Un viaje en un subte al compás del relato de las mil y una vidas de un hombre que vive sus otras vidas de tal manera que puede contarlas como ciertas.
Acaso todos, sin excepción, hayamos deseado vivir otra vida. Haber despertado alguna vez bajo el sol de Malasia para ir a esperar un barco en las cabañas de bambú y paja del puerto, o escuchar los lamentos musulmanes en las noches sin luna de Jartum, o sentir el óxido del miedo en la boca a seis metros de un tigre de Bengala mientras lo ubicamos lentamente en la mira del rifle. ¿Quién no sobrevivió a una extenuante huida por las pringosas orillas del Ganges tras haber cruzado la selva, perseguido por los tugs?
Hollywood, los libros, las historias o los sueños nos suelen asomar, precisamente, a esas fantasmagorías del deseo. Y de paso, nos devuelven la impresión difusa de que nos hemos equivocado de espectáculo.
Pero en 1990 conocí a Evaristo Lagomarsino, 62 años “sin jugar jamás en la B”, oriundo de Rosario y afincado en la capital, era evidente que hacía años había decidido ser otro mientras trabajaba de sereno en un depósito de Villa Crespo.
Así como Bruce Wayne, de aburrido millonario se transfigura en Batman, Lagomarsino –mientras matea solitario en las madrugadas- urde su pasado y lo cuenta –por ejemplo- a un ocasional acompañante de subte como yo, que lo escuchó mientras el vagón se bambolea estruendosamente.
Tal como lo ven, canoso, flaco y de rasgos afilados, vestido con su equipo Grafa color caqui, barba de un día, masajeando indefinidamente un cigarrillo negro, de gestos módicos como si lo vivido le hubiera arrebatado la sorpresa o el apremio.
Lagomarsino fue el tipo que, en una gran fiesta sucedida en una mansión de Santa Mónica, California, sedujo a Joan Crawford; le vendió la idea de Los 10 mandamientos a Cecil B. de Mille, le enseñó jugar al truco al mafioso Lucky Luciano la noche en que ambos se embarcaron para La Habana, en 1952; y hasta fue capaz –años después- de aconsejarle al Che Guevara que se entrevistara con Frondizi, antes de que se celebre lo que se llamó Conferencia de Punta del Este, en 1962.
Ubicuo y necesario, Evaristo Lagomarsino supo amasar cierta fortuna pero se la patinó en Hollywood.
-Acariciarle las caderas a la Crawford era caro –evocó- bailar un fox-trot con ella significaba cenas, joyas y pieles, después.
Evidentemente la incredulidad me ganó los ojos porque este bon vivant (RE), reacomodándose en su asiento, me dijo:
-Ya sé, no me creés, pero qué le vas a hacer, sucedió así.
Su affaire con Joan Crawford le permitió conocer a las luminarias de la meca del cine.
-Pero no te vayas a creer –suspiró- eran todos unos chantas, eran giles de cuarta, para uno que anduvo en los bailes de Rosario Central aquello era un paseo: se ganaba fácil. Imaginate, la Crawfod me vareaba por todo Hollywood como un reservado gran campeón.
A la altura de la estación Carlos Gardel, Lagomarsino –por lo menos- ya era Lepera.
En una boite de Las Vegas conoció a Lucky Luciano. Había humo y poca luz. Lagomarsino bailaba un tango con una mexicana cuando un ropero de mandíbula cuadrada le tocó el hombro y le dijo: “te quiere hablar el patrón.”
En una mesa circular, sólidamente abastecida de champagne, el Lucky Luciano, rodeado por jolgorientas platinadas y adustos carniceros con trajes cruzados, lo invitó a acompañarlo. Cinco horas después, borrachos y dichosos, emprendieron un viaje a Cuba. El objetivo: Lagomarsino debería enseñar el truco en los dos casinos que il capo poseía en la ciudad.
Ya a punto de descender en la estación Carlos Pellegrini, Evaristo Lagomarsino me contó que conoció al Che Guevara.
-Era alto, impresionaba el jodido, todo verde oliva, la boinita negra y la boca le caía un poco, así, medio canchera y rosarina- describió entusiasmado.
Por supuesto, Lagomarsino le dio una mano considerable al Che, indicándole qué hacer para remontar la economía cubana –“abrir las timbas de la vieja época, eso va a traer dólares”- y la necesidad de verse con Frondizi, “cosa que hizo después, te acordarás. El quía me lo agradeció y hasta me regaló una caja de habanos.”
Cuando Lagomarsino bajó y me saludó con un emocionado abrazo y se entremezcló con la gente, eran las siete y treinta de la tarde.
Esa noche, en un galpón de Villa Crespo, alguien iba a regresar a una fiesta en Beverly Hills o a darle un abrazo a John F.Kennedy, segundos antes de subir al Cadillac descapotable que lo pasearía por las calles de Dallas, Texas, una fatídica tarde de 1963.
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