Eso que se llama fama puede terminar destruido en un bar de putas. Todo con Manal como música de fondo y como explicación definitiva del mundo.                                                     para Quique Fogwill

 Desde que empecé a publicar, la gente me pregunta: “¿Esto es autobiográfico, no?”. O: “¿El personaje sos vos, no?”. Así que voy a empezar por decir que todo lo que se va a narrar aquí es absolutamente verídico. Pasó realmente como lo voy a contar. Eso sí, me tomé la licencia de cambiar algunos nombres. El único personaje que mantiene el suyo es mi amigo Norman. Si lo conocieran, verían que no es necesario cambiárselo. Y los reales seguidores del realismo, con sólo ir hasta la esquina de Córdoba y Billinghurst, podrán comprobar que el bar que regentea mi amigo Norman, llamado Los Dos Demonios, existe. Tiene una pareja de leones dorados custodiando la entrada.
Norman es inmenso, rubio, melenudo. Usa camisas negras, capa negra, zapatillas negras. Su héroe preferido es Batman. Tiene muchísimos collares y siete anillos que distribuye entre los diez dedos. Un anillo tiene la cara del Hombre Araña, otro la S de Superman. Otro dice NOR. Y otro dice MAN. Fuma unos cigarros largos y finos. Y sólo come con whisky. Vive de noche. A eso de las tres de la mañana, se pone detrás de la barra de Los Dos Demonios y empieza a pasar música. Ese es el momento que más me gusta. Norman es un DJ ecléctico: pasa boleros, tangos, canciones infantiles (“La gallina turuleca”, Xuxa), hits de los setenta: Heleno, Sandro, Cacho Castaña, y rock nacional.
El bar de Norman es chico. Una barra, un par de mesas, muchos espejos. En las paredes, empotradas, hay peceras con peces verdaderos y barcos de piratas hundidos. Los tapizados de las mesas son de cebra. Unos corazones luminosos, rojos, se desperdigan al tuntún por todo el lugar. Parece como si alguien hubiera improvisado una boite en la habitación de un hotel alojamiento.
La clientela es variada. Al igual que en el bar de “La Guerra de las Galaxias”, viene gente de todo el universo: minas con tres tetas, traficantes de Orión, contrabandistas de Venus, músicos de rock, ex futbolistas…
Norman me quiere porque mi mamá, cuando él era chico, lo trataba como a un hijo más. Después de que pudo terminar la primaria, no sabía bien qué iba a hacer con su vida. Entonces aprendió a cortar el pelo. Uno de sus clientes le tomó cariño y le propuso que fueran socios en una casa de citas. Ahí encontró su vocación. Cerró la casa de citas, abrió el bar y trajo a las chicas a trabajar con él.
Ahora son más de las cuatro de la mañana. Estamos en la barra y Norman pasa música y me pasa tragos. Tengo el pelo mojado por la transpiración. En un costado, en el medio de una caja de cigarrillos y un cenicero inmenso, están los poemas manuscritos del Gran Escritor. Pasé todo el día con él. Me encadenó a su show. Es por mi puto trabajo. A medida que el whisky me empieza a hablar al oído, se me ocurren ideas. ¡Los pensamientos brotan de mi cabeza como el sudor!
La jornada empezó bien temprano. Ducha, traje y corbata. Taxi hasta la editorial. Trabajo en prensa para la editorial Normas. Ese día me había sido asignada la tarea de pasar a buscar por el hotel al Gran Escritor, llevarlo a pasear y finalmente conducirlo hacia un café librería donde iba a tener una charla con sus fans.
El Gran Escritor vive en París y una vez por año pasa por el país que lo vio nacer para promocionar sus libros. Desde los años sesenta viene publicando una obra, según mi juicio, fundamental. Las novelas MertiolateAgua vivaComas y más comas y el libro de ensayos Para una literatura sin botulismo, no tienen nada que envidiarle a las de cualquier gran escritor europeo.
Llegué al hotel quince minutos antes de lo acordado, así que me fui a la barra de la confitería y me tomé un café con agua mineral. Pasé los gastos a la habitación del Gran Escritor, la 99. Después atravesé el vestíbulo, y me hice anunciar por el recepcionista. El Gran Escritor me dio el OK. “Dice que suba”, me dijo el conserje. Y le hizo señas a un muchacho disfrazado de granadero que se acercó para acompañarme. “El me guía a mí hacia el Gran Escritor y después yo voy a guiar al Gran Escritor hacia sus fans”, pensé mientras ascendíamos en el ascensor.
El joven soldado de San Martín golpeó la puerta y se retiró. Me quedé mirando el 99 plateado unos segundos, hasta que me percaté de que una voz me pedía que entrara.
Ahí estaba, parado en medio de la habitación, desnudo, salvo por una toalla que sujetaba en la cintura. Tenía el pelo mojado, peinado hacia atrás, la nariz aguileña, tetas grandes y una barriga inflamada.
—Cómo le va —me dijo, extendiéndome la mano húmeda.

