Un cuerpo puede ser precoz mientras otro se va derrumbando de a poco pero perceptiblemente. En una familia a veces se da este juego un tanto pérfido de las compensaciones, es lo que le pasa a un hombre que busca salir de un sueño-pesadilla en forma de pechos. (Ilustración Jules Pacin)
En el momento en que abandonaba la habitación, su hija Natalia dejó de llorar. Ricardo se detuvo y escuchó, aguardando oír una fatigosa respiración, desquiciada, silbante; o esos llantos hiposos y espaciados y declinantes que quedan como resabio y que parecieran ser la discontinua forma en que el cuerpo, a su pesar y como temiendo el vacío que se avecina, se acomoda a la serenidad. Sin embargo, el silencio fue tan profundo y prolongado que, ya no intrigado sino alarmado, volvió sobre sus pasos y entró de nuevo al dormitorio. Su hija, en una suerte de cuclillas, con la cola hacia arriba y una mejilla sobre la sábana, tenía dibujada en sus facciones una indecisa expresión, aunque nada acongojada, que él interpretó como una burla, una provocación.
– Escuchame -dijo, y se abalanzó sobre ella. Crispado, y sin saber con qué seguiría, la tomó del hombro y la dio vuelta. Aunque cuando vio el pecho de la niña, que subía y bajaba al ritmo de una jadeante respiración, se arrepintió de haberlo hecho. La miró a la cara, intrigado por la incongruencia entre lo que había visto antes y ese pequeño y trajinante tórax. Pero la cara no reflejaba esfuerzo alguno, sino la sibilina ambigüedad tras la que se escondía -ahora la adivinaba- una firmeza mayúscula; y esta inusitada voluntad en una nena de seis años a la que había criado -y, por ende, forzado a tantas cosas- le pareció una atrocidad, un hecho antinatural. Le iba a pegar, más que nada para que llore, pero en tanto levantaba la mano la acción fue perdiendo sentido y su decisión flaqueó.
– ¡Vos! -la increpó no obstante con un vozarrón gutural-, no te hagas la viva, ni te la des de… -y no encontró la palabra para continuar, en gran medida porque la idea que había borbotado en su cabeza le produjo rechazo y la tuvo por harto inconveniente.
Natalia lo miraba dispuesta y resignada a ser ella misma aun con ese asmático pecho vacilante. Él quiso seguir y para ello avanzó un dedo índice en actitud de reconvención y amenaza, mas como no le salió palabra se conformó con ese ademán remanido, al que en última instancia intentó darle mayor contenido con el gesto de la cara. Luego, temiendo que su presencia provocara en su hija un verdadero ataque de asma, se levantó y se marchó de la habitación.
Ya en el living, y un poco compulsivamente, prendió el televisor. En realidad, en los últimos tiempos no disfrutaba en lo más mínimo viendo la televisión, ya que bastaba que apareciera una mujer para que se interesase por los pechos bajo las ropas y lo invadiese una gran inquietud. De cualquier manera, la prendía y ante las presencias femeninas se quedaba desasosegado, pensativo, las más de las veces preguntándose si a la actriz o a la periodista en cuestión no le habrían crecido las tetas tan prematuramente como a su hija y si el hecho era tan anormal como temía. Casi hubiera querido abordarlas, como le sucedía con cada mujer que veía, para saber a qué edad le habían empezado a crecer, y así dar con alguna, que desesperaba que existiera, tan precoz al respecto como su hija. Pese a esta curiosidad, él estaba seguro de que el de su hija era un caso inusitado y aberrante y que por mucho que indagase no encontraría ninguna. Su pesimismo y su disgusto eran en ocasiones tan grandes, que sólo se liberaba de ellos -y en parte- pensando en una operación que pusiese fin a ese crecimiento a destiempo y le devolviese a Natalia el pechito plano de las nenas de su edad. No lo había discutido con su esposa, en verdad ni siquiera lo había hablado, pero era para él una solución a la que por fuerza tendrían que recurrir. Y si no se había decidido aún, era porque recién despuntaba la primavera y todavía no era época de ir sin algún pullover o algo de abrigo, mas, y esta certeza lo torturaba desde que empezó el fenómeno a comienzos del otoño, cuando llegasen los primeros calores la operación debía estar ya resuelta. En consecuencia, el tiempo urgía y debía decidirse sin más dilaciones, en principio, a hablar con su esposa. Y tanto más cuanto que era evidente que el crecimiento de esos pechos no se detenía sino que, por el contrario, en los últimos dos meses había cobrado mayores bríos. De seguir así, pensaba él, en un año, o a lo sumo en dos, tendría unos pechos de mujer, no tan grandes quizás, pero no menores que los que podría tener una chica de quince o dieciséis años. Él se los imaginaba y no salía de su asombro, consternado y al mismo tiempo recónditamente entusiasmado, pero siempre dispuesto a poner fin a la cuestión de una vez por todas.
