Un hijo que llega puede ser un terremoto como el que suena en una banda de heavy metal. Todo se alborota, para bien pero a veces para mal cuando todo suena tan fuerte. Hasta que la música y el bebé encuentren la forma de cambiar la melodía. (foto: Iris G. Merás)

Yo ya estaba entrando en el quinto mes de embarazo. El tiempo había pasado a una velocidad extraordinaria desde que lo había conocido a Ignacio. Para empezar, y esto nunca nadie me lo termina de creer del todo, o creen que es una manera de decir, decidimos tener un hijo en la primera cita, que había sido en un bodegón maltrecho de San Telmo. Hacía un par de meses que nos mirábamos fuerte cada vez que nos cruzábamos en la agencia. No era muy seguido, porque yo era redactora full time y él fotógrafo free lance. Yo sabía que él estaba en pareja. Yo estaba sola. Y estaba bien sola, pero a quién no le gusta enamorarse. A lo mejor eso que nadie me cree fue precisamente el único y gran motivo por el que nos atrajimos. Fue la mayor sincronía de mi vida. Estar en el momento y en el lugar justo en el que nuestros dos universos se cruzaban y la explosión vital daba lugar a un tercer universo, que sería ése en el que nacería nuestro hijo.

(No creo en el instinto maternal. Aclaro por si parece que estoy arrancando por ahí. Pero no me queda más remedio que creer en el potente, intenso, visceral deseo de tener un hijo, se sea hombre o mujer. De ahí estoy arrancando).

Después de ese mes de miradas intensas, Ignacio un día me invitó a cenar. Incluso ahora que lo escribo se hacen evidentes las miles de posibilidades que abría esa invitación. Una trampa, un chamuyo, un telo. Una relación entrecortada y llena de reproches y presiones. Un típico enamoramiento mío y la resistencia de él. Un atípico enamoramiento suyo y mi resistencia. Un encuentro agradable del que los dos nos retiráramos sin consecuencias. En fin, se me ocurren unas cuantas más. Pero en ese momento, cuando Ignacio me invitó a cenar, aun sabiendo que él no estaba disponible, yo lo tomé como el principio de una etapa trascendente de mi vida. Sería  madre. No llegué a decírmelo a mí misma con esas palabras, no es que me pasé delineador mirándome al espejo en el baño de la agencia y preparándome para convencer a un hombre de tener un hijo. Yo ya había estado embarazada y había abortado. Me había resultado inconcebible aquel embarazo diez años antes. Pero esa noche, mientras me pasaba el delineador en el baño de la agencia, me miré en el espejo y tuve un presentimiento. Como si hubiera visto en mi propia imagen otra imagen que estaba llegando y superponiéndose. Esos pálpitos.

Es difícil de explicar, porque estas situaciones están casi siempre metidas en los fórceps de la mayoría de las historias conyugales. Las historias típicas. Pero hay otras. Yo tenía treinta y seis años, Ignacio también. Algo de lo que llaman reloj biológico había. Cuando esa noche salimos de la agencia y caminamos esas cuadras oscuras hasta el bodegón, todo empezó a fluir de un modo extraordinario. Quizá, como simplifica misóginamente Schopenhauer, fuera la especie la que estaba haciendo el trabajo por nosotros. Algo aceitaba, facilitaba ese contacto entre un hombre y una mujer que además de haberse mirado con ganas unos meses, en total hasta entonces habrían cambiado no más de ochenta palabras.

Cuando llegamos al bodegón, su pareja había dejado de ser un problema. No era ya una pareja sino dos personas que habían decidido separarse unos meses antes y estaban viendo juntas cómo resolver el tema de la mudanza de ella. Fue lo primero que me dijo, Ignacio eligió el tema apenas empezamos a caminar. Yo escuchaba, en trance. No escuchaba solamente la información que él me estaba dando, sino mi presentimiento. O sea que, ya entonces, apenas a una cuadra y media de la agencia, a mitad de camino hasta el bodegón, yo lo que escuché era que esa cena era importante. Y eso hizo que, instantáneamente, yo confirmara casi esotéricamente mi percepción de que aquella noche íbamos a hablar desde un lugar de nosotros que se abriría apenas nos sentáramos y pidiéramos los canelones que después él comió y yo no.

