de consunción, y Yákov había esperado su muerte con impaciencia, pero el comisario había ido a curarse a la capital de la provincia y se había muerto allí. La pérdida podía estimarse al menos en diez rublos, pues le tenía destinado un ataúd caro, con brocado. La consideración de las pérdidas atormentaba a Yákov, sobre todo por la noche; ponía a un lado de la
cama el violín, y en el momento en que una idea semejante empezaba a acosarle, rozaba las cuerdas; el violín resonaba en la oscuridad y él se sentía aliviado.
El seis de mayo del año anterior Marta se sintió de pronto enferma. La vieja respiraba con dificultad, bebía mucha agua y no se tenía en pie, pero aún así ella misma se encargó de encender la estufa y de ir a por agua. No obstante, por la tarde tuvo que acostarse. Yákov se pasó el día entero tocando el violín; cuando se hizo completamente de noche, cogió una libreta en la que apuntaba las pérdidas de cada día y, vencido por el aburrimiento, se puso a calcular el total de todo el año. La cifra superaba los mil rublos; esa constatación le impresionó tanto que tiró el ábaco al suelo y lo pisoteó. Luego lo recogió y pasó un buen rato manipulando las bolas, al tiempo que lanzaba intensos y profundos suspiros. Su rostro se había vuelto purpúreo y estaba cubierto de sudor. Pensaba que si hubiera ingresado esos mil rublos perdidos en un banco, habría recibido unos intereses anuales de cuarenta rublos como mínimo; por lo tanto, aquella cantidad también debía considerarse una pérdida. En una palabra, a cualquier parte a la que dirigiera la vista, no encontraba más que pérdidas.
—¡Yákov! —le llamó de pronto Marta—. ¡Me muero!
Él se volvió hacia su mujer. Tenía el rostro enrojecido por la fiebre y una expresión de lo más serena y alegre. Bronce, acostumbrado a la palidez de su semblante y a su aire cohibido e infeliz, se quedó turbado. Parecía, en efecto, que su mujer se moría y que estaba contenta de perder de vista de una vez por todas esa isba, los ataúdes y a Yákov… Miraba el techo y movía los labios con una expresión de felicidad, como si hubiera visto a la muerte, su liberadora, y cuchicheara con ella.
Ya amanecía; en la ventana se vislumbraba el resplandor de la aurora. Al mirar a la anciana, Yákov recordó, sin saber por qué, que no la había acariciado ni una sola vez en toda su vida, que jamás se había compadecido de ella, que nunca se le había pasado por la cabeza comprarle un pañuelo o llevarle un dulce de alguna boda; no había hecho más que gritarle, regañarla por las pérdidas y amenazarla con los puños; cierto que nunca le había pegado, pero la asustaba de tal modo que ella se quedaba paralizada de terror. Así era, y no le había permitido tomar té, pues ya sin eso los gastos eran excesivos, de manera que ella sólo bebía agua caliente. Entonces comprendió a qué se debía ese aire de extrañeza y alegría, y se sintió angustiado.
Cuando llegó la mañana, le pidió prestado un caballo al vecino y llevó a Marta al hospital. Había poca gente y no tuvieron que esperar mucho tiempo, sólo tres horas. Para gran satisfacción suya ese día no pasaba consulta el médico, que se encontraba enfermo, sino el practicante Maksim Nikolaich, un viejo del que todo el mundo decía en el pueblo que, a pesar de que era un borracho y un pendenciero, sabía mucho más que el médico.
—A sus pies, señor —dijo Yákov, entrando con la vieja en la consulta—. Perdone que vengamos a molestarle con nuestras naderías, Maksim Nikolaich. Como ve, mi mujer se ha puesto enferma. O, como suele decirse, la compañera de mi vida, si me permite la expresión…
Frunciendo las cejas canosas y pasándose la mano por las patillas, el practicante empezó a examinar a la vieja, que estaba sentada en un taburete, encorvada y enjuta, muy parecida de perfil, con su nariz aquilina y la boca abierta, a un pájaro sediento.
