Un hombre que sale de la muerte para darle de comer a sus gatos. Ronda un PH que alguien compra muy barato y que, tras enterarse de la existencia del fantasma, ansía verlo. Pero a veces los deseos, con ser lógicos, resultan imposibles. (Ilustración Eduardo Sobico)
– Sesenta años.
– Parece más.
– No le hablo de la construcción, bo. Sesenta años tenía el viejo cuando se murió.
– Esa cifra también está errada. La construcción tiene más de cien años, se ve, y el viejo tenía más de noventa, según dijo René. Edad para morirse en paz.
– Sesenta años de postrado, digo. Sesenta de enfermedad. Y quién le dijo que se murió en paz.
La casa me había costado la mitad de lo que valía una casa así. La contingencia económica había desviado la pregunta acerca de por qué sería. Por qué un PH ubicado a mitad de cuadra, al fondo de un pasillo y en bastante buen estado podía ser tan barato. Llegué a suponer que la rebaja era por el olor a gato.
– Para cien años, la construcción está bien de bien.
Washington, mi vecino de medianera de ochenta y dos años, viajante y uruguayo, fue el primero que me previno. Después vinieron René y los demás. Washington se escondió el día que lo vi. Yo subía la escalera hacia mi nueva terraza. Desde allí alcanzaba a contemplar su patio. Lo saludé y se metió en la cocina, apurado y con la cara alborotada por el pánico.
Más tarde salió a disculparse. Como toda presentación, dijo: “antes era de Montevideo, ahora vivo acá”. Me preguntó si le había alquilado a la gorda, y si ella me había hablado alguito acerca de la historia de la casa. Le dije que no sabía nada. Y que compré. Entonces me preguntó si no tenía miedo.
– ¿Miedo a qué?
– Al polaco viejo.
Le dije que la ex dueña mandaba solamente parcos mensajes de texto en letra mayúscula. La había visto una vez, para escriturar. En efecto, era una gorda enorme. El resto de la transacción y entrega de la llave la manejó una inmobiliaria que, extrañamente, no quiso cobrar comisión. Debía ser la primera vez en la historia mundial de los inmuebles.
– No es para menos -dijo Washington, enigmático. – Como mínimo le tendrían que haber avisado de los ruidos -agregó.
René, el vecino de enfrente, opinaba igual. Le faltaban dos dientes de adelante y llevaba puesto un mono engrasado, aunque no trabajara en un taller mecánico. Era tan jubilado como Washington. Manejaba un Chevrolet Corvette del 54.
– El que hace los ruidos es el padre de la que te vendió la casa. Durante años le avisamos a la gente para que no comprara. Con vos se nos pasó. Los ruidos son lamentos de dolor. Parece que mientras estaba vivo había tenido una enfermedad que le dolía. Gritaba. Y ella, Norita, no lo quería escuchar. Un día la gorda se fue y cuando volvió, después de un mes, encontró a su padre medio podrido sobre la pinotea.
Me preguntó si todavía se sentía el olor.
– Solamente hay olor a pis de gato -dije.
– Washington lo olió. Algo tipo pollo podrido, dulzón. Llamó a los bomberos, pero no le creyeron porque es uruguayo.
Afirmó seriamente con la cabeza. Yo había visto una mancha en el piso de la habitación, una especie de sombra grande.
– El polaco era enorme -constató René. Parece que se peleaba mucho con la hija, una tarada. Washington no sólo había escuchado los lamentos: también lo vio. Subiendo la escalera que va a la terraza.
Yo pensé que tal vez por eso se había asustado tanto la primera mañana en que me vio subir.
-Como una luz -especificó René.- Un cuerpo de luz anieblinado. Como la neblina que el uruguayo veía miles de veces en la ruta, cuando viajaba al amanecer. Pobre hombre, no le renovaron el registro. Para un viajante es como matarlo.
– ¿Y encontró al polaco subiendo la escalera?
– Yendo a colgar la ropa a la terraza. Pero de noche, dos años después de que el polaco hubiera muerto.
Todo esto había pasado hacía una década, aunque los gritos se seguían escuchando. Tal vez ahora un poco más bajito. Como si se hubieran gastado.
– ¿Usted los escuchó?
– Creo que sí -dijo René.