-Hace como un año que todo está terminado. Me quedo con las ganas de tener un hijo –me dijo en un momento.

-Yo quiero tener un hijo –le dije –. Con pareja, sin pareja, como sea, yo quiero –le contesté (yo no era así. No digo ese tipo de cosas. No soy tan excéntrica. Me estaba pasando algo muy raro).

El soltó los cubiertos, alzó la mirada y me buscó los ojos que, un poco abochornada por lo que había dicho, yo hundía sin tentarme en el plato desbordado de tuco y salsa blanca. Nos miramos sin hablar, dejando que creciera el batifondo del bodegón, salpicado de voces alcoholizadas que terminaban en carcajadas. Me buscó la mano por encima de la mesa. Ese fue el primer roce físico que hubo entre nosotros: los dedos de su mano izquierda acariciando mis dedos de la mano derecha, que yo dejé apoyada sobre la mesa, ligeramente extendida hacia él, en un camino que se abría entre el sifón y los vasos.

-Tengámoslo –me dijo. Yo lo miré. No se reía. Yo no me reí. Nos miramos bastante, como si mientras tanto miles de dispositivos internos se hubieran puesto en funcionamiento reelaborando la vida de cada uno y poniéndola a tiro de esa situación generada de pronto.

-Sí, tengámoslo –le dije y alejé de mí, con la mano que él me había acariciado, el plato de canelones. Tenía el estómago cerrado. El amor es así: yo lo veía a él comer con avidez, lo veía después pasar el pan por el plato, y pensé que íbamos a complementarnos perfectamente en la aventura vital que teníamos por delante.

Al mes siguiente ya estábamos viviendo juntos en mi departamento de San Cristóbal –tres pisos por escalera – y cuatro meses más tarde estaba embarazada. Estábamos contentos. Todo era novedoso: la pareja, el embarazo, nuestros amigos en común, nuestros ritos, que empezaban a escribirse sobre un papel en blanco. Queríamos estar como estábamos, desbordados, todavía un poco desconocidos, con los pocos muebles que había traído entorpeciendo el paso entre el living y el dormitorio, deslumbrados por ese ser que iba creciendo en mí y para quien teníamos la mejor de las intenciones.  Vivíamos muy apretados en ese dos ambientes minúsculo, el más feo que ocupé en mi vida y uno de los lugares en los que, dios mío, fui más feliz. Decidimos mudarnos a un lugar con más luz y un cuarto más. Mi papá iba a ayudar con algunos ahorros.

Yo estaba entrando en el quinto mes cuando llegamos al PH de Boedo. Uno de esos clásicos PH de Buenos Aires con una puerta antigua y alta para la PB con el patio, y una puerta idéntica al lado con la escalera para subir al del primer piso, que tenía terraza. Esa era la que estaba en venta y muy barata. Hicimos una obra sencilla. Tiramos muchas paredes y al final quedó una casa preciosa, con un hogar a leña, con cuartos enormes pero sin ventanas y el clásico pasillo vidriado que llevaba a la terraza pintado de amarillo huevo.

Cuando terminó la obra, ya estábamos a días de mudarnos cuando, en San Cristóbal todavía, me desperté una mañana con sangre entre las piernas. Se me había desprendido la placenta y el bebé nació de apuro, al octavo mes. Mientras yo estaba internada por la cesárea, su familia y la mía –nuestras madres – hicieron la mudanza. Nunca más abandonaron el fastidio que les había provocado primero la unión de hecho tan repentina, después el embarazo fulminante, coronado por el nacimiento prematuro que las puso a limpiar placares, espejos, restos de obra, canillas y azulejos.