—Mmm… Bueno… —exclamó morosamente el practicante, exhalando un suspiro—. Tiene gripe y tal vez fiebre. Hay casos de tifus en el pueblo. ¡Qué se le va a hacer! Gracias a Dios, la vieja ha vivido muchos años… ¿Qué edad tiene?
—Dentro de poco cumplirá setenta, Maksim Nikolaich.
—¡Qué se le va a hacer! La vieja ha vivido bastante. Ya es hora de entregar el alma.
—Todo lo que usted dice es muy justo, Maksim Nikolaich —exclamó Yákov, con una respetuosa sonrisa—, y le agradecemos muchísimo su amabilidad, pero permítame que le diga que hasta el último de los insectos se aferra a la vida.
—¡Qué se le va a hacer! —respondió el practicante, como si la vida o la muerte de la vieja dependiera de él—. Bueno, amigo, ponle una compresa fría en la cabeza y dale estos polvos dos veces al día. Y ahora hasta la vista. Bon jour.
Por la expresión de su rostro Yákov comprendió que el asunto tenía mal cariz y que los polvos no servirían de nada; ahora veía con claridad que Marta moriría muy pronto, quizá ese mismo día o el siguiente. Tocó ligeramente el codo del practicante, guiñó un ojo y dijo en voz baja:
—¿Y si le pusiera unas ventosas, Maksim Nikolaich?
—No tengo tiempo, amigo, no tengo tiempo. Llévate a tu vieja y que Dios os guarde. Adiós.
—Hágame el favor —le imploró Yákov—. Sabe usted muy bien que si, por ejemplo, le doliera el estómago o algún otro órgano, habría que emplear polvos y gotas, ¡pero ella está resfriada! Y en caso de un resfriado lo primero que hay que hacer es sacar sangre, Maksim Nikolaich.
Pero el practicante ya había llamado al siguiente enfermo y en la sala había entrado una mujer con un niño.
—Vete, vete… —le dijo a Yákov, frunciendo el ceño—. No molestes.
—¡En ese caso póngale al menos unas sanguijuelas! ¡Rezaremos eternamente por usted!
El practicante se encolerizó y gritó:
—¡Cállate ya! ¡Zoquete!
Yákov se puso también rojo de ira, pero no dijo nada; cogió a Marta por el brazo y la sacó de la sala. Sólo cuando ya se había sentado en el carro, se quedó mirando el hospital con aire sombrío e irónico, y dijo:
—¡Ya conozco yo a estos artistas! Al rico bien que le ponen ventosas, pero al pobre le niegan hasta una sanguijuela. ¡Malditos!
Cuando llegaron a casa y entraron en la isba, Marta se quedó de pie unos diez minutos, apoyada en la estufa. Albergaba la sospecha de que, si se acostaba, Yákov empezaría a hablar de pérdidas y la regañaría por estar siempre tumbada y no querer trabajar. Yákov la miraba con enfado, recordando que al día siguiente se celebraba la fiesta de san Juan Evangelista y al otro la de san Nicolás Taumaturgo, después sería domingo y a continuación lunes, un día difícil. Durante cuatro días no podría trabajar y era seguro que Marta moriría uno ellos; en consecuencia, debía ponerse a fabricar su ataúd sin pérdida de tiempo. Tomó un metro de hierro, se acercó a la vieja y la midió. Después ella se acostó; Yákov se santiguó y empezó a confeccionar el ataúd.
Cuando concluyó su trabajo, Bronce se puso las gafas y anotó en su libreta:
«Ataúd para Marta Ivánovna: 2 rublos y 40 kopeks».
Y suspiró. La vieja yacía en silencio, con los ojos cerrados. Pero por la tarde, cuando empezaba a oscurecer, llamó de pronto al anciano:
—¿Te acuerdas, Yákov? —le preguntó, mirándole con expresión alegre—. ¿Te acuerdas de que hace cincuenta años Dios nos concedió una niña de cabellos rubios? Nos sentábamos entonces en la orilla del río y cantabamos canciones… bajo un sauce— y con una sonrisa amarga, añadió—: La pequeña murió.
Yákov trató de hacer memoria, pero no fue capaz de acordarse de la niña ni del sauce.
