Las fotos pueden ser distintas formas de viaje; al pesar, al alivio, a lo que duele, a lo que se fue para siempre. El recorrido por una exposición que muestra el Chile de los tiempos de Pinochet es una manera de contar un país que no deja de estar presente.

Antes de viajar a Santiago sus amigos le recomiendan que vaya a ver la exposición de fotografías sobre la dictadura de Pinochet que inauguraron en el centro cultural Gabriela Mistral. El avión aterriza a las 7 de la mañana pero en el aeropuerto Pudahuel aún es de noche. Hace cuatro años que dejó Santiago y le sorprende que a las 7 y 45 de la mañana la ciudad siga a oscuras. A la negrura de las calles que conectan el aeropuerto con la ciudad se suma una pegajosa neblina que le hace recordar las mañanas posteriores a las protestas nocturnas contra la dictadura, cuando a la niebla se sumaba la resaca que el fuego y la represión dejaban en las calles, el picor de los gases lacrimógenos adherido al alquitrán.

Las puertas traseras del furgón policial están abiertas. Uno de los policías observa preocupado la calle aparentemente desierta, otro obliga a subir al furgón a un hombre moreno con bigotito y chaqueta a cuadros que abre la boca para gritar su nombre a los peatones que esa noche no circulan por la calle, o al fotógrafo

 

El auto colectivo que abordó en el aeropuerto dobla por Providencia para dejar a un pasajero; estudiantes de todas las edades caminan enmudecidos a sus escuelas; las mujeres arrastran del brazo a sus pequeños semidormidos al jardín de niños para seguir ellas al trabajo; las panaderías presentan largas filas de personas que prefirieron salir de la cama media hora más tarde sin tomar desayuno. El reloj de su celular avanza y en la calle continúa siendo de noche. Le pregunta al chofer por qué aún no aparece el sol. Él le cuenta que este invierno las autoridades decidieron no atrasar la hora. “La gente reclamó pero no consiguió nada”, agrega cuando baja sus maletas.

 

Una calle ancha de tierra, los restos de una fogata y un perro. Tres jóvenes escondidos en un poste. El fotógrafo, tras ellos, enfoca la calle vacía. Los carabineros ya arrasaron o están por aparecer. Junto a la fogata y al perro asoman las siluetas fantasmales de cuatro niños que estuvieron allí en la tarde o que el fotógrafo sorprendió jugando en otra calle y, en la oscuridad de su laboratorio, los puso junto a los tres jóvenes que se quedaron a dar la pelea en las calles

 

Su primer día en Santiago lo pasa en cama, mira las seriales de los canales de cable que no tiene en Buenos Aires. Llueve largo, tendido, monótono, la ciudad comienza a inundarse y los periodistas sacan de los archivos, la rutina que usan para las desgracias nacionales.

En el cementerio general dos hombres conversan sobre la lápida de Emelinda Soto Cortés fallecida el 2 de mayo de 1980. Subieron hasta allí para tener una mejor vista de la romería que se hace todos los años a la tumba de Pablo Neruda. En el intertanto se pusieron a conversar; el de traje y corbata, con un bigote cortito como el del señor que metieron al furgón policial, escucha de brazos cruzados al amigo canoso que tiene un pie en la lápida de Emelinda y otro en la del vecino

 

En las calles de Santiago continúa lloviendo. Pamela Pequeño, amiga del colegio y documentalista, lo obliga a salir del encierro. Dan vueltas por el barrio Lastarria buscando un bar. Recuerda que Hebe Uhart se quejó una vez porque en esta misma zona no encontró ningún café de barrio; los había caros y sofisticados o sucios y fríos. Pamela le cuenta que ella prefiere juntarse en una casa; los restoranes, los bares le parecen una escenografía en la que nadie se encuentra con nadie, tan diferente a los años 80, cuando solo había tres o cuatro, y todos se abrían a conversar, al final de la noche, estaban mezclados.

 

Un mesón lleno de documentos, un cojín con poco relleno sobre una silla, la manija de una máquina de escribir, un cárdex, tres repisas con algunos libros, un retrato del Cardenal Silva Henríquez, un joven que fue a presentar una denuncia. Para que le crean, se baja los pantalones y se sube la camiseta: la cámara retrata las huellas de los golpes en su espalda, asoma el borde del calzoncillo de algodón blanco

 

El paseo con Pamela le hace recordar su paso por Sarajevo después que terminó la guerra; junto a las ruinas, las tumbas, las marcas de balas y de bombas, había tiendas impolutas de Gucci, Zara, Apple, Starbucks, Citibank… La gente transitaba por el centro, se detenía ante las vitrinas y leía los precios que no podía pagar, como si no hubiese perdido un familiar, una amiga, un conocida; como si no hubiese perdido su casa, la del familiar, del amigo, del conocido. ¿No perdieron ellos en Chile un familiar, una amiga, un conocido, un empleo, un cargo, la juventud, el país?

 

Escondido detrás de la ventana de un departamento, alguien fotografía a cuatro militares con uniformes de combate y ametralladoras que esperan en la vereda del frente a que aparezca la persona que fueron a buscar. Pegado a la ventana hay un panfleto con la silueta de un encapuchado que esgrime una honda: “Parar la tiranía! Ahora”. Es otoño, los árboles han perdido sus hojas

 

Al final del barrio Lastarria llegan al centro cultural Gabriela Mistral. Pamela le comenta que, a pesar de haber visto muchas veces fotografías de la dictadura, algo le pasó al verlas nuevamente. Él le pide que sea más específica, pero ella no encuentra palabras para transmitir lo que sintió al ver las imágenes; en cambio, se ofrece a acompañarlo a visita la exposición. Él no quiere, no todavía. Se sientan en un pasadizo que da al gigantesco hall abierto por el que se accede a la exposición, una ventolera alborota sus cabellos cortos. Parecen dos turistas. Pasa mucha gente, entre ellos, una pareja que conoció en los 80 –por error escribe épica y el corrector automático lo corrige a época-. Desconoce sus nombres; durante la dictadura solía encontrárselos en las protestas, en una exposición o en una marcha… En estos treinta años los vio transformarse; le parecen más viejos, sobre todo él, cansado, pero siguen juntos. Pamela le comenta que todos van a la exposición con la esperanza de tentarla a ir.