Volvimos a casa seis días después del nacimiento de Nino, con él en brazos. A pesar de ser prematuro había nacido con buen peso y no pasó por la incubadora. Pero llegar al PH de Boedo siendo madre, sin haber hecho ninguna transición entre una casa y la otra, recordándome con panza al salir del departamento de San Cristóbal y viéndome gorda y fea cuando entré al de Boedo, sin saber preparar correctamente ni una mamadera, con las tetas todavía secas de leche por lo anticipado del parto, con un compañero al que yo amaba mucho pero intuitivamente, porque ni siquiera habíamos tenido tiempo de contarnos historias del secundario ni conocer ni a tías ni a primos ni a amigos de la infancia, algo tronó.

Me debo haber tronado yo. Nino no durmió una noche entera durante todo su primer año. Era un bebé delicioso, cuyo olor me parecía el perfume más exquisito. Era vivaz y muy activo, literalmente, las veinticuatro horas del día. No dormía seguido más que un rato, justo el que yo tardaba en dormirme. A veces el que se levantaba era Ignacio, pero no alcanzaba, no me alcanzaba ni para volver a conciliar el sueño hasta la próxima despertada de Nino. En aquella época en el PH de abajo vivía una pareja de mujeres que llevaba una vida tranquila. El único escándalo circunstancial eran cada tanto los reproches a los gritos del hijo de una de ellas, que se negaba terminantemente a tener una madre lesbiana. Yo me tapaba los oídos, porque me parecía que no tenía que estar escuchando esas intimidades, pero todo lo que se hablaba en el patio de abajo se infiltraba como un rumor por los ventanales restaurados de mi pasillo.

Pero cuando Nino cumplió tres meses, a esa pareja de mujeres tranquilas se le terminó el contrato. Para mi desgracia, para mi azoramiento y para mi insomnio perenne, ocupó el PH de abajo una banda de hard rock. Eran pibes agradables, seguramente en otro contexto me hubiesen caído muy bien. Pero cuando ensayaban, a pesar de que habían tapizado las paredes del cuarto de debajo de mi dormitorio con cajas de huevos –y hasta me llevaron a verlo en una especie de visita guiada -, uno sentía que los músculos de la cara y de las piernas se movían solos, que todo temblaba, que había que ir a protegerse debajo de los marcos de las puertas. Los veladores se caían de las mesas de luz, los cuadros de las paredes se deslizaban hacia sus costados izquierdos, y la vibración del bajo hacía rechinar los dientes. Nino aullaba en su cuna. Yo desesperaba. Yo, y juro que Nino es el ser que más amo y amé en toda mi vida, quería hacer abandono del hogar.

Empezamos a tener roces con Ignacio. Era inevitable. Mi humor era insufrible. No dormir te pone mala. Yo le gritaba a Ignacio, le gritaba a Nino y después abría las ventanas del pasillo y les gritaba a los pibes que se dejaran de romper las pelotas con semejante estruendo a esa hora de la tarde. Me salía la voz de Linda Blair en El Exorcista. Estaba fuera de mí. Supongo que el puerperio me jugó una mala pasada, y encima yo no tenía la menor idea de qué era el puerperio. Me enteré después, cuando ya las cosas eran irreparables.

Los pibes de abajo se llamaban Kiki, Omarcho y José. Había más, a veces se llenaba la casa de una fauna con mucho cuero y metal, pero esos tres eran los que vivían allí. Kiki era alto y flaco, estaba todo vestido de negro pero la campera le quedaba grande y los pantalones le quedaban cortos. Tenía un aire a Cantinflas. Omarcho era bien clase popular, jujeño venido de muy chico a José C. Paz, ojos achinados, muy tierno. José era algo así como el frontman, las minitas que venían siempre le estaban revoloteando. No era lindo, pero era seguro. Y cantaba mal, pero no le importaba. Pese a mis gritos, a mis súplicas sollozantes, a mis cadenas de oración y a las amenazas que algún día descentrado les proferí, Kiki, Omarcho y José no bajaron nunca el volumen ni se fueron a la mierda a la que yo los debo haber mandado centenares de veces. El que sí se mudó de pronto, un martes, fue Ignacio.

