Hija de un periodista legendario y periodista ella desde muy joven, Gabriela Selser (foto) reúne en este libro – prologado por Sergio Ramírez – una serie de relatos sobre su experiencia alfabetizadora en la naciente revolución nicaragüense, en el marco de la guerra entre sandinistas y “contras” que cubrió como corresponsal del diario Barricada. El libro será presentado a principios de julio en la Argentina y, como adelanto exclusivo, Socompa reproduce aquí uno de sus capítulos: “Cortázar y las naranjas de Bismuna”.
Una fila de cadáveres descompuestos, henchidos, con la piel a punto de estallar, flota en la laguna Bismuna, que desemboca en el Mar Caribe, en el extremo noreste de Nicaragua y muy cerca de la frontera con Honduras. Y junto a la laguna se ubica la aldea de Bismuna, hasta hace poco habitada por indígenas misquitos y hoy abandonada. Los soldados sandinistas caminan en silencio, vigilantes como panteras, inspeccionando el lugar, mientras de las bocas de sus fusiles emanan hilos de humo.
Descendemos del helicóptero MI-8 y caminamos sobre un tendal de casquillos de balas. A nuestro lado pasa una veintena de escritores y religiosos estadounidenses, miembros de grupos de solidaridad que han decidido realizar aquí una vigilia por la paz, para motivar un mayor respaldo internacional a la revolución.
Entre ellos, la poeta nicaragüense Claribel Alegría se des- plaza con dificultad sobre las piedritas que se clavan en la suela de sus zapatillas de lona y me alcanza frente a un grupo de casas vacías. Su esposo, el periodista norteamericano Bud Flakoll, le toma el brazo. También Julio Cortázar le tiende una mano con afecto.
El escritor argentino había llegado como todos a Bismuna para la vigilia de paz. Vestía una camisa blanca holgada, vaqueros y botas de cuero, cuyos cordones lo vi atar una y otra vez mientras conversaba con los jóvenes soldados. En silencio, su silueta recorrió varias veces el arriesgado paisaje rural, sus piernas larguísimas avanzando sobre las piedras.
El paisaje es bello y a la vez tenebroso, bajo un calor que derrite hasta los pensamientos. “El sol como de plomo fundido”, dice Cortázar. Desde el norte, sobre el terreno pantanoso, el aire se mueve cargado de suspenso. Es un día húmedo de febrero de 1983 y a nuestro alrededor solamente han quedado las huellas del éxodo brutal. Como rastro de la última batalla, tan solo 48 horas antes, el agua remoja con un sonido rítmico los cuerpos de los contras tendidos en la orilla.
A pocos metros de ahí, una casa abandonada. En su interior, sobre una de las paredes de tablas, dos fotos sin marco ni vidrio, en las que una niña sonríe enfundada en su traje de primera comunión. La Virgen María ora con la vista al cielo en un almanaque sucio, mohoso. Y sobre la puerta de bisa- gras crujientes, un corazón dibujado con tiza: “Juana ama a Leopoldo”.
Todos se han ido. Un pueblo arrasado por las balas. Muchos murieron, otros huyeron a Honduras y el resto fueron evacuados por el EPS hacia el interior del territorio después del ataque, para evitar que los contras hicieran de este sitio una retaguardia permanente que les permitiera ingresar y luego volver a sus campamentos instalados en Honduras, al otro lado del fronterizo río Coco, donde soldados, aviones y barcos de Estados Unidos realizaban por esos días los ejercicios militares combinados “Pino grande”. Bismuna tenía la desgracia de estar ubicada en un punto clave de la estrategia militar.
A las cinco de la tarde, el teniente a cargo de la zona pidió a los visitantes que ayudáramos a cavar trincheras. Aunque los contras habían sido expulsados de aquí por los guardafronteras un día antes de nuestra llegada, nos explicó, era mejor prevenir e identificar las posiciones más seguras antes de que oscureciera. Cortázar tomó una pala, como todos los demás, y comenzó a abrir la zanja. No conversaba. Tampoco escribía, pero estaba pendiente de su lápiz de grafito que caía una y otra vez del bolsillo de la camisa entre palada y palada. Excavó hasta el atardecer, cuando su cintura se ocultó por fin dentro de la estrechez de la tierra.
Los profundos zanjones quedaron listos tres horas después; los militares hicieron una fogata de troncos y de hojas, y los artistas empezaron a cantar. La famosa cantante Norma Helena Gadea, que tenía 26 años y una voz ya entonces insuperable, entonó con su guitarra melodías revolucionarias, que eran coreadas por el resto de los asistentes. La guardia de la noche se dividió luego en turnos de cuatro horas, para que algunos pudieran dormir mientras los otros hacían posta, los ojos más abiertos que nunca, como queriendo hipnotizar a los árboles silueteados junto a la laguna.
Pasada la noche, el aire de la mañana vuelve a traer el hedor de los cuerpos, unos quince o veinte, que todavía flotan enredados en bejucos amarillos. ¿Cuándo los enterrarán?, pregunta alguien. ¿Por qué no los incineran?, sugiere otro. Indolente, un soldado resuelve las dudas: “El mar se los va a llevar…”.
