Si uno se pone a investigar, puede ser tantas cosas; un lugar donde mandar a alguien y no con buenas intenciones, una zamba perdida, una revista de existencia improbable. El rastreo de los orígenes de La Recalcada lleva a comprobar que a la hora de burlarse del poder hay todavía mucho por descubrir.
Para Eduardo Romano, maestro
I
Todo comenzó –como muchos recordarán- en la Cámara de Diputados, durante una sesión particularmente bochornosa. No vale la pena ni es necesario precisar más. Ese día lunes, cuando todavía resonaban en el recinto las quejas por las artimañas legales argüidas por el Presidente para no comparecer ante el Congreso por el tema de las cuentas offshore, y perduraba el malestar por el modo con el que la mínima mayoría oficialista había obtenido la semana anterior la aprobación del presupuesto del ejercicio largamente vencido en una sesión de madrugada -con un quórum relámpago y por lo menos sospechoso-, fue el tema de las inundaciones que anegaron medio país y desalojaron de sus casas a un cuarto de millón de personas durante el fin de semana largo del primero de mayo lo que rebalsó –valga la coincidencia- el vaso medio lleno de la tolerancia del Congreso ante los desplantes evasivos del Ejecutivo.
Luego de cinco largas horas de discusiones y pedidos de informes, el Jefe de Gabinete, el ministro de Medio Ambiente y el miembro informante por la mayoría de la Comisión respectiva se hicieron presentes para sostener –ante el reclamo airado de la bancada opositora- que todo estaba bajo control y que si bien el titular del Ejecutivo había viajado una vez más, aprovechando el feriado largo, a su residencia La Recalada en el lago Nahuel Country, desde allí seguía con suma atención los últimos acontecimientos y estaba en contacto permanente…
Lo interrumpieron con un largo abucheo. Era un tema, el de las reiteradas fugas de descanso del Presidente al sur, incluso (o sobre todo) en momentos de crisis, que suscitaba el malhumor y el reproche mayoritario. Fue entonces, en el momento en que se acallaron un poco las quejas, que se escuchó, desde el sector opositor, que alguien se dirigía con estudiada formalidad al Jefe de Gabinete:
-Disculpe, ¿dice el informante que el Presidente se fue otra vez a La Recalada?
El que hablaba, con tono que trasuntaba suma extrañeza, era el joven diputado entrerriano Alonso, al que pocos le conocían la voz.
-Sí, a la Recalada –confirmó el jefe de Gabinete-. Desde allí…
-Gracias –lo interrumpió Alonso con firme cortesía-. Ya me parecía que había oído mal. Por una vez pensé que le había hecho caso a la gente y se había ido a la recalcada, que es adonde lo suelen mandar.
Hay que tener en cuenta que se trataba de una sesión extraordinaria, que la barra y los balcones estaban llenos y que había varios medios televisivos presentes transmitiendo en directo. La repercusión fue inmediata. Dentro y fuera del recinto. Cundió el estupor en la mayoría. Las risas y aplausos espontáneos que surgieron de lo alto e incluso de algunas bancas –hubo una docena de representantes del pueblo que se agacharon tras sus pupitres para que su rostro congestionado no fuera registrado por las cámaras- fueron sin duda minoritarios, pero mientras el diputado Alonso permanecía imperturbable en su lugar con expresión circunspecta, a su alrededor se desataba la batalla campal. Las agresiones verbales y gritos descalificadores se convirtieron rápidamente en piñas voladoras e intentos de acogotamiento, hubo revoleo de sillas e incluso computadoras convertidas en objetos arrojadizos. En dos minutos la sesión se dio por finalizada abruptamente y la transmisión televisiva también.
No cabe acá pormenorizar lo sabido y lo consabido: las sanciones, los documentos aclaratorios, las disculpas formales y los desafueros. Todavía están leguleyamente abiertas algunas de esas cuestiones en las distintas comisiones internas del Congreso y el joven diputado Alonso (devenido héroe popular en las redes) no volverá, se supone, a pisar el Congreso: no parece afligido; ya tiene un precontrato firmado para llevar su espectáculo de standup, oportunamente titulado La Recalcada, a la calle Corrientes.
II
Sin embargo, y como suele suceder, las repercusiones de “la cuestión de la recalcada” –que así quedó fijada en la jerga de los medios- llegaron muy lejos. Entre las secuelas del exabrupto, lo más interesante en términos políticos y de comunicación ha sido, como es de público conocimiento, la irrupción masiva en las redes sociales, durante estos últimos y convulsionados meses, de miles (sic) de versos satíricos (coplas, sobre todo) que recogen el tema o leit motiv, tan políticamente virulentos como simples y eficaces a la hora de su reproducción y divulgación por vía oral. Tanto es así que ya es casi imposible determinar cuáles de esas piezas breves que se pueden oír en manifestaciones, canchas de fútbol o cualquier lugar donde se juntan o encuentran reunidos de casualidad o necesidad un puñado de obreros, estudiantes o meros ciudadanos descontentos, provienen de la creatividad de las redes o son productos espontáneos del momento. Lo mismo da.
Dentro de las diferentes y esquemáticas formas poéticas que se han difundido, la predominante (en términos estadísticos) parece ser la copla que recoge, siempre, como verso final, el octosílabo andate a la recalcada.