—Son imaginaciones tuyas —le dijo.
Vino el cura, le administró los sacramentos y le dio la extremaunción. Luego Marta se puso a murmurar algo incompresible y a la mañana murió.
Unas viejas, vecinas suyas, la lavaron, la vistieron y la metieron en el ataúd. Para no tener que gastarse dinero en un chantre, el propio Yákov se encargó de leer los salmos; tampoco tuvo que pagar por la sepultura, pues el vigilante del cementerio era su padrino. Cuatro mujiks cargaron con el atáud, no por dinero, sino por consideración a Yákov. Siguiendo el féretro iban unas viejas, varios mendigos y dos chiflados; las personas con las que se cruzaban se persignaban piadosamente… Yákov estaba muy satisfecho de que la ceremonia hubiera resultado tan digna y respetable, hubiera costado tan poco y no hubiera dado lugar a que nadie se molestara. Al dar su último adiós a Marta, rozó el ataúd con la mano y pensó: «¡Un buen trabajo!».
Pero en el camino de regreso una profunda tristeza se apoderó de él. Algo no iba bien: su respiración era fébril y dificultosa, las piernas le flaqueaban, le torturaba la sed. Además, en su cabeza revoloteaban toda clase de ideas. De nuevo recordó que a lo largo de su vida no se había compadecido de Marta ni le había prodigado una caricia. Los cincuenta y dos años que habían vivido bajo el mismo techo se le antojaban muy largos, pero en todo ese tiempo no había pensado en ella ni una sola vez ni le había prestado atención, como si se tratara de un perro o de un gato. Y sin embargo, ella había encendido todos los días la estufa, había cocinado, había ido a por agua, había cortado leña, había dormido con él en la misma cama y, cuando llegaba borracho de alguna boda, ella colgaba el violín en la pared con veneración y llevaba a su marido a la cama; y todo eso en silencio, con una expresión tímida, solícita.
Rothschild venía a su encuentro, sonriendo y saludándole con la cabeza.
—Le estoy buscando, tío —dijo—. Moisei Ilich le saluda y le pide que vaya a verle enseguida.
Yákov no estaba para esas cosas. Tenía ganas de llorar.
—¡Déjame en paz! —exclamó y siguió su camino.
—¿Cómo? —respondió Rothschild inquieto, y se puso a andar más deprisa que él—. ¡Moisei Ilich se ofenderá! Ha dicho «enseguida».
La visión de ese judio sofocado, que no paraba de pestañear, con el rostro cubierto de pecas rojizas, le repugnaba. Miraba con asco su levita verde remendada de negro y toda su figura frágil y delicada.
—¿Qué quieres de mí, diente de ajo? —gritó Yákov—. ¡Deja de seguirme!
El judío también se enfadó y a su vez empezó a vociferar:
—¡Hable usted más bajo o le tiro por encima de la valla!
—¡Quítate de mi vista! —rugió Yákov, lanzándose hacia él con los puños levantados—. ¡No hay quien viva con estos sarnosos!
Rothschild, muerto de miedo, se puso en cuclillas y empezó a agitar las manos por encima de la cabeza, como para parar los golpes; luego se enderezó de un brinco y se alejó a todo correr. En su huida, daba saltos y levantaba los brazos; se veía cómo su larga y delgada espalda se estremecía. Los niños, divertidos con el incidente, le perseguían gritando: «¡Judío! ¡Judío!». Los perros se lanzaron tras él, ladrando. Alguien estalló en carcajadas y a continuación silbó; los perros aullaron con mayor fuerza e intensidad… Es probable que alguno de ellos mordiera a Rothschild, pues se oyó un grito de dolor desesperado…
Yákov estuvo deambulando por el prado comunal; luego, caminando en línea recta, se dirigió a las afueras del pueblo; los niños gritaban: «¡Ahí va Bronce! ¡Ahí va Bronce!». Llegó a la orilla del río. Las becadas revoloteaban y piaban, los patos parpaban. El sol calentaba con fuerza y las aguas reverberaban con tanta fuerza que hacían daño a los ojos. Yákov caminó por un sendero que discurría a lo largo de la orilla, vio salir de la caseta de baños a una dama obesa, de sonrosadas mejillas, y pensó: «¡Menuda foca!». Cerca de ese lugar unos muchachos pescaban cangrejos con un retel; al verlo, empezaron a gritar con aire maligno: «¡Bronce! ¡Bronce!». En ese momento llegó hasta un viejo sauce, de grueso tronco hueco, con nidos de grajos en las vastas ramas… De pronto, en la memoria de Yákov surgió, como si estuviera viva, la pequeña de cabellos rubios y el sauce del que hablara Marta. Sí, era el mismo sauce: verde, silencioso, triste… ¡Cómo había envejecido, el pobre!