Decenas de naranjos apenas agitados por el viento rodean las casas huérfanas. Y sobre la grama fresca, confundido entre los casquillos y los jirones de ropa, un manto anaranjado de frutas. “Qué terrible que no haya nadie para recoger estas naranjas”, maldice Cortázar, entristecido, al tiempo que espanta un batallón de mosquitos a su alrededor. Sobre las gafas oscuras, de grueso marco de carey, caía de pronto un mechón de cabello desordenado.
Era este su séptimo viaje a Nicaragua. El primero había tenido lugar a mediados de la década de 1970, cuando conoció Solentiname y una zona de la frontera con Costa Rica, acompañado del escritor Sergio Ramírez. Volvería a menudo tras el triunfo de la revolución “por una obsesión de amor”, según comentó en una entrevista. En diarios europeos publicaría luego innumerables artículos en defensa del sandinismo y uno de sus últimos libros, Nicaragua, tan violentamente dulce, salió impreso en Managua seis meses después de la vigilia de paz.
“La situación es grave en Nicaragua. Comprenderlo ya es algo; tratar de echar una mano sería mucho mejor”, escribió a mediados de 1982, al reafirmar su apoyo a la causa sandinista, que al igual que la revolución cubana había captado su atención.
Viudo, Cortázar parecía buscar en la desolación de Bismuna su propio conjuro contra la muerte. “Si al menos Carol estuviera aquí…”. Ella había fallecido el año anterior, víctima de cáncer. Claribel Alegría me contó que él amaba tanto a su mujer que una vez le dijo que deseaba que ella muriera primero, para evitarle a Carol Dunlop el dolor de su propia partida.
La segunda noche tomó de nuevo el fusil y caminó con sus pasos largos hasta ubicarse en la última posta. Desde mi pozo tirador reparé en el contorno de su espalda encorvada, sus manos inmensas sobre ese metal ajeno. Demasiado silencio para tantas palabras. Seguí mirándolo casi toda la noche. Y si atacan de nuevo; si nos matan. No, no a Cortázar. Él parecía hechizado por aquel cielo negro, apenas salpicado de destellos, y así lo escribiría luego: “Nunca las estrellas de la caliente noche tropical me parecieron más brillantes y hermosas, mientras velaba junto con mis compañeros norteamericanos (…), el humo de nuestros cigarrillos era más dulce y más perfumado en torno a la fogata de medianoche”.
Un pájaro cantó animado por el sol, cuando emergimos desvelados de las trincheras. El helicóptero pronto vendría a buscarnos, por lo que decidí abrir mi libreta y adelantar, apoyada en una roca, algunos párrafos de la historia de esos tres días intensos. El escritor pasó a mi lado y me regaló un gesto cansado. Volvió a acercarse minutos después con una taza humeante y olorosa, lista para compartir: “¿Un cafecito, compañera?”.
Al saberlo sentado junto a mí, mi mano se cohibió. “Seguí, no te detengas, por favor…”. Le sonreí. “¿Puedo ver la nota?”, preguntó recatado. Su voz era suave, prudente. Demasiado humilde para ser argentino –pensé–, igual que mi padre y que Juan Gelman. Le entregué la libreta de espiral y me alejé unos pasos hasta mi mochila donde fingí buscar cualquier cosa. Avergonzada de mis letras principiantes, espié sus ojos mientras él seguía leyendo, con la expresión relajada de quien desayuna en bata frente a un periódico.
Lo observé a la distancia durante varios minutos. Me parecía mentira que ese hombre amable, sencillo, fuese el monstruo literario que mi familia siempre admiró. Como mi maestra de quinto grado, que no se cansaba de repetir, orgullosa, que ella había nacido en el barrio porteño de Banfield, donde transcurrió la infancia del escritor. ¿En qué puede parecerse Bismuna al París de Rayuela, al café de la rue des Lombards; la Maga dejándose besar, libre, junto a las barca- zas del canal Saint Martin; Rocamadour perdido en medio de la noche? “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano”, le escribió Oliveira a la Maga, con quien se citaba vagamente en un café para desafiar el peligro de no hallarla, y se encontraban siempre por casualidad porque “la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse”.
Quizá Cortázar había viajado a Bismuna para repetir su práctica de comprobar por sí mismo las cosas: “Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar verdades fabricadas. A mí no me bastaba que me dijeran que eso era una mesa o que la palabra madre era la palabra madre y ahí se acababa todo. Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mí un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba”.
Un rato después, el ronroneo de un motor anunció la llegada del helicóptero. Cortázar me devuelve la libreta. “Me atreví a agregarle un párrafo final”, comenta, cómplice. Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Managua me armé de valor y le di un abrazo. Me invitó a asistir, días después, a una ceremonia en la capital donde le entregarían la Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío, previo a su regreso a Francia. Nadie imaginaba entonces que él moriría exactamente un año más tarde, el 12 de febrero de 1984.
Ya frente a mi escritorio, busqué la nota que había estado preparando sobre la vigila en Bismuna, para pasarla a máquina y entregarla al editor. El epílogo del texto eran solo dos líneas escritas con su lápiz:
“Alguna vez este será un lugar de paz y aquí se construirán escuelas. Y siempre habrá gente para recoger todas las naranjas”.