Por ejemplo:
Nos aumentaron la luz / y a vos no te importa nada. / Por eso el Pueblo te dice: / ¡Andate a la recalcada! O si no: Se inundó medio país / y a vos no te importa nada. / Por eso el Pueblo te dice: / ¡andate a la recalcada! y así se puede seguir –y se sigue- hasta el infinito, con diferentes cantores que toman la copla y sólo cambian el primer verso:
No tenemos pa’comer…, Ya no se puede viajar…, Nos cagan con la inflación…, La cana volvió a pegar…, Te matan por protestar… y así. Siempre termina, con el coro: ¡andate a la recalcada!
En algunos casos, la elaboración es algo mayor. Véanse estos ejemplos, para solista y coro, entre muchos otros:
Nos hunden un submarino
y protegés a la Armada.
Por eso la gente dice:
(coro) ¡andate a la recalcada!
Tenés guita en Panamá
y no declaraste nada.
Por eso el Pueblo te dice:
(coro): ¡andate a la recalcada!
Le ponés el culo a Trump
y no te regalan nada.
Por eso el pueblo te dice:
(coro): ¡andate a la recalcada!
La melodía que acompasa la escansión de los sencillos versos sigue, en términos generales –sobre todo cuando en el arreglo se reiteran los dos primeros versos- a los pegadizos compases de El Orangután, gran creación del inspirado Chico Novarro de principios de los sesenta. Es decir: incluso se puede bailar…
III
Hasta acá el fenómeno ocasional que vale la pena consignar y que no podemos saber qué duración y trascendencia ha de tener. Tenemos el caso del llamado “éxito del verano” como antecedente. Lo imprevisto es que la cuestión ha vuelto a despertar en algunos círculos de investigadores memoriosos -académicos (y no tanto)- el interés por el tema. En principio, se presentan como aspectos dignos de estudio la génesis, la inicial difusión y los diversos avatares ulteriores de varios ejemplos de poemas anónimos del siglo XX -políticos, picarescos o ambas cosas a la vez- que, si bien no pueden ser considerados fuente directa del fenómeno actual, guardan con estas sencillas coplas más de una similitud. Las principales: el anonimato, el mordaz tono crítico, la asunción decidida de la voz / perspectiva popular y la puntual referencia insultante (el improperio) a un miembro caracterizado del poder.
Hay, por lo menos y por ahora, dos casos muy diferentes. El primer ejemplo es de fuente tradicional. Se trata de una antigua serie anónima de ocho coplas temáticas recogida, con múltiples variantes, en diferentes cancioneros populares del norte argentino (incluso aparecen, sueltas, en alguna clásica compilación de Alfonso Carrizo de hace casi un siglo atrás). Esas coplas fueron musicalizadas con ritmo de chacarera por los hermanos Aramayo –músicos jujeños, pioneros en la difusión del cancionero del Altiplano desde la década del cuarenta en Buenos Aires- con el título de La recalcada. Aunque en la chacarera, como suele suceder, predomina el elemento picaresco, no falta la punzante referencia contestataria. La pieza no formó parte del repertorio de los conjuntos folklóricos más populares de los años sesenta (Los Fronterizos, Los Chalchaleros, Los Quilla Huasi, Los Cantores del Alba, etc.), acaso por el fuerte tono intencionado, pero sí fue redescubierta a fines de los noventa por el creativo Horacio El Negro Fontova, que la interpretó con sus distintas formaciones, aunque nunca la registró en disco. Hay también una versión anterior de Facundo Cabral, sólo recogida en grabaciones caseras de recitales no editadas comercialmente. La más extensa versión de Cabral difiere en la base rítmica.
El otro caso es el del poema –un clásico soneto en versos alejandrinos- titulado Apóstrofe, publicado bajo seudónimo en un semanario político opositor durante los primeros años de la llamada Revolución Libertadora. Lo curioso en este ejemplo, y lo que ha despertado el repentino interés de los investigadores, es que las pesquisas críticas han detectado la aparición de piezas poéticas de características muy similares -que pueden incluso hacer suponer la misma mano creadora- décadas después, en medios igualmente marginales, con similar intención y el mismo contundente colofón referido a “la recalcada”. Así, entre 1957 y 1982 se registran tres poemas apostróficos con una misma voluntad de denuncia y rebelión ante sujetos diferentes.
Así, estamos ante dos fenómenos literariamente disímiles: en el caso de los sonetos, se trata de poesía de base culta con un grado considerable de elaboración formal que supone una autoría individual y en última instancia rastreable; en el caso de las coplas, son versos populares de transmisión oral y reelaboración constante: sólo se puede aspirar a fechar / fichar ocurrencias, y no se puede hablar de autoría puntual sino de recopilación y reelaboración constante. Precisamente, investigaciones académicas recientes apuntan a dilucidar algunos de estos aspectos.
