La muerte puede ser un simulacro, una pura invención, una broma entre amigos y de pronto volverse rea. Todo sucede en un yate con caníbales al acecho.
Baste para indicar mi actual estado y condición que he superado con mucho la edad en que esos moscardones invadían la casa al grito de “¿cómo se siente? ¿cómo se siente, abuela?”, pertrechados con cámaras, luces y micrófonos. ¡Vieja!, eso hubiese querido gritarles, ¿cómo mierda creen que se siente una mujer de más de cien años? Pero no, siempre fui compuesta, modosa, y ahora, como pueden ver, es demasiado tarde: ya no puedo hablar, ya no puedo moverme, ya no puedo negarme a nada, ¡hasta hacer señas para pedir un vaso de agua me cuesta! y cada media hora la enfermera me tiene que poner gotas en los ojos para que no se me sequen como el vientre. Este cuerpo de niña momia, de ojos perdidos y boca siempre entreabierta, no le interesa a la televisión. No es edificante. En aquella época, cuando apenas conseguía disimular el temblor de mis manos, la resequedad de la boca me había creado el reflejo de salivar constantemente, empujando la dentadura fuera de lugar, y había perdido casi todo el pelo y el control de los esfínteres, al parecer en aquella época sí lo era.
Es que la gente le tiene miedo a la inmovilidad, no quieren estarse quietos porque creen que se van a morir. Ojalá. Yo lo intenté cuando cumplí 90. Me metí en cama decidida a quedarme ahí, a ver si me moría, y así estuve hasta los 94, cuando harta y resignada me levanté a hacerme una torta de nuez y canela, porque ya no teníamos servicio en la cocina, las últimas mujeres de la familia salieron inútiles y mis hijas estaban todas muertas. ¿O fue a los 95? Me pierdo, es el problema de llegar a una edad como la mía. No soy la única, por suerte. Hasta donde sé, siguen vivos la Yeya Cayorde, Matilde, Virginia, Victoria y los hombres: Goyo, Bernardo, Hilario, Ricardo y Pepito. Todos los que estábamos en el barco pasamos holgadamente los cien y seguimos acá. La gente seguro sospecha. Lo noto en la mirada entre curiosa y asqueada de las enfermeras. Tendríamos que haberlo contado a tiempo, confesar, pero ya no hay manera de sacárnoslo de encima y morirnos de una buena vez.
Adolfo y la puta que te parió.
Éramos muy unidos, nosotros. Ninguno tuvo indiscreciones con personas que no fueran del círculo; ni siquiera Goyo, que para cumplir con el destino de Don Juan de los de su familia tuvo que hacernos la corte a todas y después, de puro aburrido, afilarse a nuestros maridos. Igual no voy a pasar revista, porque ahí una queda como una vieja chocha que divaga y yo si algo quiero es organizar mis pensamientos para tener la conciencia tranquila, que me escuche Dios, aunque si existe seguro tendrá algo mejor que hacer.
Éramos diez, diez y Adolfito, claro. No me acuerdo de quién fue la idea de alquilar el yate. Lo tomamos con tripulación y todo en Italia, para bajar a Santorini, un verano que nos tenía a mal traer, bastante escorchados.
Nunca llegamos. Ese día nefasto, yo había decidido estrenar un conjunto brutal, porque nos habían dicho de hacer escala no recuerdo dónde. Era casi mediodía y estábamos en cubierta con el estómago algo vacío. Nosotras tomábamos sol y ellos parte de la dotación de Chianti que habían embarcado antes de partir. De pronto, el barco fue aminorando la marcha hasta detenerse. Sube uno de tripulación, muy nervioso, un muchacho divino, y le dice algo al oído al capitán o no sé cómo se llama, y el tipo muy incómodo los agarra a Goyo y Bernardo y se los lleva al otro lado de cubierta. Nosotras nos bajamos los anteojos oscuros y giramos la cara, dando a entender que no se nos pasaba una, pero después nos encogimos de hombros. Habrán pasado cuatro minutos hasta que a Goyo se le escapó una palabra bastante gruesa, unas cuantas palabras gruesas, y bajamos corriendo las escaleras. “¿Qué pasa? ¿Qué pasa, pichón?”, gritamos. Y bastó que nos dijera “Adolfo” para que todos supiéramos que se nos había arruinado el día.