Aclaró lo buenísima persona que había sido ese polaco. Pero estaba postrado. Y la gorda quería la casa para vender. Por eso se lo olvidó ahí adentro, sin darle de comer, ni los remedios. Por eso se hizo la que se iba.
– ¿No habrá tenido que viajar?
– Adónde va a viajar esa gorda tacaña. “Abandono de persona”- agregó.- Claramente un delito.
Afirmé con la cabeza.
– Abandono de padre -remarcó René:- peor.
Lo único que yo había sabido de Nora era que hacía rato que la casa estaba desocupada. Me lo informó de esta manera, en un mensajito: DESOCUPA DDE HACE AÑOS. “¿y no tiene olor a nada?”, le había preguntado, alérgico como soy. GATO, contestó. MEO.
La tarde había empezado a caer y yo estaba decidido a quedarme a dormir. Tenía mi sillón azul desvencijado y algunas velas, porque todavía no estaba conectada la electricidad. Lo invité a René a que cruzara a tomarse un vino conmigo, pero dijo “ni en pedo pongo un pie en esa casa endemoniada. Al menos no tan tarde en la tarde”.
– Y a los gatos se los aleja tirando pimienta al piso -agregó.
Armé la cama. Por más endemoniada que fuera, era mi casa. Podía comprar pimienta al otro día, pensé. En un placar encontré un bol al que alguien le había escrito “Tini” en letra cursiva con un marcador.
No era que no me asustara, pero la idea de estar acompañado de manera paranormal me gustaba un poco. Nunca en la vida había visto un fantasma. Encendí las velas con una cajita de fósforos que me pasó René. Me recosté. La habitación temblequeante era el escenario ideal para la aparición. Había un silencio espeso, como de cementerio de provincia. Cerré uno de los ojos. Casi podía oler al muerto que hubo en esa habitación. Se cayó de la cama o se tiró, desesperado de angustia y soledad. No se pudo poner de pie otra vez. El hambre lo fue devorando como un buitre. Cerré el segundo ojo para recibirlo. Podía sentir el calor de las velas en la habitación sin ventilar.
Cuando abrí los ojos ya era de mañana. Las velas eran cinco montañas de cera derretida. Ningún lamento había podido con el cansancio de la mudanza de mis pocas cosas. Washington me estaba esperando con el mate, sentado en su patio. Lo vi por arriba de la medianera, cuando subí a la terraza. Habló sin que le preguntara nada. El sol le daba de lleno en la cabeza, pero a él no parecía importarle. Dijo dos o tres cosas sin sentido: que tenía un Ford Taunus azul, que había conseguido unas pamplonas de pollo en la feria del domingo. Y algo más sobre la yerba paraguaya que estaba tomando, porque no conseguía La Selva, tesoro verde. Y de inmediato y sin correlación pasó a decir lo mal padre y persona que había sido ese polaco de mierda, y que su hija le había puesto enfermeras, pero él se las sacaba de encima como a moscas. Nora también era una mierda como su padre, pero con él había sabido ser una buena chica.
– René me dijo que usted lo vio una vez subiendo esta escalera. De finado, digo.
– ¿Una? -exageró Washington- Decenas…
– ¿Y qué sintió?
Washington subió los hombros. Se cebó otro amargo.
– Al principio me cagué en las patas. Después me acostumbré. -Chupó de la bombilla con ruido.
En la calle me lo volví a encontrar a René, que se mostró muy interesado. Le gustaba que yo no tuviera miedo, lo hacía reír. Se había figurado, en sueños, que la mancha del piso podía pararse como una sombra. Y se paraba para defender la casa, según su opinión. Una vecina de la vuelta, Celeste, aseguraba que el difunto se había hecho atar con cadenas a la terraza, desde el más allá. Ella había escuchado ese ruido claro y patente de los eslabones arrastrándose por los cerámicos. Pero él no le creía, como tampoco creía que fuera blanco, una luz blanca. Para René era un fantasma opaco. Negro de toda negritud.
– ¿Y echó la pimienta que hablamos?
– Todavía no. Voy ahora a lo de Aldo, el de la veterinaria de acá a dos cuadras. Él va a saber decirme.
– Qué va a saber, ése no sabe nada.