En el último Congreso Nacional de Literatura Argentina reunido en Santa Fe durante el mes de marzo del 2018, entre el centenar de trabajos presentados hubo tres ponencias –de diferentes expositores provenientes de universidades del interior del país- que se centraron en estas curiosas piezas que toman y retoman “el tema de la recalcada” (sic). Hemos tenido acceso a dos de esas monografías: “Picaresca y transgresión en la lírica popular: el caso de La recalcada”, trabajo presentado por Mónica Zambrano, investigadora del Conicet, adscripta a la Universidad Nacional de Jujuy, y “Analogías y divergencias estilísticas en tres sonetos anónimos del siglo XX”, de Antonia Barrueco, profesora de la Universidad Nacional de Luján. La tercera ponencia –“El alejandrino rebelde: retórica contracultural en los márgenes”, de Rubén Salcenes, de la Universidad de Lomas de Zamora- fue retirada a último momento por el autor ante lo que consideró “presiones inaceptables y censura de contenidos” por parte de las autoridades académicas del Congreso.
IV
El trabajo de la profesora Zambrano –sustentado por una minuciosa investigación de fuentes- comienza con la transcripción del texto que va a ser motivo del análisis:
La Recalcada*
(Chacarera)
Recopilación de los Hermanos Aramayo.
Primera
Mi chango tocaba el bombo
con la muñeca vendada.
De tanto menear el palo
se le quedó recalcada.
Ayer la escuché a tu vieja
en el catre, a la pasada:
“Mejor paremos un poco
que la tengo recalcada”.
Le doy a la medianoche
repito de madrugada,
por eso a esta chacarera
le dicen La Recalcada.
Estribillo
Me pidieron que me calle
pero no me callo nada.
Y si a alguno le molesta
¡lo mando a la recalcada!
Segunda
Tengo una guitarra vieja
que no sirve para nada
donde la toco se queja
creo que está recalcada.
Está rota la bordona
la segunda está gastada…
Y ni me hablen de la prima
que la tiene recalcada.
Hay que repetir las cosas,
con una no hacemos nada.
Para que algunos entiendan
se las digo recalcadas.
Estribillo
Recalco las injusticias,
recalco las agachadas,
y si alguno se retoba
¡lo mando a la recalcada!
*Publicada en Cancionero del Norte, Editorial Nuestro Folklore, Buenos Aires, s/f.
El estudio comienza con un largo rodeo. Primero describe la fuente utilizada para la transcripción del texto: “Se trata de un cuadernillo de 64 páginas y tapa coloreada con fotografías de artistas del género; antología de canciones de distintos autores e intérpretes –de ahí la denominación tradicional de “cancionero”- que incluye la letra de una composición diferente por página”. Luego hace referencia a las erratas de tipeo, propias de una “edición popular de kiosco” y ratifica haber confrontado el contenido con las “versiones cantadas” a las que dice haber tenido acceso (probablemente Fontova), sin mencionarlas. La referencia bio-discográfica a los Hermanos Aramayo es sucinta y no va más allá de la información accesible en Google y otras fuentes de ese tipo.
Yendo a la cuestión central, la profesora Zambrano parte de la definición y del uso habitual del adjetivo calificativo “recalcada” en el coloquial latinoamericano. Distingue dos acepciones emparentadas, ambas como participio pasado de “recalcar”. Como verbo transitivo, “recalcar” significa enfatizar, repetir, reiterar, subrayar con intención de destacar un concepto, una palabra o una idea. Se aplica a modalidades de la expresión verbal o escrita: Ej. “El ministro, en su discurso, recalcó la importancia de la nueva Ley”; “Según Maritain, la influencia de Aristóteles en Santo Tomás ha sido intencionadamente recalcada por los teólogos tradicionales”.
La segunda acepción es el verbo cuasi reflexivo “recalcar-se” que se utiliza en la jerga médica para referirse a ciertas formas de luxación ósea o de esguince ligamentoso persistente localizados por lo general en los miembros superiores e inferiores, como resultado de un esfuerzo excesivo o la reiteración de prácticas traumáticas: dedos, muñeca o tobillos pueden resultar “recalcados”. Ej.: “No puedo hacer fuerza porque tengo la muñeca recalcada”; “Cuando hay humedad, a Carlos le duele el dedo recalcado que le dejó el tirón de la correa del perro”.
La profesora Zambrano puntualiza luego al uso alternativo / simultáneo de ambos significados en las coplas de La Recalcada y explica –por si fuera necesario- que toda la eficacia picaresca de la composición reside en el equívoco que produce la sistemática omisión del “sustantivo vulgar” (sic) que nunca se menciona, como núcleo al que está referida la calificación. En términos técnicos, es la expresión popular “andá la racalcada concha de tu madre” –largamente registrada desde principios del siglo XX en toda la Argentina y la comunidad lingüística del Río de la Plata- el insulto / agravio / improperio que funciona como subtexto de toda la serie.
En realidad, infiere Zambrano, la expresión es una variante enfática del clásico “andá a la concha de tu madre”, que no significa otra cosa, en términos lógicos –como el proverbial “andá a la puta que te parió”- que acusar, al sujeto de escarnio, de bastardía (no tener padre que lo reconozca) y a la vez, y precisamente por eso, remitirlo al origen, a la nada, a la no existencia social. Se lo “envía” al lugar innoble de donde proviene y de donde se supone no debería haber salido nunca. Todo se origina, claro está, en el milenario insulto descalificador urbi et orbi “hijo de puta”.