Se sentó bajo su copa y se entregó a los recuerdos. En la ribera opuesta, donde ahora había un prado inundado, se alzaba antaño un frondoso abedular; en esa colina pelada que se columbraba en el horizonte, despuntaba entonces la masa azulada de un viejo pinar; algunas barcas surcaban la corriente. Ahora todo ofrecía un aspecto plano y liso, en la otra orilla se perfilaba un solo abedul, joven y esbelto como una señorita; en el río sólo había patos y gansos, y parecía imposible que en el pasado hubieran navegado barcas por su cauce. Hasta daba la impresión de que había menos gansos que entonces. Yákov cerró los ojos y por su imaginación pasaron, una tras otra, enormes bandadas de gansos blancos.
No entendía que no hubiera ido a la orilla del río ni una sola vez en los últimos cuarenta o cincuenta años; y si lo había hecho, que no le hubiera prestado la menor atención, pues el río era bastante caudaloso, nada desdeñable. Podría haber pescado en sus aguas y vendido el pescado a los comerciantes, a los funcionarios, al cantinero de la estación, y luego ingresar el dinero en el banco; podría haber ido en barca de una hacienda a otra, tocando el violín, y gentes de toda condición le habrían dado dinero; podría haberse dedicado al transporte en gabarras; cualquiera de esas actividades era mejor que fabricar ataúdes; por último, podría haber criado gansos, matarlos y expedirlos a Moscú en invierno; sólo el plumón le habría reportado unos diez rublos al año. Pero había dejado pasar todas esas oportunidades y no había hecho nada. ¡Qué pérdidas! ¡Ah, qué pérdidas! Y si se hubiera dedicado a todas esas actividades a la vez, a la pesca, a la música, al transporte en gabarras, a la cría de gansos, ¡qué capital habría amasado! Pero nada de eso había sucedido, ni siquiera en sueños, la vida había pasado sin beneficio ni placer; se había perdido en vano, de una forma absurda. Delante de él ya no quedaba nada y al mirar hacia atrás, únicamente
encontraba pérdidas, unas pérdidas tan terribles que hasta daban escalofríos. ¿Por qué el hombre no puede vivir de forma que no se produzcan esas pérdidas y esos daños? ¿Por qué habían sido talados los abedules y el pinar? ¿Por qué el prado comunal seguía sin aprovecharse? ¿Por qué las personas hacían siempre lo que no debían? ¿Por qué Yákov se había pasado toda la vida insultando, gritando, amenazando y ofendiendo a su esposa? ¿Por qué había asustado y agraviado poco antes a aquel judío? ¿Por qué, en general, la gente se hacía la vida imposible? ¡Y qué pérdidas resultaban de todo ello! ¡Unas pérdidas terribles! Si no hubiera odio ni maldad, los seres humanos obtendrían enormes beneficios unos de otros.
Durante la tarde y la noche por su imaginación desfilaron el sauce, los peces, los gansos muertos, Marta, con su perfil de pájaro sediento, y el rostro pálido y lastimoso de Rothschild; unos hocicos extraños le rodeaban por todas partes y le hablaban de pérdidas. No paró de dar vueltas en la cama y unas cinco veces se incorporó para tocar el violín.
