A veces la instancia del fuego apaga los más intensos ardores, sobre todo ese que se simplifica como amor-odio. Una historia troceada para demostrar que la envidia es buena cocinera.
Por ahí exagero. Por ahí exagero y ella no es (no era) tan buena, después de todo.
Después de todo, nunca estaba. Nunca estuvo, jamás.
Lo que pasa es que sabía moverse. Sabía parecer. Era algo que imponía con su sola presencia. Y si hablaba, ni hablar. Ahí sí, todos quedaban embobados. Los compraba. A todos. Niños, jóvenes, ancianos, hombres, mujeres, sin excepción. Por eso la odiaba. La amaba y la odiaba. Yo, que al lado de ella no era nada. Al lado de ella yo era fea, gorda y sucia. Mugrienta, zaparrastrosa. ¿Lo era? Porque ahora lo soy, pero ella no está. Entonces no es en comparación. Soy mugrienta y todas las otras cosas en sí. O en mí, como se diga. Y no es que yo creyera que ella era mala, al contrario. Yo la idealizaba, creía que era buena y yo, una porquería. Recién ahora, después, pienso que tal vez ella no haya sido tan buena después de todo. Pero tampoco me sirve de consuelo.
No necesito en realidad consuelo, necesito pensar. Y más que pensar, resolver. Qué hacer con este desparramo de sesos. Una pierna por aquí, un brazo por allá. Como si hubiera desmembrado una muñeca. Le puedo sacar el como si, también, y decir: desmembré una muñeca. Y qué me pasa, qué siento. No siento nada. O miento. Siento una urgencia: reunir este desparramo, limpiar. ¿Eso es todo lo que siento?
Si ella, un suponer, hubiera sido efectivamente tan mala, entonces ¿eso me absuelve? Te atrapé, ahí te atrapé, lo que sentís es culpa. ¿Quién habla? ¿Quién me habla? ¿Hablo yo o quién? ¿Culpa? ¿Siento culpa, además de la urgencia de limpiar este desorden? ¿Ordenar esta mugre?
¿Siento culpa? O, mejor dicho: ¿por qué cosas no siento culpa? Pero ese es otro cantar, eglógico y sencillo, del grillo. Desvarío. Efectivamente, desvarío. Se ha levantado grillo esta mañana. Grillo.
¿Por qué la maté? ¿Por qué mierda? Si ordeno, si junto lo que desuní, ¿revive? No, sé que no. ¿Por qué la maté? Si ni siquiera pensaba que era mala. Si yo la consideraba buena. ¿Qué hizo, que me dijo para que la matara? ¿O es al revés, es porque era buena y linda y todos se derretían a su alrededor por esa cosa que emanaba, como ese calor, esa atracción? La puta madre que lo remil parió. Grito. Si grito no me oyen. Grito: ¿¿¿¡¡¡por qué carajo la maté!!!??? ¿Cómo volver atrás lo que es imposible de remendar? Remendar. Y si la coso. Si uno los pedazos y la coso con una aguja de colchonero, hilo grueso, no sé. Coserla. ¿Cocerla? ¿Y cocerla? Comerla, una manera de incorporarla, como los caníbales. Muy Hannibal Lecter. Prefiero a Dexter. Mil veces. A Hannibal Lecter lo destruyó Anthony Hopkins. Disculpen, muy actor inglés y todo eso. Muy buen actor, como Ema Thompson, muy indiscutible su talento. Pero no me gusta, no me gusta nada Hannibal Lecter. En cambio, Dexter. El tipo tiene algo. Será que los yanquis me gustan más que los ingleses. Comerla, ñam ñam. Comerla, sí, eso va a aliviar mi culpa, en eso estaba, en la culpa. Por qué, por qué lo hice. Enceguecida, estaba. Rojo, lo veía todo. Segura de mi decisión, mi impulso, como sea. ¿Lo planeé? Si no lo planeé, ¿soy menos culpable por eso?
No creo que haya una cacerola tan grande. Esta mujer, ¿dónde guarda las cosas? Perdón, gata, te pisé la cola. Me mira, la gata, con esos ojos amarillos, me dan miedo esos ojos. La gata tal vez me odie, tal vez quiera vengarse. Tengo que abrir la puerta, así se va. Tiene que irse la gata, antes de que sea tarde, antes de que quiera vengarse y me salte encima, me arañe, me clave esos dientes filosos de gato horrible.