De regreso al ejemplo puntual motivo de su estudio, la profesora Zambrano subraya la sutileza (sic) y creatividad que implica la aplicación del calificativo “recalcada” a un objeto que sólo admite la atribución en forma figurada, metafórica: “Predicar recalcada implica por lo menos dos cosas: suponer la utilización reiterada y diagnosticar el resultado traumático de ese uso abusivo”, concluye. Nunca mejor dicho.
En la segunda parte de su trabajo, Zambrano pasa breve revista a distintos ejemplos de doble sentido en la poesía popular folklórica del noroeste. Así, da ejemplos conocidos como la letra de la tradicional danza El Escondido –“Escondido me has pedido / y escondido t’ hey de dar… / Escondido a medianoche / y escondido al aclarar”-; el estribillo de la popular Chacarera del soltero –“Chacarera, chacarera… / Chacarera del soltero… / Cuando llueve no me mojo / me meto en cualquier aujero”- y recoge sólo algunas muestras del infinito copledal bagualero: “Qué lindo es estar juntitos / como los pies del Señor: / uno arribita del otro / y un clavito entre los dos”.
La conclusión saludable de este prolijo trabajo académico es la ratificación, una vez más, de que la poesía popular de creación / transmisión oral con eventual registro posterior escrito (da ejemplos desde Hidalgo a los payadores y sus enfrentamientos de contrapunto), a diferencia de la poesía culta o elaborada de base letrada, suele entreverar, en nuestra tradición latinoamericana, casi indisolublemente dos gestos transgresores: la vena picaresca (con improperio o sin él) y el cantar opinando. La chacarera casi secreta de los hermanos Aramayo, hombres ideológicamente cercanos al peronismo en tiempos (casi siempre) incómodos, actualiza esos rasgos que perduran hasta hoy.
V
El otro trabajo, más académico si cabe, de la profesora Barrueco, consiste en la transcripción (recatada por el uso de suspensivos, como hizo Juan María Gutiérrez en la primera versión de El matadero) y el comentario comparativo de los tres poemas motivos de su estudio. Aquí los reproducimos tales cuales ella los consigna, con la referencia bibliográfica pertinente, es decir, los datos de su publicación original. La autora sostiene que en ningún caso se han detectado, hasta ahora, ulteriores publicaciones en antologías o compilaciones de cualquier tipo.
Apóstrofe
Para I.F.R.
Nunca se entendió bien a quién le sonreías
en la foto en que estabas parado junto a Evita.
Gorila disfrazado, pingüino de visita,
ya estabas conspirando mientras te relamías.
Guardaste los colmillos aquellos tristes días
en que sangró la Plaza flores de dinamita.
Y mientras te borrabas, traidor con estampita,
los aviones sembraban rencores y agonías.
Después nos enteramos que algunos almirantes
no eran el Willy Brown, Bouchard o Piedrabuena
sino apenas Caínes, mastines sin cadena.
Tal vez hubiera sido, mejor, saberlo antes.
Por eso, enano artero, no le temo al desmadre:
andá, a la recalcada c….. de tu madre.
*publicado en Resistencia Popular, número 68 (?) Buenos Aires, abril de 1957.
El semanario Resistencia Popular fue uno de los tantos medios opositores que –con diferentes matices ideológicos- proliferaron durante la llamada Revolución Libertadora y el comienzo del gobierno de Arturo Frondizi, en el último tramo de los años cincuenta. Estaba dirigido por el político radical Raúl Damonte Taborda, yerno de Natalio Botana -fundador del diario Crítica– y padre de Raúl Damonte Botana, el imprevisible Copi, por entonces apenas un adolescente. Fue precisamente en este periódico paterno donde el genial dibujante y humorista publicaría sus primeros trabajos. Después pasaría por Tía Vicenta y la efímera Cuatro patas antes de emigrar a Francia en 1962 y convertirse, con los años, en una celebridad.
Apóstrofe está ilustrado precisamente por una viñeta de Copi: un pingüino petiso con gorra militar y anteojos negros. Se trata de una interpretación gráfica común en la época –popularizada por Landrú desde Tía Vicenta– para aludir al por entonces cuestionado vicepresidente de facto: el almirante Isaac Francisco Rojas (el soneto está dedicado a I.F.R.), figura arquetípica del antiperonismo más virulento.
La profesora Barrueco señala como rasgo principal del texto el contraste entre una forma clásica refinada aunque en versión heterodoxa y en cierto modo sincrética (el soneto de versos alejandrinos a la francesa, con cierre en pareados propios del uso en Shakespeare) y el contenido “abruptamente vulgar” (sic).
Tras una descripción formal de la versificación y los recursos retóricos utilizados por el innominado autor –“sin duda un lírico diestro en el manejo de andadura clásica”- Barrueco pasa a dar cuenta, para el lector desinformado, del significado puntual de las referencias históricas y coyunturales. La mención de “la foto junto a Evita” tiene que ver con una instantánea histórica de principios de los años cincuenta en la que se lo ve al por entonces teniente de fragata, vestido con níveo uniforme de marino en una entrevista formal en la Casa Rosada, junto a Evita y funcionarios del régimen. En la famosa instantánea, el futuro conspirador muestra una alegría nada protocolar. Y precisamente este primer dato –señala Barrueco- marca el tono del poema: “la recurrencia en el reproche a quien se define por la condición de traidor (gorila disfrazado)”. Así, sugiere Apóstrofe, mientras duró el régimen peronista, el sujeto no se manifestó opositor, e incluso permaneció en las sombras sin manifestarse entre los conspiradores (todo el segundo cuarteto, con la referencia a los bombardeos de junio del 55, gira alrededor de esa idea).