Aldo era un tipo flaco como una horquilla. Los líquidos que vendía reposaban en bidones de colores. El local tenía olor a marisco. Según él, el polaco había sido un buenazo que alimentó a sus gatos de la terraza hasta el último día de su vida. No había habido ninguna enfermedad. Puras macanas de la gente. Qué era eso de que no tenía movilidad: era un viejo potente. Sordo, pero potente. Siempre venía a comprarle comida y piedritas. Si no venía él, venía la hija. Aldo, decía, se la había cogido. La gorda gritaba al acabar, en la pieza de al lado, pero el viejo no podía escucharla. No escuchaba nada de nada.
– Y ella, entonces… ¿por qué se fue?
– No sé. Enterró a su padre y se marchó del barrio.
– ¿Hace cuánto de esto?
– Unos quince años. Durante ese tiempo la casa fue de los gatos. Y parece que el viejo no los abandonó: siguió subiendo a alimentarlos, ya como aparecido.
Le conté que debía haber una gata preferida, por la taza de “Tiny”. Aldo pensó antes de contestar.
– No había ninguna preferida. El viejo le decía Tiny a todas las gatas. A veces -agregó-, también la llamaba de ese modo a Nora, de guacho, para hacerla enojar.
Después me vendió un producto que había que rociar llamado “NO VA”. El nombre parecía puesto por la gorda en un mensaje de texto.
Lo rocié antes de que oscureciera. El líquido tenía un olor casi tan feo como el del pis. Para la invocación de esa noche puse comida para gatos en la taza, entre nuevas velas encendidas. Whiskas de atún. Dije algo así como “polaco, dejate ver”. Dije también “viejo de mierda”, como para hacerlo engranar. De eso me arrepentí un poco a las tres de la mañana, cuando escuché los pasos arriba del techo de chapa del patio. Presté atención. Quedaba encendida una sola llama. Me senté sobre la cama. “Soy un tipo valiente”, me dije. Puse un pie en el piso. Escuché otros ruidos más chicos sobre la terraza. No, no cadenas. Ruidos livianos. Fantasmales. Me puse las ojotas y subí silenciosamente todos los escalones.
– ¡Juera, carajo, michos inmundos! – Media terraza meada. Aldo había dicho que sacar a los gatos iba a ser más difícil que librarme del fantasma. “Y encima para fantasmas no tengo ningún repelente”.
A la mañana fui a hablar con Celeste, después de saludar a Washington. Él había conseguido la yerba que quería, tesoro verde, en el chino de la vuelta. Estaba feliz. Preguntó al pasar algo así como “¿y…?”, pero fue en medio de una chupada, entonces no le entendí.
Celeste, aunque también era bastante gorda, se refirió a Nora como “la gorda mentirosa”. Le molestaba que se hubiera dado corte con el idiota de Aldo, que aunque vendiera comida para animales “no podía diferenciar un chancho de un caballo”. Le comenté que me había vendido un líquido inservible para espantar gatos.
– ¿No le digo? Es un infeliz. Cualquiera sabe que hay que tirar pimienta al suelo. El felino huele antes de mear, entonces estornuda y se raja.
– También lo hice, pero no sirvió.
– ¿Blanca o negra?
– Blanca. Me dijo René.
– Tiene que ser negra -afirmó Celeste.
El batón le tapaba las rodillas. Se apoyaba en la escoba para hablar. Dijo que jamás había escuchado ninguna cadena. Qué estupidez era esa.
– Los gritos sí -dijo-. De evidente dolor.
El “abuelo” había estado enfermo y la “enferma” de Nora lo había torturado hasta matarlo. Siempre había gritado. De hecho, seguía gritando después de ser derretido por la licuefacción. La palabra “licuefacción” sonaba muy extraña en los labios de Celeste. Más que “felino”.
– Ya lo va oír -dijo.
– Hace dos noches que estoy. No escuché nada.
– Hay que aprender a escuchar. Y no es que Aldo sea una mala persona. Pero odia a los gatos. Si fuera por él, les daba de comer almóndigas con vidrio molido. Cuando ellos las comen se mueren desangrados, con los estómagos rayados. Cuando un gato se muere así, no se va al cielo, se convierte en fantasma. A lo mejor el “abuelo” se comió una de las almóndigas que Nora tenía en el freezer, para matar los gatos. Capaz que ella misma se la cocinó. Nora es capaz de todo.