Pero la muy turra no se va. Fuera, gata. Gatita, gatita, gatita, mirá, te abrí la puerta, podés irte, dale, andate así la cierro la puerta, en poco tiempo tu ama va a empezar a largar ese olor putrefacto de los muertos. Pero la gata no se va. Puta madre. Ni siquiera se acerca a oler, tal vez podría comerse a su dueña de a poco. Pero nada. Estática, inmutable, la gata esta de mierda. Ya sé, cierro la puerta, abro la ventana, ya se va a ir. Acá, esta cacerola puede servir, y esta, y esta, una en cada hornalla, otra en la fuente del horno. ¿Cuántas cacerolas hacen falta para cocinar a una persona? Decí que Flor era flaca, no como yo, gorda. Por eso, tal vez, se murió. Digo, porque al margen, igual quizás se moría si seguía tan anoréxica, tan flaca. ¿Por qué tenía tantas cacerolas siendo tan flaca?
Ahora empecé a transpirar, mejor pongo manos a la obra. Cuchillos, sigo con la sierra mejor. Esto va a tardar. En las películas lo hacen en la bañadera, hay que dejar correr el agua así la sangre… Mierda que pesa.
No parecía. Qué gracioso. No es tiempo para reírse, no sé por qué me río. Esto no tiene ninguna gracia. O tiene toda la gracia. María llena de gracia. Flor llena de gracia. Estamos, va a ser duro cortar todo. No lo puedo creer. No tendría que haberlo hecho. Me quiero matar.
Tres cacerolas, dos fuentes de horno, y no entra todo. Descarto vísceras, a la basura. La cabeza, acostada, es decir, sobre una mejilla, entra justo en el horno. La otra fuente en la parte baja, con las costillas. Lo que más costó fue el tronco. ¿Será un oficio, el de cortacadáveres? Porque ya tuve mi primera experiencia.
Estoy cansada, exhausta, y todavía me falta esperar a que todo esté a punto, después congelar. Toda la heladera y el freezer va a ocupar. Si hubiera unos gigantes que comieran humanos, necesitarían heladeras industriales verdaderamente grandes. Pero bueno, serían gigantes, así que sus heladeras serían grandes de por sí.
No sé si voy a tener ganas de comer, después de todo esto. Estoy un poco asqueada, y me falta lavar toda la sangre que quedó derramada por toda la casa. Los azulejos del baño salpicados, la marca en los pisos del arrastrarse.
Ahora que lo pienso, tengo que deshacerme de la sierra, porque eso sí sería una prueba de que lo planeé. ¿Por qué una chica va a tener una sierra en su casa? Una chica como Florencia además. Tan angelical.
¿Estará esto? Agrego sal, unas hojas de laurel. Dios mío, qué pocos condimentos tiene esta mujer. Orégano y pará de contar. Una cebollita. Sería una sopa de Flor. Si abriera un restaurante ofrecería sopa de Flor, costeletas de Flor a la parrilla, cabeza de Flor al horno.
No doy más, voy a probar un dedito aunque sea. Mmmm, no, le falta, pero va queriendo. Va queriendo.
Gata, qué hacés, no te fuiste gata. Abrió la bolsa con las vísceras, la muy turra, te estás comiendo las vísceras de tu ama, pelotuda. ¡Crudas! ¿Le gustan? Tiene el hocico ensangrentado, claro. Ahora sí me da miedo, esos ojos. Fortalecida por la sangre de la muerta, va a buscar venganza, se va a abalanzar sobre mí. Tendría que haber calculado a la gata. Es muy jodido matar a un gato, cómo lo agarrás. Además, les tengo terror. Gata. Creeme, me siento muy muy muy mal, muy culpable. Arrepentida, creeme, gata.
No sé qué hacer. ¿Ya pasó cuánto, una hora? ¿Cuánto tardará en cocinarse una persona? Yo apago todo y me voy a la mierda. Vuelvo a la calle, total, no soy nadie, nadie me conoce, nadie me va a buscar. A Flor, en cambio. Van a llorar por Flor. La puta madre. Encima, van a llorar.
Gabriela Saidon es periodista y escritora. Entre sus libros, La montonera, Qué pasó con todos nosotros, Cautivas y La farsa. Los 48 días previos al golpe.
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