Le gustaba fingir su muerte, a Adolfo, vaya a saber de dónde le venía la manía. En su familia siempre dijeron que arrancó cuando era chico, muy chico, en esa edad que todos fantaseamos con morirnos y ver la reacción de nuestros padres desde arriba, como los dignos angelitos que creemos ser. Cuestión que él, por casualidad, se cayó de un petiso o no sé, en pleno verano, y como se desmayó dos o tres minutos, la madre pensó que estaba muerto y gritaba como una descosida. Goyo, que en una época estudió los neurasténicos, suponía que la mujer lo habría apretado contra el busto, ahogándolo, y que ese momento debió ser de gran intensidad erótica para el chico, propiamente hablando. La cosa es que la bromita se le volvió costumbre y cada vez peor. A los catorce, ya, hizo como que se lo llevaba el río para aparecérsele a la familia tres días después, muerto pero de risa. Tremendo. A Beba, su primera novia, le hizo creer que se había caído del balcón de la garçonière del padre y ella lo lloró hasta encontrárselo en las páginas de sociedad, muriéndose en plena fiesta de compromiso con otra. Nosotros mismos estuvimos a punto de armarle el funeral tres o cuatro veces. Demasiadas veces.
—Dice el chico que Adolfo se cayó al mar.
Cara de chinche generalizada.
—¿Contaron los botes?
Goyo asintió.
—Chequeamos todo. Yo pedí que lo busquen y lo saquen del agua. Lo están rastreando.
Como a la hora llamaron a los hombres y les presentaron un cuadro dantesco: nuestro amigo tenía la cara desfigurada, porque habían tenido que levantarlo a arponazos. Hilario intentó encontrarle el pulso, pero no hubo caso. A los apurones, se improvisó lo más parecido a un sepelio que uno puede armar en medio del Mediterráneo. No pedimos que se mande cable a la familia porque iban a creer que era otro chiste, casi ni le dirigían la palabra. Nosotros tampoco estábamos muy dolidos, la verdad, todo se desarrollaba en un marco poco real, entre ese calor aplastante, el balanceo de la embarcación, la languidez de los estómagos vacíos y la horrible sombra de su manía.
—Qué odio… —se animó por fin Vict —, no puedo dejar de pensar que en algún momento se va a levantar a las risotadas, delante de todos estos… un papelón.
Sonreímos, como si se tratase de un recuerdo querible, pero a nadie le causaba gracia. Bernardo, el que mejor lo conocía, se acercó al cajón.
—Levantate, Adolfo.
Nos miró y lo intentó una vez más, sacudiéndole un poco el brazo. Ni lerda ni perezosa, Matilde, que estaba al lado, le acercó el dedo al amasijo de la cara, como buscando la trampa, y hasta se llevó el dedo a la nariz para olerlo, pero puso cara de asco y sacudió la cabeza.
—Levantate —, insistió Bernardo. —No nos cagues Santorini.
Ahí Yeya lo empezó a sacudir más decidida, aunque nos decía “no sé para qué. Si está muerto de verdad no se va a levantar; y si está embromando, tampoco”; y acto seguido, para que reaccionara o por enojo, le propinó una buena cachetada, con todos los anillos.
—¿Hasta cuándo, Adolfito, hasta cuándo?—, gritaba, mientras los demás, angustiados, le pedíamos que por favor se levantara. Siempre fue un tipo de mierda, Adolfo, pero para quien no lo conociera, debíamos de parecer unos desequilibrados, tanto que el capitán se animó a sugerir que tal vez fuera mejor que dejáramos el cadáver en sus manos. Indignado, Goyo se las arregló para sacarlo del camarote a los empujones y que nos dejara en paz.
Gran error, la verdad, porque apenas nos quedamos solos, fue peor: nos desbocamos, queríamos a toda costa que reaccionara, que pisara el palito y se terminara el chiste.
Lo sacudimos. Le gritamos en la oreja. Le aplaudimos la cara.
—Hablale vos, Goyo.
¿Quién podía asegurarnos que estuviera muerto, cuando un año antes nos había hecho creer que se había incinerado en el Jockey y nos tuvo dos meses visitando a ese don nadie en el hospital del quemado? Matilde, pobre, lo había tenido que ver una vez con las tripas que se suponía eran suyas al aire, después de batirse a duelo con un peoncito confabulado en la broma. Su madre, su propia madre, fue testigo horrorizada de su caída libre desde el mirador de Sacre Coeur.
Ricardo se acercó al cuerpo llevando su pocillo de café y se lo tiró en la cara. Virginia, maliciosa, le clavó su broche en el pie y Pepito, menos sutil, le retorció las agallas. Hilario le clavó un cuchillo en la mano, Yeya lo quemó con cigarrillo y Goyo, harto, le reventó los ojos con un descorchador de vino, implorándole “cortala, carajo”, pero el muy hijo de puta nada, rígido, ni se movía. Sin importar qué hiciéramos, ni se movía. Parco, mudo, ingrato, ahí, en sus trece, burlándose de todos nosotros, decidido nomás a cagarnos Santorini.
Y tanto jodió, tanto jodió, que nos lo tuvimos que comer.
Hugo Salas es periodista y escritor. Entre sus libros, Los restos mortales, Cuando fuimos grandes y El derecho de las bestias.