Esa noche la luna pintó la terraza de un blanco espectral. Supe que el enigma no iba a llegar a la mañana. Me dio un escalofrío. Tuve que tomarme un par de whiskys para darme ánimo. Washington me dio los hielos. La aparición era inminente. La podía sentir, mejor dicho intuir, sobre mi piel de gallina. El clima era, esta vez, imposible de mejorar. Si había un fantasma, iba a aparecer. El barrio todo estaba como deshabitado. Ni gatos, había. Ni un mínimo maullidito. Igual eché pimienta negra. Supuse que la noche perfecta había llegado con toda la fuerza de la maldición polaca. Pero volvió a no pasar nada.
Le dije a Washington, al otro día: “O son todas macanas, o el polaco me está esquivando”. Washington estaba arreglando su lavarropas. Ni me miró. Llamé a Nora varias veces al celular. Quería conocer la historia de primera palabra. Ella tampoco me atendió.
René fue el que volvió a desembuchar sin miramientos. Ya no parecía tan simpático. A él, como vecino, le molestaba mi falta de fe. Estaba sufriendo en carne propia, dijo, la decepción.
– ¿Y yo qué culpa tengo? -le dije.
– La decepción de que el viejo ya no se deje ver. Estamos quedando todos como unos mentirosos.
Todos era el barrio completo, menos yo. “Pobre polaco”, agregó. Le dije que estaba haciendo lo imposible por verlo, por sentir su presencia.
– Esa valentía suya no ayuda. Es pura apariencia. A los fantasmas hay que tenerles respeto.
Me di cuenta de que hablaba en serio. Un poco por piedad ante mi vecino tan mayor, le dije que estaba preocupado y que iba a seguir intentándolo. Él se metió en su Chevrolet Corvette 54 y arrancó sin saludar.
“Abuelo, esta es su casa. No deje que yo se la ocupe. Su hija la vendió con mala espina. No deje que los vecinos opinen feo de usted. El que murió mal no puede ser recordado como el mismo mal. Haga algo. Reaccione.”
Un oficial conectó la luz eléctrica por la mañana. Por la tarde vinieron a poner el teléfono. Uno de la cuadrilla que habló con Washington dijo que mi vecino de medianera me odiaba. Sus palabras contra mí habían sido: “con su terquedad, está estropeándolo todo”. El oficial estaba seguro de que hablaba de mí.
– No creo en fantasmas -le contesté.
“Levántese en la sombra antes de que las velas dejen de arder. Camine, venga. Se lo pido por favor, polaco viejo.”
– Su actitud me hace acordar al “NO VA” -dijo Aldo, cuando fui a quejarme por el producto defectuoso. René opinaba que yo ya me había vuelto como la gorda de mierda: alguien que se olvidó de escuchar al buen vecino. Celeste, simplemente, me llamó “hombre sin esperanza” en la verdulería. Fue como un sopapo. Yo ya ni dormía. Lo único que me quedaba por hacer era mandarle mensajes de texto a la gorda, como una compulsión. Escribí en mi teléfono:
“me vendiste una casa con un fantasma que no existe – quiero que se me devuelva el dinero que puse”
Escribí:
“siento que la presencia de tu padre me sigue a dos pasos de distancia, detrás de mí, pero me doy vuelta y no hay nadie – percibo su olor nauseabundo, aunque no haya ningún olor – cadenas inaudibles se arrastran a mi espalda – ya no puedo vivir en este estado”
Escribí:
“sus apestosos gritos sin volumen me corrompen el alma; algo imposible de explicar, sostener, menos aún de comprender o poner en palabras – estoy viviendo un trauma, el que usted me vendió con la casa”
Escribí, en el último arranque de desesperación:
“no doy más, Nora – esperar al polaco viejo me desgasta los nervios – exijo una clara respuesta de su parte”
Entonces contestó:
JÓDASE
USTÉ TIENE LA KULPA
Me enojé inmediatamente. ¿Culpa por dialogar con mis vecinos? ¿Por escucharlos? ¿Por intentar razonar dentro de un mundo de chismes y pavadas? Se lo escribí indignado. Yo había tratado, como mínimo, de entender el enigma de su padre muerto.
Ella solo contestó:
POR ESPANTARLO.
Gustavo Nielsen es arquitecto y escritor. Con La otra playa ganó el Premio Clarín de Novela. Otros de sus libros: Playa quemada, La flor azteca y El corazón de Doli.