Es recién en el primer terceto, tras la comparación con los marinos patriotas –luchadores de la Independencia y custodios de la soberanía- que aparece el reproche que sería, históricamente, el cargo atroz que habría de acompañar para siempre la memoria de este adalid del revanchismo: “Caín”. Es decir: fratricida, responsable de los fusilamientos de camaradas de armas (Valle, Cogorno) y de un puñado de civiles en la represión de la contrarrevolución de junio del 56.
El estudio de la profesora Barrueco deja algunas cuestiones pendientes –entre otras, la de la atribución del texto- para encarar el segundo poema, que inmediatamente transcribe:
Un engrupido **
Para J.C.O.
Te recuerdo como eras el último verano:
eras la gorra azul y el corazón mezquino.
Tu bigote ocultaba el labio leporino,
proclamas y palazos caían de tu mano.
Te engrupieron los garcas, incluso el Vaticano
apostó a tu dureza de ladrillo argentino.
Burro sin salvación, módico equino,
prestaste tu montura al amo americano.
Con Krieger al comando les regalaste el mazo
para que dieran cartas los pérfidos banqueros
hasta que te rajaron Perón y el Cordobazo.
No valen atenuantes ni te excusan los fueros.
Por cuadrado al cuadrado, que este insulto te cuadre:
andá, a la recalcada c….. de tu madre.
**publicado en El Cateto, “semanario de humor soez”, número único, Buenos Aires, septiembre de 1970.
Tal como lo consigna la profesora Barrueco, El Cateto fue un tardío y feroz desprendimiento de la no menos original y algo menos efímera La Hipotenusa –“revista de humor inteligente”- que subsistió durante menos de una docena de números en los primeros tiempos de la llamada Revolución Argentina, penoso ensayo autoritario originada a partir del golpe militar de 1966 que llevó al poder al general Juan Carlos Onganía.
La Hipotenusa, con un staff de periodistas, artistas plásticos, dibujantes, humoristas y escritores de origen diverso y extraordinario nivel, intentó lo que se demostró (una vez más) imposible: hacer humor desde posiciones cercanas al gobierno o por lo menos sin confrontar con él. Pensada y hecha, en principio, por intelectuales nacionalistas y antiliberales más un entorno abierto al talento joven, La Hipotenusa fue -como la misma y patética Revolución Argentina- devorada por sus propias contradicciones y el peso de la desenfrenada confrontación social que aceleró los tiempos en las postrimerías de la década.
Precisamente, el antagónico El Cateto –que salió sin referencia editorial alguna y en edición orgullosamente clandestina- fue un exabrupto, la expresión sin censura de esa mezcla de furia e impotencia que aquejó a los sectores más jugados del grupo original ante la evidencia de un nuevo desencuentro político.
Al analizar el poema, Barrueco identifica sin sorpresa ni dificultad al destinatario: J.C.O. no es otro que Juan Carlos Onganía, que por entonces –tras el ajusticiamiento de Aramburu por el comando que inauguró la firma Montoneros y otros excesos del momento- acababa de abandonar, humillado, el gobierno, mientras se perfilaba la sombra ominosa del creciente Lanusse.
Tras señalar la repetida estructura de soneto alejandrino con pareado final, la autora subraya –en el primer cuarteto- la huella aparatosa del neorromántico Neruda, más precisamente el del conocidísimo Poema 6. El efecto irónico de un subtexto lírico para un retrato políticamente crítico “es devastador”, según Barrueco. El segundo cuarteto gira alrededor de otro lugar común en el cuestionamiento de la figura de Onganía: sus pocas luces. Es un “ladrillo”, un “burro”, un “equino”. Arquetipo del militar soberbio, “engrupido” por las clases dominantes (“los garcas”), los poderes tradicionales (“el Vaticano”) y, finalmente “montado” por el “amo americano”. Al respecto, cabe recordar que se trata del sombrío momento en que, como receta contra la “insurgencia comunista”, los gobiernos de facto de la región se disciplinan en su papel de gendarmes según la doctrina de la Seguridad Continental diseñada por Estados Unidos.
Precisamente, el primer terceto denuncia la otra cara, complementaria, de ese alineamiento político-militar: la receta liberal a ultranza para salir de la crisis económica, y su fracaso. De ahí la mención a Krieger (Adalbert Krieger Vasena, ministro devaluador y devastador, de triste memoria) y el remate que subraya su derrota política ante la estrategia de un Perón tentetieso, y la incapacidad para aplacar la rebelión popular encarnada en el Cordobazo.
En el momento de la conclusión que justifique el insulto consabido, el poeta reitera la condición obtusa (“cuadrado al cuadrado”) de Onganía como determinante. Ahí la profesora Barrueco cierra su análisis sin aventurar aún, como en el primer caso, la posible identidad del autor, y pasa a transcribir el último texto, que tiene -para quien esto escribe y comenta- un interés particular del que daremos razón en su momento.