En ocasiones pensaba que, pese a la faja que le ponían y a la ropa holgada, sus compañeritos de colegio veían o adivinaban algo y que, de ser así, seguramente le hacían burlas, por mucho que ella no quisiese confesarlas. Incluso cuando una vez vio que un chico, jugando, corría a su hija por el patio del colegio, no pudo evitar el preguntarse si no la perseguiría para toquetearle las tetas. Entonces llamó a su hija con cualquier pretexto y miró al chico con un gesto que no dejaba lugar a dudas acerca de su intención de alejarlo. Y aún quedaba la maestra, en general mujeres sagaces para descubrir lo raro, lo que se sale de lo común; ella probablemente estaría fisgoneando en derredor de la nena, segura de su intuición y todavía más segura del deber que le cabía de descubrir aquello extraño que presentía. Tal vez en alguna oportunidad en que se acercó cariñosamente a la nena, y con la excusa de una caricia en la espalda, ya había descubierto la faja y con esto todo el asunto. Aunque se decía -entonces se tranquilizaba un poco- que en tal caso no habría dejado de informar a la dirección -con lo que elevaba la imagen que de ella se tenía-, y, más importante, tampoco iba a perder la oportunidad de llamarlos para platicar sobre tan grave suceso.
Luego de pasar por varios canales en los que daban mayormente noticieros -a los que temía, ya que la periodista estaba siempre de frente hablando de cosas que no despertaban su interés-, dio con una serie en la cual el protagonista masculino solía prescindir de las mujeres casi hasta el final. De cuando en cuando bajaba el volumen hasta que el aparato enmudecía, y escuchaba con atención, intentando asegurarse de que su hija no estuviera sufriendo un ataque de asma. Se figuraba que, en su porfía, ella podía estar padeciéndolo sin decir nada, envuelta en el halo de su venganza y convencida de su heroísmo. La existencia de un orgullo infantil a él lo desconcertaba en razón de que no veía motivo alguno para ello; en general no advertía méritos en la nena sino características atribuibles al azar, a la naturaleza, o a la educación, vale decir, en relación a esto último, a méritos o deméritos suyos. No obstante, Natalia tenía su vanidad y él si inclinaba a creer que la había adquirido conforme esos pechos crecían, y esta suposición lo irritaba. Este aspecto era el que le resultaba el más enojoso de toda la cuestión. Su hija no parecía particularmente consternada o alicaída o perturbada, sino que tomaba a esos pechos como a un atributo que le confería poder y por ende se podía pensar que encontraba en ellos cierta satisfacción. Se mostraba ahora más dispuesta a hacer según su criterio, y en ocasiones despreciaba lo que se le decía y llevaba a sus facciones una expresión de suficiencia que a Ricardo lo enardecía; entonces tenía ganas de tomarla de la parte superior de las ropas (“de las solapas” si ella las usara) y espetarle algo así como: ¡¿pero pendejita de mierda, porque tenés unas tetitas, ¿quién te pensas que sos?! Esa nenita de seis años, mirándolo casi de hito en hito, convencida de su derecho y a sabiendas de que éste se basaba sobre un hecho innegable, a veces lo sobrepasaba e imposibilitado de hacer o decir algo porque todo lo que le venía a la mente era una enormidad, se marchaba y se sentía derrotado por esos pechitos, sometido a ellos, y esta derrota en alguna medida lo subyugaba y por momentos encontraba en ella un misterioso agrado. Y si bien ella no se negaba a usar la faja para salir de la casa, y dondequiera que fuese actuaba como si los pechos no existiesen, adentro no tenía ningún recato y tanto le daba que él, por ejemplo, entrara al baño mientras se duchaba y la viese desnuda, y por el contrario, simulaba ser una nena consentida y llamándolo papito le proponía algún tipo de juego con una muñequita o lo que fuere que se hubiese llevado para entretenerse, o le daba charla y encontraba excusas, una tras otra, para que no se fuera.