Por la mañana se levantó a duras penas y se dirigió al hospital. Maksim Nikolaich le ordenó que se pusiera compresas frías en la cabeza y le dio unos polvos, pero por la expresión de su rostro y el tono de su voz Yákov comprendió que los polvos no le serían de ninguna ayuda. De camino a casa pensó que su muerte sólo reportaría beneficios: no tendría que comer, ni beber, ni pagar impuestos, ni ofender a la gente; y si se tenía en cuenta que las personas yacen en la tumba no sólo un año, sino siglos, milenios, el beneficio alcanzaba proporciones gigantescas. La vida sólo proporcionaba pérdidas; la muerte, beneficios. Esa consideración era justa, pero también triste y amarga. ¿Por qué rige el mundo un orden tan extraño que hace que la vida, que el hombre sólo recibe una vez, pase sin beneficio alguno?
No le apenaba morir, pero cuando llegó a casa y vio el violín se le encogió el corazón y sintió un inmenso dolor. No se podía llevar el violín a la tumba, por lo que quedaría huérfano y pasaría con él lo mismo que con los abedules y el pinar. ¡Todo en este mundo desaparecía y seguiría desapareciendo! Yákov salió de la isba y se sentó en el umbral, apretando el violín contra su pecho. Al tiempo que pensaba en su vida fracasada y colmada de pérdidas, se puso a tocar, sin darse cuenta, una música conmovedora y lastimera, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Y cuanto más se abismaba en sus pensamientos, más triste sonaba el violín.
El pestillo chirrió una vez, luego otra, y en la portezuela de la empalizada apareció Rothschild. Avanzó temeroso hasta la mitad del patio y cuando vio a Yákov se detuvo en seco, se encogió y, probablemente por miedo, empezó a hacer gestos como si quisiera indicar la hora con los dedos.
—Acércate, no te haré nada —le dijo Yákov con afecto, haciéndole señas para que se aproximara.
Sin dejar de mirarlo con pavor y desconfianza, Rothschild se fue acercando y se detuvo a un par de metros.
—¡Por favor, no me pegue! —dijo, inclinándose—. Me envía de nuevo Moisei Ilich: «No tengas miedo —me ha dicho—. Vete a buscar de nuevo a Yákov y dile que lo necesitamos sin falta». El miércoles hay una boda… ¡Sí! El señor Shapoválov casa a su hija con un buen hombre. ¡Será una boda fastuosa! —añadió el judío, guiñando un ojo.
—No puedo… —dijo Yákov, respirando con dificultad—. Estoy enfermo, amigo.
Se puso a tocar de nuevo, y algunas lágrimas brotaron de sus ojos, cayendo sobre el violín. Rothschild, de pie a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho, escuchaba con atención. La expresión de miedo e incertidumbre de su rostro dejó paso a otra de pesar y desconsuelo; alzó los
ojos como si sintiera un éxtasis arrebatador y exclamó: «¡Vajjj![41]». Unas lágrimas rodaron lentamente por sus mejillas y salpicaron su levita verde.
Yákov pasó el resto del día en la cama, angustiado. Cuando al atardecer el cura que vino a confesarle le preguntó si recordaba algún pecado en particular, él rebuscó en su debilitada memoria y volvió a recordar el desdichado rostro de Marta y el lastimero grito del judío cuando le mordió el perro, y dijo con voz apenas audible:
—Entréguele mi violín a Rothschild.
—Así se hará —respondió el cura.
Ahora todo el mundo se pregunta en la ciudad de dónde ha sacado Rothschild un violín tan excelente. ¿Lo ha comprado, lo ha robado? ¿Acaso lo ha recibido en prenda? Hace tiempo que ha dejado la flauta y sólo toca el violín. De su arco fluyen unos sonidos tan tristes como antaño de su flauta, pero cuando intenta repetir la música que tocaba Yákov sentado en el umbral, resultan unos sones tan pesarosos y desconsolados que los oyentes empiezan a llorar y él mismo acaba poniendo los ojos en blanco y exclamando: «¡Vajjj!».
Esa nueva canción ha gustado tanto en el pueblo que los comerciantes y los funcionarios no paran de invitar a Rothschild a sus casas y le hacen tocarla diez veces.
Anton Chejov (1860-1904) fue un notable dramaturgo y un refinado cuentista. Entre sus libros, La Gaviota, el tío Vania y Gente sombría.