Un enorme reptil entrado al país en el estuche de un contrabajo, una familia aislada que de pronto descubre que hay maneras de romper la soledad. Pero eso, después de todo, implica cambiar el orden de las cosas y que todo resulte demasiado apacible. Posibilidades de aventura que se pierden.
Hablemos ya de la naturaleza del cocodrilo, animal que pasa cuatro meses sin comer en el rigor del invierno que pone sus huevos en tierra y saca de ellos sus crías y que, siendo cuadrúpedo es anfibio sin embargo.
Heródoto, Euterpe, LXVIII
La mala fama que teníamos en la ciudad se justifica ahora por haber descubierto todo el mundo la presencia de un cocodrilo en nuestra casa. Mi tía Pina, que se empeña en ignorar la existencia del animalito oponiéndole una calma fingida, tuvo una intersección con la rabia cuando vio la foto del cocodrilo en la primera plana del diario. La rabia le alteró, quizás para siempre, algunos de los rasgos de virginidad, que ostenta cuando camina a saltitos habla por omisión o ignora al cocodrilo. Es una vergüenza, dijo aferrada a su pañuelo, aunque le habíamos explicado que el problema no estaba en tener un cocodrilo sino en que la gente pensaba que eso no era normal .Creo que se habló demasiado sobre este asunto del cocodrilo que tenemos en casa. Tanto, que todo lo dicho, a pesar de su volumen, no agrega nada a un hecho cuya máxima trascendencia es el hecho mismo. Y todo por desconocer la naturaleza íntima de los cocodrilos, vale decir la naturaleza de una parte bastante drástica de la realidad.
La fama no nos viene solamente de reclamar durante años a las autoridades por los ruidos molestos (¿qué ruidos, si todos los ruidos son normales? nos dicen siempre), sino de nuestra permanente resistencia a las visitas y por la misma razón a los amigos. No tenemos amigos porque cuando hubo que elegir entre ellos o él, por respeto al abuelo elegimos el cocodrilo. Así que además de sospechosos somos egoístas, y nos reprochan no integrarnos a ninguno de los clubes, grupos y subgrupos que existen en la ciudad. Todos saben que es muy difícil entrar en nuestra casa y que cuando alguien toca el timbre es cuidadosamente observado desde adentro por una mirilla que tenemos en la puerta principal.
El único que tenía entrada libre era don Misail, viejo militante del conservadorismo, excelente persona y jubilado, con un astigmatismo de -6 dioptrías gracias al cual siempre consideró que el cocodrilo era de aserrín. Cuando empezó a usar anteojos (y justamente ese día al cocodrilo se le ocurrió acercarse al conservador y olfatearlo) observó el fenómeno y explicó que acababa de advertir, asombrado, que no se trataba de un cocodrilo disecado sino de un juguete de material plástico. Menos mal, porque el descubrimiento de la verdad hubiera sido terrible para él.
Nuestro cocodrilo es brasileño, de cerca del lugar donde ahora está Brasilia. Mi abuelo el contrabajista, que salió de Génova para Buenos Aires, se equivocó de puerto y bajó en Río de Janeiro, y de allí, sin quererlo, fue a parar a la selva por equivocaciones burocráticas. Pero se adaptó. Le gustaba pescar sentado a las orillas del Amazonas, fumando una pipa. Un día puso la pipa y el yesquero sobre un palo verdoso, a saber, un cocodrilo. Cuando el animal abrió la boca para bostezar, el abuelo, abandonando momentáneamente su distracción, pudo advertir, por el hocico oblongo y la lengua pegada a la mandíbula de abajo, que se trataba de un cocodrilo. Lo llevó a la casa y lo domesticó. Cuando vino a la Argentina lo trajo disimuladamente en el estuche del contrabajo, donde todavía duerme por las noches y, a veces, las siestas.
Nos criamos familiarizados con el coco, turnándonos en las largas siestas de esta ciudad subtropical, donde no hay ríos, para echarle un balde de agua de vez en cuando y enfriarle un poco las escamas. Él forma parte de nuestra vida cotidiana.