Claro que él pensaba que lo que su hija hacía era justamente a causa de esos nacientes pechos, y a ellos les echaba la culpa, tal como si fueran algo diferente a ella misma, una suerte de mala compañía. En cuanto al desarrollo tan precoz de su hija, por momentos lo atribuía a la casualidad, a una función orgánica que había sufrido un azaroso desajuste; en otros se decía que no se debía engañar al respecto y que una razón hubo para que eso sucediera, y ésta no podía ser otra -no le quedaba más remedio que admitirlo- que una excitación desaforada de sus glándulas a través de alguna actividad sexual. A causa en gran medida de esta presunción, se negaba a llevarla al médico, el que no dejaría de revisarle la entrada de la vagina y quizás descubriera allí la explicación del asunto. Para peor, a la consternación que le habría producido esa revelación se le adicionaría un aspecto aún más temible y escabroso: se buscaría al culpable y las miradas de mucha gente recaerían sobre él, las más de ellas recordando algún hecho del pasado que visto antes como pueril, como absolutamente inocente, ahora daría pábulo a las suspicacias. Pero lo todavía más penoso para él, lo que en las noches rumiaba con un denuedo mustio y cansado, era que se defendería de esas acusaciones sin estar plenamente convencido de su inocencia, preguntándose, como se preguntaba desde que el fenómeno había comenzado, si en las noches en las que la nena dormía entre él y su esposa no la había hecho objeto de una lascivia que, en sueños, lo hubiera arrastrado. Él quería pensar que era imposible que algo así sucediese sin que él lo recordase distintivamente, no obstante, cuando venía a su mente la remembranza de esas mañanas en las que, con su hija a un lado, había despertado con el miembro endurecido (a las que recordaba por la culpa que le había ganado), dudaba de todo y consideraba que tal vez no era descabellado suponer que había sucedido.
Durante años él se había opuesto con insistencia a que Natalia durmiera con ellos, pero cuando le sobrevenían los ataques de asma su voluntad flaqueaba, cercada entre los requerimientos de la nena y la aquiescencia de la madre, y finalmente la llevaba a la cama matrimonial prometiéndose y amenazando que sería la última vez. Recién cuando las tetas de Natalia se dieron a crecer, pudo al fin dar cuenta de lo que se había propuesto una y otra vez, aunque no a causa de un esfuerzo superior de su voluntad, sino debido a una suerte de acuerdo tácito que surgió, podría decirse, a sus espaldas y del que en parte él renegó, llevado por el razonamiento de que, actuando así, se le daba a esos pechos una entidad y un alcance que no era conveniente otorgarles; sobre todo si, como decidió, antes temprano que tarde serían cercenados. Aunque, por otro lado, no dejaba de pensar que esos pechitos, en la intimidad y en el calor de la cama, podían hacerse presentes en su imaginación con tal vivacidad que por mucho que en la vigilia se contuviese sin vacilación ninguna, cuando durmiera una sus manos avanzasen hacia ellos.
La serie terminaba y su esposa, pese a su esperanza y casi su certeza al respecto, no había llegado. Los créditos finales se sucedían rápidamente y una pesarosa indecisión lo iba ganando; vagamente se abrían ante él varias posibilidades, ninguna satisfactoria. En parte se consideraba obligado a hacer algo por su hija, que debía estar como una insomne en su habitación, entregada a la degustación de la hiel que él le había dejado, con la mirada firme y terca en algún lugar del techo. O tal vez debía ocuparse de la comida, ya que se acercaba la hora de la cena. El noticiero empezaba y no había decidido nada. Una pareja de periodistas abría el fuego; ella daba el avance de la noticia del día, la que se desarrollaría más adelante. La mujer era muy atractiva y sonreía y hablaba como si en esto encontrara un gran gusto. Ricardo hubiera querido apuntar el control remoto y apagar el aparato, no obstante recelaba del silencio y la oscuridad que sobrevendrían, y la obligación entonces de prestar atención a lo que su hija hiciese, no ya por curiosidad sino para descubrir el estado en que se encontraba y luego intervenir de alguna forma. Él sabía que debía hacer algo inmediatamente, lo sabía desde que se había marchado del dormitorio sin decidirse a nada. En realidad, no tenía entre sus manos algo concreto sobre lo cual decidir; la imperiosidad de la acción se difumaba fácilmente en un total vacío de ideas. Un vacío por el que podía estarse tranquilamente viendo la televisión como si aquel deber no existiese.