Me acuerdo que era un martes porque los martes llevábamos a Nino a la consulta con el pediatra y ese día Ignacio me dijo que no podía acompañarnos, que tenía que hacer una nota. Cuando volvimos con Nino, su placard estaba vacío y había una nota, como las que dejan los suicidas pero no era éste el caso: “Linda, pensé que podía pero no puedo. Tenemos un hijo maravilloso pero es lo único maravilloso que tenemos. Hace meses que ni sabés cómo me llamo, no creo que me extrañes. Yo que vos iría a un psicólogo. Estás muy alterada. Lo que nos terminó de joder fue este grupito de acá abajo. Fue mala suerte. Yo también necesito dormir y necesito dejar de escuchar a estos pibes y también necesito dejar de escuchar tus gritos. A Nino llorando lo banco. Te llamo y combinamos para que me lo lleve dos o tres noches por semana para que duermas mejor. Si querés tenemos tenencia compartida. Vas a ver que todo se va a arreglar, no te pongas loca. Me voy a lo de Germán que me hace un lugar en el living. Te quiero mucho”.

Sé que puede parecer raro, pero cuando leí esas líneas se me caían las lágrimas por la emoción de haber encontrado a Ignacio para esa empresa tan enorme de tener un hijo. Era un gran padre. Y al mismo tiempo lloraba porque me había dejado sola en esa casa con todo el circo. Deseé llamarlo y decirle que lo comprendía, pero que viniera él a quedarse ahí y que nos dejara a mí y al nene el sofá en el living de Germán. Yo creo que entré en shock. Ver el placard vacío de Ignacio me hizo el efecto de un cóctel de ansiolíticos. O,  dicho de otra manera: entré en mi zona zen. La tenía, pero hacía un par de años que no accedía a ella. De pronto todo se alejó dos o tres centímetros de mí. La cómoda de algarrobo, la pared del fondo de mi cuarto, el techo, las ventanas que daban al patio de abajo. Hasta el llanto de Nino se alejó unos centímetros de mis tímpanos: lo vi en su cuna, berreando, y me dio una ternura infinita ese bebé que había venido al mundo en una casa en la que vibraban las paredes, en la que su madre gritaba enloquecida y su padre vaciaba su placard y nos dejaba una nota tan delicada, pero finalmente de despedida. Ignacio no había aguantado. ¿Y yo? Yo tampoco aguantaba, ¿y qué? ¿Dónde me iba? Me daba un poco de pena, y más, hasta algún tipo de desilusión verlo a Ignacio tan flojo. Yo no sabía qué iba a hacer, pero si todo seguía manteniéndose algunos centímetros más lejos de mí, si lograba esa mínima distancia del ruido, quizá podría salir adelante. Mientras tanto había agarrado a Nino y juntos bajábamos lentamente la escalera y salíamos a la calle y tocábamos el timbre de la PB de abajo.

Me abrió Kiki. Cuando me vio la cara empapada de lágrimas y lo vio a Nino dormir tan tranquilo –ahí descubrí que las escaleras lo dormían –, se apuró a hacerme entrar, me abrazó suavemente mientras me acarició la cabeza y me dijo, terminante, mientras acercaba un tambor de la batería:

-Sentate acá. Ya te traigo un vaso de agua.

-Ignacio se fue, nos dejó –le dije ahogada por el llanto.

-Ya, ya. Quedate ahí que te traigo el agua.

Miré el patio, ya sentada con Nino en los brazos. Miré desde allí abajo las ventanas de mi casa desde las que tan frecuentemente esos chicos veían salir mi cabeza de Medusa. Vino Omarcho con el vaso de agua. Era re chiquito visto tan de cerca. Tendría apenas unos veinte, si llegaba. Me puso el vaso en la boca y me dijo:

-Abrala, madrecita, que necesita agüita para tranquilizarse. Así, muy bien, usted toma el agüita y respira serena. Todo se pone después en su lugar.