El abuelo, sentado bajo la parra, lo único que suele decir, cuando no dormita, es que no nos olvidemos, de mojar al coco. Papá todas las noches antes de acostarse se fija para asegurarse de que esté dentro del estuche. Le dedica el domingo íntegro, lo lava con jabón, le lustra la cola, lo hace jugar con un pescado de material plástico. Mamá lo ignora pero no lo elude como tía Pina. A veces, cuando se lo lleva por delante, hace gestos de impaciencia los mismos gestos que usa cuando el abuelo se pone a insultar a este país en su dialecto. El abuelo, cuando lo ve demasiado quieto, le hace cariños con la punta del bastón, le habla en portugués y se lamenta de que haya perdido su color original y las membranas natatorias de las patas. Papá consiguió todas las historias que se han escrito sobre estos animales, incluida una de Dostoievski. Recibe cartas con recortes de diarios y revistas, a veces escritos en lenguas extrañas pero con algún dibujito de cocodrilos. Así ha hecho una gruesa carpeta, especie de curriculum del coco. El abuelo dice que son todas mentiras porque según él la verdadera historia del cocodrilo es el cocodrilo mismo.
Cuando supo por los diarios que el cocodrilo era de verdad, don Misail no volvió a nuestra casa, y perdimos al único amigo que nos quedaba. Tía Pina resolvió no salir más a la puerta de calle y permanecer soltera (como si no lo hubiera estado siempre) durante el resto de sus días en el fondo de la casa. En la sección de cartas al director del diario local salen todos los días opiniones de los habitantes de la ciudad sobre el caso del coco. La mayoría de la gente nos ataca, y los pocos que nos defienden lo hacen en un estilo poético que nos descoloca. Papá ni siquiera las lee y no quiere que las comentemos. Yo las recorto y las guardo en la carpeta del curriculum de Coco.
La denuncia fue hecha por un vecino (uno de los más eficientes protagonistas de los ruidos molestos) después de muchos acechos y consideraciones. Parece que una noche que nos olvidamos de entrar al cocodrilo y lo dejamos en el patio (la verdad que hacía mucho calor, esa noche me tocaba a mí entrarlo, pero me dio lástima y lo dejé para que tomara el fresco), el vecino puso un aparato en la tapia y grabó los ronquidos del coco, y llevó la grabación a la Municipalidad, donde dijeron que se trataba del ronquido de un monstruo. Después vino la policía y tuvimos que aceptar la tenencia del animal. Entraron a sospechar cosas, buscaron nuestros prontuarios, hurgaron nuestra biblioteca (compuesta únicamente por libros sobre cocodrilos) y finalmente se llevaron al coco, que fue sometido a un estudio completo por una junta de veterinarios. Cuando comprobaron que se trataba de un cocodrilo y de ninguna otra cosa, nos lo devolvieron, pero mucho más flaco y menos anfibio que nunca.
Casi todos los vecinos vinieron a solidarizarse con nosotros y ofrecernos ayuda, pero mientras hablaban amablemente no dejaban de mirar con repugnancia el indeclinable aspecto de reptil que tiene el coco. La tía lloraba encerrada en las piezas del fondo. El comisario, que al fin y al cabo es un viejo amigo del abuelo, nos visitó cuando terminó la investigación y nos dijo que agradeciéramos su intermediación, «si no a estas horas el bicho estaría convertido en cartucheras y botas para la tropa». Después dijo: «lo que nos hizo dudar también fue que el bicho no llorara en ningún momento. ¿De dónde saldrá eso de las lágrimas de cocodrilo?». Ese es otro error de la gente, que ignora que los cocodrilos no lloran nunca, explicó papá.
Siguiendo los consejos de la policía y de los vecinos, ahora nos hemos hecho socios de varios clubes y recibimos todas las visitas. La normalidad que en el fondo siempre deseó mamá parece que ha llegado por fin, porque la tía Pina salió ayer a la calle, con un vestido floreado.
Un médico que fue diputado hace algunos años y que de vez en cuando escribe en el diario local dijo en una de las cartas al director que todo este asunto había significado para nosotros la Extracción de la Piedra de la Locura.
En general dicen que nos hemos liberado. Para no contradecir, ponemos cara de libres, sobre todo cuando salimos a la calle o cuando nos visitan. Pero a decir verdad, nos sentimos condenados, violados vacíos.
El único que no tiene problemas es el cocodrilo, que sigue la rutina iniciada hace tiempo, mirando a veces con sus ojitos más bien tristes y, por su condición de ejemplar desmesurado, siempre con la cola fuera del estuche.
Daniel Moyano (1930-1992) es uno de los tantos buenos escritores argentinos que no merecen el olvido. Fue un gran cuentista y entre sus libros se pueden nombrar Artistas de variedades, El monstruo y otros cuentos y El estuche del cocodrilo.
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