Avanzado el noticiero unas llaves se escucharon en la puerta y en Ricardo emergió una instantánea ilusión, una módica y efímera felicidad que murió apenas su esperanza fue satisfecha con el ingreso de su esposa.
– Qué tal -le dijo ella a poco que lo divisó.
Él no contestó y por un segundo cruzó por su mente la idea de interponerse entre ella y Natalia, hasta tanto la pusiese al corriente de que la niña lo acusaría, mas no hizo sino estarse callado frente al televisor.
– ¿Pasó algo? -la mujer tuvo un rapto de preocupación.
– No. Nada.
Apenas se metió entre las sábanas Ricardo tomó la novela que lo ocupaba desde hacía semanas y se dispuso a dar fin a su lectura. Su esposa terminaba de lavar los platos y se la escuchaba ordenando las cosas para que a la mañana siguiente estuviese todo cómodamente dispuesto. Su hija Natalia dormía, o hacía que dormía. No había dicho palabra desde que la madre había llegado, pero ésta no se había asombrado para nada de este mutismo. Ricardo sabía que ella padecía por lo de Natalia, pero lo enojaba su resignación frente a los hechos, la facilidad con la que ella se deslizaba en la rutina de las nuevas circunstancias. Además, palpaba que su mujer ni siquiera había pensado en una operación y que se opondría, tal vez enérgicamente, a esta solución. Ella buscaría mil objeciones, y para peor -él lo sabía-, tendría motivos plausibles que contarían con el favor de médicos y psicólogos. Y tanto más entusiasmo pondría en su oposición cuanto más convencida estuviera de que esa operación era de su conveniencia y que el evitarla comportaría para ella un sacrificio. Y justamente él especulaba con utilizar el fantasma de la inmolación a la que pretendía entregarse como argumento para zaherirla y para convencerla de la necesidad de la intervención quirúrgica.
Su mujer había acabado con los menesteres de la cocina y, con una premura a la que él tenía por un tanto ingenua y torpe, se desvestía delante de la puerta del armario que tenía un espejo. Era su forma de dejar trasuntar -de un modo tan pueril que en Ricardo no se elevaba más que un resignado desasosiego- que deseaba tener sexo. Cuando era testigo de esta pequeña escena él no podía sino sentir cierta ternura hacia su esposa, hacia esa inocencia poco menos que inusitada para una mujer de treinta años, que no sólo impregnaba su erotismo sino también casi todos los aspectos de su vida. No obstante, de un tiempo a esta parte, no era ésta la razón por la que decrecía su deseo de ella, sino que había otra causa: el cuerpo de su mujer cambiaba y, sobre todo, sus pechos empezaban a caer, incluso creía percibir que en alguna medida se empequeñecían, decrecían, no de manera harto ostensible pero sí de modo que Ricardo abrigaba algo más que sospechas. El, que al comienzo no quería reconocerlo, se había ido convenciendo poco a poco de que tales cosas sucedían y que no eran producto de su imaginación. La perplejidad en que lo sumía la comprobación casi cotidiana de este cambio -que él no esperaba aún-, en ocasiones culminaba en una ira silenciosa, ya que carecía de la habilidad para darse una explicación acerca de la celeridad de una mudanza a la que él hubiera creído mucho más lerda, y además tampoco osaba mencionarle el asunto a ella, quien actuaba como si nada ocurriese, bien que era imposible que no lo advirtiera. Él siempre se imponía el deber de sacar a luz la cuestión, en parte para que ella se hiciese cargo del problema, en parte con la esperanza de que ella lo convenciese de que la cosa no iría más allá; sin embargo, lo aplazaba una y otra vez, más que nada porque temía ofenderla y que, ofuscada, relacionase lo suyo con lo de su hija, para finalmente encontrar la forma de hacerle entender que lo consideraba responsable de lo que acaecía en esa casa. Él hubiera querido creer que lo de su mujer era producto de los años, pero le parecía que no estaba en edad de que esto pasara, ni que podía darse de un modo tan acelerado que se pudiese comprobar en un lapso de poco más de un año. Ricardo estaba perturbado, y su enojo se avivaba cuando veía que su esposa no perdía en absoluto la calma y parecía aceptar serenamente lo que le venía en suerte. Percibía en esto la carencia de un rasgo humano y a veces poco menos que se sentía en compañía de un miembro de otra especie, del mismo modo que si se hallase junto a una vaca y no le cabiese más que renunciar a compartir las preocupaciones que lo asolaban.