 

En una calle de tierra sin árboles -podría ser la misma en la que los tres jóvenes esperan detrás de un poste- se esconden tres carabineros protegidos por escudos de vidrio inastillable. Unos metros más adelante, protegidos por un poste, hay dos más. Es de día y ahora el fotógrafo está del lado de ellos

 

Al día siguiente acuerda encontrarse con la escritora argentina residente en Chile, Betina Keizman. Apenas se baja del bus en la calle Bellavista, comienza a diluviar. El paraguas no resiste el agua que cae desde arriba y sus zapatos la que le tiran los automóviles. Piensa en devolverse, pero se va de Chile al día siguiente. Atraviesa el pasadizo, el viento, y entra al GAM. Baja los escalones, el agua dentro de sus botines suena clap clap. Betina lo llama para preguntarle si puede ir con sus hijos. Sin detenerse a pensar, le contesta que las fotografías pueden ser muy fuertes, luego ríen; los niños ven cosas más violentas en la tele o en internet.

Pamela dijo la verdad, hay mucha gente en la muestra, grupos de amigos, parejas, padres o madres con sus hijos. La aparición de las fotografías colgando en el muro de la entrada la hace sentir en casa. Luego cae en cuenta que en las imágenes tienen la misma edad que él en los años 80. En cambio, en las entrevistas que proyectan en la pantalla gigante, aparecen treinta años después; canosos, más gruesos, con la piel marcada y un cansancio que puede atribuirse al hecho de levantarse a oscuras por las mañanas para ir al trabajo después de hacer la fila en la panadería.

 

El bandejón central de una avenida bajo la neblina, con cuatro asientos de un lado y cuatro del otro. Una fuente de agua, los árboles mutilados por la poda municipal. En la calle no andan personas, autos o animales. Lee: 1981, toque de queda

 

Está seguro de que la fotografía fue tomada en la Alameda pero un padre que vino con sus dos hijas la identifica como avenida Matta. Las hijas le preguntan a qué hora comenzaba el toque de queda y él se queda recordando. Otro padre y su hijo, que lleva una guitarra colgada a la espalda, se detienen frente a la fotografía de la toma de terrenos Cardenal Silva Henríquez. El padre le explica cómo llegaban camiones de militares a erradicar las poblaciones pobres. Le avisaban a la gente un día antes para que juntaran sus cosas, los subían a los camiones y se los llevaban a los extramuros de la ciudad, mientras en el sitio liberado, pasaban rápidamente la retro excavadora. El hijo hace preguntas con un tono de estudioso respeto, como si estuviesen hablando de biología o de ciencias. En un momento la hija de Betina le toca el brazo; como un ángel pálido y rubio, con su vestidito rosado, pregunta por qué hay personas con carteles del SI y otras del NO. Él le cuenta que el SI apoyaba la continuidad de Pinochet y el NO, el retorno a la democracia. El ángel quiere saber si los que apoyaban al SI lo hacían engañados u obligados, no puede entender el mal sino como un error. Pamela Pequeño está en lo cierto, a pesar de haberlas visto muchas veces, las imágenes vuelven a ocurrir.

 

Dos chorros de agua barren a los manifestantes sentados en las escalinatas de la Biblioteca Nacional. En el cartel que el agua intenta doblegar se alcanza a leer: EN CHILE SE TORTURA…. La o las siguientes palabras son tapadas por el chorro, a continuación se lee:  CALLA.

 

No puede evitar buscarse en las imágenes de la exposición. Está convencido de haber participado en la toma de terrenos, en la protesta junto a los jóvenes encapuchados que tiraban piedras o se escondieron tras un poste; en la primera marcha de la Juventud; incluso fue detenido dos veces en la calle y, como el hombre de la chaqueta a cuadros, lo metieron a un furgón y gritó su nombre; recuerda haber respirado las bombas lacrimógenas y arrojado panfletos que decían “Parar la tiranía ahora”, sin embargo, ni él ni sus amigos aparecen entre los rostros dolientes de los pobladores que despiden al sacerdote André Jarlán; no acompañan el cuerpo del universitario sangrante baleado en la toma de la Universidad de Chile ni reciben el chorro de agua en la manifestación contra la Tortura… Vuelve a sentir el miedo antes de cada manifestación, protesta o reunión clandestina, cómo se resguardaba bajo un nombre falso y en las marchas ocupaba la fila de al medio, usaba zapatillas y ropa oscura para no llamar la atención y correr lejos y rápido. Aun así, está seguro de haber participado en la lucha contra la dictadura, pero en ninguna de las imágenes de la exposición Chile desde adentro, aparecen él o sus amigos. Retratadas por fotógrafos que arriesgaron la vida para dejar testimonio a futuro de lo que la dictadura silenció y ocultó, las imágenes expuestas en el centro cultural lograron ser finalmente incluidas en el pasado, mientras que su temor, su vacilación, su angustia, su descubrimiento del amor, la amistad, la traición y la desesperanza, no aparecen en la historia, ni siquiera en la de la dictadura.

 

Cynthia Rimsky es una escritora chilena. Entre sus libros, Poste Restante, Ramal, El futuro es un lugar extraño y Un lugar en la memoria,  que incluye este relato.