Yo lo miré fijo a Omarcho. Me hablaba como si supiera que todo se había salido de lugar, que el mundo se había alejado dos o tres centímetros de mí. Yo no estaba segura de querer volver a tener el mundo más cerca. Así como estaba era más soportable. Podía ver, sin experimentar la furia en la que había estado atrapada los últimos meses, esa sala de ensayo revestida con cajas de huevos que quedaba justo debajo de mi dormitorio. Habían pintado las paredes tapadas por las cajas de un azul muy oscuro, casi negro. La habitación de cuatro por cuatro parecía una cajita de bombones gigantes. Vi los instrumentos, los cables, los atriles con papeles, la pequeña tarima donde estaba el teclado: calculé que justo ahí, arriba, estaba mi cama.

Vino José, se arrodilló al lado de Omarcho. Me acarició la cabeza y después me hizo un gesto para saber si podía acariciar la de Nino. Le dije que sí con los ojos, y no sólo lo acarició, sino que lentamente me lo fue sacando de los brazos y lo cargó él. Lo paseó por el patio. Le hablaba al oído. Nino emitía quejiditos placenteros mientras seguía durmiendo. Yo seguí tomando sorbos de agua que me daba Omarcho. Kiki me ataba los cordones de las zapatillas.

-Es peligroso que bajes las escaleras así –me dijo.

-Cuando quieras volver a subir nosotros te acompañamos, madrecita –dijo Omarcho.

-Y a este chocolatín lo podemos tener con nosotros cuando lo necesites –dijo José.

Quise volver a mi casa una media hora después, cuando Kiki, Omarcho y José ya me habían prodigado muchos otros cuidados, como un té de pasionaria que me hicieron y me dieron de tomar con una cucharita. José se había ocupado todo ese largo rato de Nino. Le estiré los brazos: vino y me lo dio. El bebé, dormido, me estaba diciendo algo que yo no podía descifrar. Hay que tener cuidado con lo que uno cree que quieren decirle los bebés, porque a veces uno escucha lo que quiere escuchar, no lo que quiere decir el bebé. Pero bueno, ¿cómo saberlo? Yo escuché que Nino me decía que siguiéramos así, a dos o tres centímetros del mundo, porque se podía dormir y la gente era más agradable. Los chicos, los tres, nos acompañaron hasta arriba.

-Vamos a poner horarios, quedate tranquila –me dijo José –. Mañana venimos y hacemos una grilla con horarios, así vos sabés cuándo ensayamos y el resto del tiempo relajás. Cumpas –les dijo a Kiki y a Omarcho –, vamos a tener que ordenarnos un poco. Esa preciosura tiene que dormir.

Y eso hicimos. La vida se fue ordenando. Ignacio reapareció a las dos semanas y arreglamos para que dos o tres noches por semana Nino durmiera con él. Según me dijo, en la casa de Germán dormía muy bien. En casa también el sueño volvió, como un manto amoroso que nos volvió a cubrir. En los horarios en los que los pibes ensayaban, todo seguía moviéndose y temblando, pero no sólo yo, hasta Nino, parecíamos escuchar ya no un estruendo insoportable, sino la música que hacían nuestros amigos. Los pibes subían a casa a cada rato, especialmente José porque le encantaba darle de comer a Nino su polenta, y de paso él se comía un plato. Omarcho trajo un charango y lo dejó en casa. Cuando venía, le tocaba a Nino melodías muy suaves que lo tranquilizaban. Kiki era el encargado de dormirlo cuando Nino estaba en un día bravo: lo cargaba en brazos y subía y bajaba las escaleras hasta que el bebé caía en un sueño tan profundo que tiraba hasta la mañana. De alguna forma atípica, como había sido la llegada al mundo de Nino, el día que nos abandonó su padre, la familia se agrandó.

Sandra Russo es escritora y periodista en Página/12. Entre sus libros, No sabés lo que me hizo, ArqueTipos (diccionario de varones disponibles), Crónicas del naufragio, apuntes sobre la caída argentina y Erótika: crónica de mis viajes por ti,