Las tetas de su esposa se daban tristemente a caer y se iban haciendo chupinas y flácidas sin que ella atinase a nada. A Ricardo le producía una gran desazón ver como se transformaban, hasta que llegarían a ser -esto ya se intuía- un símil de un saco de piel que, holgado, portara una blanda pelotita de ping-pong. En algunas oportunidades lo desesperaba que su esposa actuase como si nada sucediese con sus tetas y no intentase siquiera ocultarlas, sustrayéndolas lo más posible de su vista; pero no, las mostraba tanto como antes y cuando hacían el amor se las ponía para que él las besara sin ningún complejo, desentendida por completo del leve azoramiento en que él se sumía hasta que, encontrando de cualquier manera en ellas un atractivo, se daba a lamiscarlas.
Su mujer, contrariamente a lo que él esperaba con aprensión, tomó el diario apenas se introdujo en la cama y no se ocupó de él en lo más mínimo. Aliviado, Ricardo la miró de reojo buscando adivinar el busto bajo el camisón traslúcido, sólo para comprobar que las cosas seguían como él creía. Él no podía menos que pensar que a medida que las tetas de Natalia crecían, las de su esposa menguaban y que una cosa era consecuencia de la otra. Incluso había pretendido fechar con alguna exactitud el inicio de ambos fenómenos, aunque no con mucho éxito. Si bien lo de su esposa, en términos de visibilidad, era sin duda anterior, cómo medir cuándo empezó lo de Natalia, si debía haberse iniciado de manera invisible, subterráneamente. Parecía ser -y en esto, sin darle crédito, había cavilado con risueña amargura algunas veces- que la cantidad de teta en la casa era fija, y conforme algo crecía era a costa de lo existente. Llegó a cruzar por su cabeza que, si a él le crecían los pechos, su esposa y su hija se quedarían sin nada. Mas enseguida se reprochaba esas burlas que se hacía, y más desagradables le resultaban cuando juzgaba que con ellas se hacía cómplice de su mujer y que finalmente terminaría como ella, aceptando cobardemente lo que fuese.
– Tenemos que ir al cine -dijo su esposa de repente, quien hojeaba la sección de espectáculos.
Ricardo se quedó callado. Lo trivial del comentario, la rústica sencillez de lo que proponía después del día transcurrido, después de lo vivido en los últimos meses, casi lo sacaba de quicio. ¡¿Cómo podía estarse así, inmune a todo?!, ¡¿cómo podía no ver que, después de lo hecho, vivirían en el desastre?! Y la miraba con odio, imbuido de la pretensión de que ella lo percibiese y lo mirase; sin embargo, no estaba dispuesto a decir palabra. Y se quedó observándola por largo rato sin que ella lo notara, prendado de la visión de lo que ya no quería. Miraba mientras su inútil animadversión refluía. Veía su perfil, la piel rojiza, las ínfimas vellosidades, el ojo que seguía con cortos y apenas perceptibles movimientos la lectura, el párpado que, cada tanto, caía con una rapidez instantánea, como la lengua de un sapo.
Gustavo Ferreyra es sociólogo, docente y escritor. Entre sus libros, El director, Piquito de oro y Los peregrinos del fin del mundo.