Éste es el tercero y último soneto de la serie:
Charreteras de choborra ***
Para L. F. G.
Nunca pensé que mi pulido alejandrino
podría ser tan útil en ciertos menesteres
de justicia poética; ni que entre sus poderes
figurase el de enrostrar -a este asesino
con grado y uniforme- la estupidez, el desatino
de echar al mar y a la vergüenza a tantos seres
puros, años de escuela, cuadernos y deberes,
mapas con tinta china y azul mar argentino.
Aprendimos de chicos: “Las Malvinas son nuestras”
decían, empinadas en su atuendo almidonado
esas viejas casandras, tan madres y maestras.
Soberbio hijo de puta, no te hemos perdonado.
Que la historia te encane: borracho… compadre…
andá, a la racalcada c….. de tu madre.
*** Publicado en la revista Humor®ecalcado, número 3 (y último), Buenos Aires, noviembre de 1982.
Humor®ecalcado fue una publicación de humor satírico –con énfasis en las temáticas propias del “destape” y la crítica feroz a la Dictadura en retirada- aparecida en forma irregular durante los últimos meses de 1982, tras la Guerra de Malvinas y hasta las vísperas de las elecciones que significarían el regreso a la Democracia con el triunfo, al año siguiente, de la UCR y Raúl Alfonsín. La revista, poco más que un pliego a dos colores en papel diario, suele ser considerada equívocamente un antecedente de Feriado Nacional, otra alternativa frustrada de intentar competir con la memorable Hum®egistrado, que dominaba entonces y dominaría por dos décadas largas el panorama y los gustos del humor gráfico argentino. La profesora Barrueco incurre en ese error de filiación, o al menos desliza esa posibilidad por falta de información más precisa, sobre todo a partir de la coincidencia en los nombres de algunos colaboradores de ambas publicaciones.
En realidad, Humor®ecalcado es casi exactamente contemporánea de Feriado Nacional. Surge como un desprendimiento de La Tos, el suplemento de humor que publicaba semanalmente por entonces el diario La Voz, periódico de la izquierda resultado de un acuerdo estratégico entre la Intransigencia Peronista del caudillo catamarqueño Leónicas Saadi y la conducción montonera. Y fue parte del heterogéneo grupo de colaboradores de La Tos el núcleo creativo que concibió el proyecto de Hum®ecalcado, un medio que por su misma naturaleza transgresora no podía aparecer vinculado directamente a un diario de interés general y circulación convencional.
Subrepticiamente producido en los mismos talleres de La Voz de la calle Tabaré, en Nueva Pompeya, las tres entregas de Humo®ecalcado tuvieron una impresión precaria y una distribución irregular y semiclandestina, fruto más de la vocación militante que de otra cosa. La publicación tuvo así una vida efímera, aunque sin duda luminosa. Un ejemplo entre varios es el poema que la profesora Barrueco rescata y ubica como tercera ocurrencia de esta serie de “sonetos de la recalcada”.
De salida, la autora señala dos cosas: primero, la arriesgada alternancia de tonos. Al título sonoro y lunfardesco que recurre al “vesre” y habilita la inmediata identificación del destinatario -L.F.G. es el nefasto Leopoldo Fortunato Galtieri, responsable / irresponsable de la aventura criminal de Malvinas-, le sigue un arranque del poema de notable sutileza formal y lenguaje cuidado. Barrueco destaca la “singular destreza” del versificador autoconsciente (“mi pulido alejandrino”) que mediante una serie de osados encabalgamientos recorre los dos cuartetos del soneto sin interrumpir el hilo de un discurso elusivo que sólo a través de leves señales va insinuando su objetivo.
La entrada en los tercetos va cambiando, otra vez, el tono: se hace coloquial y revelador con “las Malvinas son nuestras” y “atuendo almidonado”, para denunciar -con la clásica alusión a Casandra, la profetisa condenada al descrédito- el sentido profundo, la enormidad de crimen perpetrado contra la justicia, la fe y la creencia de generaciones regaladas al escarnio, la muerte inocente y la vergüenza.
Tras semejantes logros formales, el poema vuelve, autorizado por su propia eficacia argumentativa, al insulto crudo y duro: “Que la historia te encane, borracho… compadre…”, para terminar, una vez más, en el improperio popular y contundente.
VI
El estudio de la profesora Barrueco se cierra con algunas consideraciones tentativas –sumamente cautelosas- con respecto a la posibilidad de determinar el / los autores de los tres sonetos. Y es ahí donde se manifiestan las limitaciones de la investigación.
Sobre todo en el primer caso. Proponer, como hace, los nombres alternativos de Arturo Jauretche, de Leopoldo Marechal y de Nicolás Olivari para el inicial Apóstrofe resulta más sorprendente –por lo obvio, casi cómodo- que fundamentado. Ellos son, para la crítica tradicional, todos los poetas peronistas (se debe agregar a José María Castiñeira de Dios) de “real envergadura” (sic) que se pueden enumerar. Es decir: los sugiere porque no conoce otros…
Cuando habla del autor de El Paso de los Libres, Barrueco consigna que tiene como antecedente inmediato la publicación por entonces -en el periódico “El 45”, órgano de la resistencia peronista- de La canción del no me olvides, famosa respuesta elusiva y evasiva a las restricciones del vergonzoso decreto ley 4161, de marzo de 1956, que prohibía el uso de los nombres propios Perón y Eva Perón y de las palabras y los símbolos que hicieran referencia al “régimen depuesto”. La profesora Barrueco suma además, como supuesto factor a favor, el dato de la antigua e irrenunciable “filiación radical” de Jauretche, hombre surgido de la histórica FORJA, lo que lo haría políticamente cercano a un medio dirigido por un correligionario.
Para desarmar esta hipótesis bastaría con consignar que esos escasos ejercicios poéticos de Jauretche, si bien vinculados al tema político y escritos con fervor militante, están formalmente muy lejos de las esgrimas formales del soneto. Y, por otra parte, es obvio que si hubiese querido publicar un texto contra Rojas lo podría haber hecho en cualquiera de los otros medios en que colaboraba por entonces y no en el del ubicuo (por no decir oportunista) y extraño personaje que fue el padre de Copi. Sin duda, no es la mano de Jauretche la que escribe Apóstrofe.
Y en el caso de Marechal, aunque podría tener mayor asidero la hipótesis de atribución por los antecedentes en la frecuentación del soneto por parte del poeta –algunos tan perfectos como los memorables Sonetos a Sofía de la década del treinta-, y sobre todo por la vena satírica y humorística y el léxico relajado y picante que campea en largos tramos del Adán Buenosayres, siempre resulta difícil, teniendo en cuenta su aislamiento consecuente por esos años, suponerlo vinculado a un medio tan ambiguo y sumido en las luchas políticas de coyuntura como Resistencia Popular.
Finalmente, es mucho más seductor (aunque igualmente improbable) pensar en un Nicolás Olivari que, lleno de furia ante la revancha flagrante contra los descamisados que supo cantar, retoma la vena feroz de sus primeros libros. Incluso la forma clásica con contenido ácido y revulsivo no le es ajena, en la tradición baudelaireana. Bien podría ser suyo un soneto como éste, acaso “mal medido”, como aquéllos de los que se jactaba en tiempos de La musa de la mala pata. La profesora Barrueco parece decantarse finalmente hacia él, aunque reconoce no poseer ningún elemento más para argumentar en su favor.
En conclusión: ninguna certeza y sólo vagas especulaciones. Y es lógico que así sea porque la cuestión determinante es previa e insalvable, y nace de un equívoco: el ejemplar de Resistencia Popular que se cita como publicación original, no existe.
Es decir: no llegó a existir / circular comercialmente porque se trató de un sabotaje, una brillante operación tipo comando por la cual, en el momento de la entrada en máquinas de la edición, una mano anónima, al pie de la impresora, cambió la página de contratapa por otra en la que un simple anuncio comercial, ubicado en un extremo inferior, había sido reemplazado por el soneto. Incluso el dibujo de Copi que lo acompañaba no era original sino que se reutilizó un cliché proveniente de la edición del número 51…
La página modificada pasó todos los controles –no era un titular, era un recuadro pequeño, en apariencia un simple aviso- y recién se descubrió, tarde, cuando ya el periódico estaba impreso. Se llegaron a distribuir algunas decenas de ejemplares en zonas periféricas y hubo que salir a recuperarlos y destruirlos. Así se hizo. Subsanado el equívoco en horas, se lo mantuvo en secreto: a nadie beneficiaba –y menos a esa imprenta, La Favorita de Lanús, donde se imprimían media docena de periódicos partidarios- reconocerse vulnerable. Ni siquiera Damonte Taborda se enteró en el momento: le ocultaron el percance con aparente éxito. Nunca se supo la verdad del incidente, al menos en la época. Apenas trascendió como tímida leyenda urbana.
De todas maneras, con el tiempo, fotocopias de algunos de los pocos ejemplares que sobrevivieron a la requisa apresurada, conservados como reliquias, comenzaron a circular. Y siempre se creyó que se trataba de una falsificación, un de un simple montaje muy hábil. Lo que no podía negarse era la existencia misma del poema, ya que se registra con asiduidad (y numerosas variantes) en los años siguientes. Hay un breve Cancionero de la Resistencia, sin pie editorial ni referencia autoral alguna, que lo incluye, firmado por Juan Pueblo, junto a la famosa versión politizada de Fumando espero –tango de moda entonces-: “Fumando un puro / me cago en Aramburo (sic) / y si se enoja / también me cago en Rojas / y si se esquiva, la Junta Consultiva….” (etc). Tal era el tono general de la compilación.
Ha sido necesario que pasaran décadas para que la leyenda urbana sobre el origen de Apóstrofe haya encontrado su evidencia incontrastable: en la completísima hemeroteca de publicaciones políticas que ha reunido Horacio Tarcus están las dos versiones del número 68 de Resistencia Popular, y se pueden consultar…
Lo notable o difícil de comprender en un trabajo universitario de investigación es que esta cuestión no aparezca ni siquiera mencionada: la profesora Barrueco cita Apóstrofe sin haber tenido frente a sí el diario original sino alguna vieja fotocopia. De todas maneras, resuelta así la contradicción entre el medio soporte y el contenido, el enigma sobre la autoría sigue en pie.
VII
En cuanto a Un engrupido, las posibilidades de atribución parecen mejor encaminadas al centrarse en dos nombres de larga y coherente trayectoria periodística: Luis Alberto Murray y Daniel Giribaldi. Sobre todo en el caso del primero –buen historiador y poeta de los mejores, además de sensible antólogo de humoristas argentinos- que fue jefe de redacción de La Hipotenusa y que, ante el rumbo claudicante del gobierno de la Revolución Argentina, sobre todo en su política económica, fue de los que se abrieron a tomar nuevos aires y emprendieron la aventura (o la catarsis…) de El Cateto. Los notables y originales poemas coetáneos reunidos por Murray en América clavada en mi costado, que publicó Sudestada en 1968, son un buen contexto, en términos formales e ideológicos, para ubicar el sentido exabrupto contra Onganía. Además, se puede suponer sin demasiada perspicacia, que Murray conocía bien el anónimo Apóstrofe contra Rojas del 57 y que bien pudo haber trabajado conscientemente sobre esa matriz. También es cierto que –durante su larguísima trayectoria periodística- nunca lo reivindicó como propio.
En cuanto a Giribaldi, periodista todo terreno que pasó también por La Hipotenusa y firmó allí algunas piezas humorísticas inolvidables -como su reseña crítica de la Guía Peuser como obra literaria- es autor de los impecables poemas de Agua reunida y, para esa misma época, de una compilación ejemplar: Sonetos mugres, que es también de 1968. Lo único que podría objetarse en el caso de la atribución a Giribaldi –y la profesora Barrueco lo consigna- es que si bien en el ejemplo anónimo están presentes su humor y su destreza de versificador, no aflora en Un engrupido su habitual léxico lunfardo y tampoco el poeta tiene –a diferencia del caso de Murray- antecedentes de textos marcados tan alevosamente por la intención política partidaria.
Así, la atribución del poema parece mejor encaminada en el caso de Luis Alberto Murray: un autor consciente, además, de ser parte de una breve pero contundente tradición crítica que combina el humor y la opinión con la zafaduría verbal que –pareciera- se impone como necesaria.
VIII
En cuanto a la última pieza, Charreteras de choborra, es ineludible e incómoda la referencia personal. Es que la profesora Barrueco supone que esos versos de postrimerías de la Dictadura fueron pergeñados por mí, Juan Sasturain, primer sospechoso –y argumenta en ese sentido con una envidiable seguridad que me gustaría compartir-; lamentablemente para mí, debo desmentirla. Conocí el poema entonces, y me hubiera gustado firmarlo, pero no fui yo. Aunque formé parte de la redacción del diario La Voz durante ese período, mi colaboración con el suplemento La Tos fue mínima y pronto emigré –junto a varios compañeros-, a la azarosa intemperie laboral que sólo terminó con la realización del tan soberbio como endeble proyecto editorial que produjo Feriado Nacional. Ahí sí tuvimos oportunidad de firmar versos de ocasional celebración con derrota –el Cielito de la Democracia, a la manera de Hidalgo- pero no antes.
Cabe entonces, en este caso, el gesto justiciero: todos los caminos de la atribución conducen a quien imaginó, sostuvo y escribió gran parte de La Tos y casi todo el contenido de Hum®ecalcado: el nunca suficientemente bien ponderado creativo nacional y popular Carlos Marcucci, un literal personaje, cuya doble vida –la real y la imaginaria desarrollada por Carlos Trillo y Ernesto García Seijas en la tira diría El Negro Blanco– no alcanza para dar cuenta de la complejidad de sus aptitudes. Entre otras, la de poeta satírico y político al servicio de las necesidades constantes y coyunturales del desguarnecido campo popular. Su Charreteras de choborra, pieza consciente y jactanciosa de la tradición en la que se encolumna, combina el humor, la siempre presente temática transgresora de tabúes –presente ya en otros textos antológicos suyos, como Cuentos pornográficos y Vida sexual de Robinson Crusoe, con la intención política y la crítica militante.
Sean para Carlos Marcucci entonces los méritos del ajuste de cuentas poético con el último –por ahora- de los enviados justicieramente a la consabida recalcada.
IX
Estas someras disquisiciones, acaso un poco desordenadas, acerca de la existencia de ciertas continuidades en los modos de nombrar, burlarse y castigar propios de la poesía popular tienen, en el fondo, la intención de llamar la atención sobre un fenómeno no secreto pero sí silenciado por el prejuicio: el desdén académico por las expresiones poéticas de cualquier tipo no canalizadas a través del libro y la descalificación de aquellas que –además- se atreven a invadir territorios tabú para la hipocresía social y las aparentes buenas maneras literarias: el humor satírico y el insulto literario.
Nos falta, entre tantas otras cosas, una investigación rigurosa en esos campos muy transitados y poco registrados de la creatividad argentina. Necesitamos, por ejemplo, una amplia y desprejuiciada Antología del improperio que sea la culminación de un no menos exhaustivo trabajo de campo: recoger y recopilar aunque sea una parte de las innumerables piezas verbales con las que –en la plaza, en la prensa, en la cancha, en cualquier espacio de reunión colectiva- la creatividad popular ha encontrado instrumento catártico para dar salida y expresión a esa necesidad visceral de señalamiento y justo castigo a tantos hijos de remilputas que debimos / supimos / volvemos a padecer.