—Muy bien —dije.
—Dígame, ¿No nos teníamos que encontrar más tarde?

—No que yo sepa.
—Estos de la editorial creen que uno no hace nada por la noche. Me estaba bañando cuando me avisaron que usted estaba abajo.
—Si quiere puedo ir a dar un par de vueltas y lo paso a buscar más tarde.
—Y también creen que uno no sabe moverse solo por Buenos Aires.
—Si le parece puedo no venir en todo el día y directamente nos encontramos en el lugar de la charla, es un café que queda acá cerca…
—Espere, espere… voy a vestirme ¿Cómo se llama usted? —Sergio Narváez.
—Muy bien, Sergio, espere.
Me quedé parado en el medio del living. El Gran Escritor desapareció detrás de una puerta. El cuarto donde yo estaba tenía un ventanal que daba a un patio interno, donde se veían otras ventanas cruzadas por cables que zigzagueaban a la marchanta. Mis zapatos se hundían en la alfombra peluda y blanca. En las paredes colgaban unos cuadros horribles sobre puestas de sol, mercados callejeros y barcos. No me di cuenta de que el Gran Escritor, desde la otra pieza, me estaba hablando. “¿Qué?”, le pregunté en voz alta. “¿Usted conoce a Pablo Conejo?”. Me lo habían advertido. El Gran Escritor odiaba a otro de los escritores de la editorial. Pablo Conejo es un mexicano que escribe libros de autoayuda que se venden como Coca Cola. Es uno de los puntales económicos de la editorial. A cambio de varios Conejos, Normas se puede dar el lujo de editar al Gran Escritor. “¿Si lo conozco en persona?”, pregunté. Como el Gran Escritor no me contestó nada, intenté armar una frase: “Lo conozco sólo por fotos. Cuando él vino para la feria del libro yo todavía no trabajaba en Normas”. “¿Cuánto está vendiendo su último libro?”, me preguntó la voz desde el otro cuarto. “¿Su último libro?… No sé… pero creo que un montón”, dije. “¿No me lo podría averiguar?”, insistió la voz. Me quedé callado. “Ahí tiene un teléfono, puede llamar a la editorial mientras me cambio”, me dijo el hijo de puta. Agarré el teléfono, pedí con la editorial y escuché al contestador automático: usted está hablando con la Editorial Normas, si conoce el número de interno, dísquelo, si no, espere y será atendido por la operadora. Corté. “La gente que se encarga de las ventas todavía no llegó, pero en un rato le tengo el dato exacto”, grité. Justo cuando el Gran Escritor salía del exilio de su pieza. Se había puesto un traje sport, zapatos negros y estaba transpirando. Recordé el latiguillo de un amigo: “A los escritores no hay que conocerlos, hay que leerlos”.
Al rato estábamos en un taxi que apestaba a la colonia del Gran Escritor, quien parecía respirar con dificultad. Afuera hacía un calor infernal. El Gran Escritor quiso pasar por algunas librerías céntricas para ver si sus libros estaban bien expuestos. Por eso bajamos del taxi varias veces y hablamos con los encargados de algunos locales. Los libros estaban bien adelante, en la vanguardia. Normas sabe lo que hace. El Gran Escritor quiso un ejemplar del último de Conejo. Dijo que estaba escribiendo un ensayo sobre esa literatura. “De mierda”, remarcó. Como para sacarlo gratis tenía que llamar a la editorial, decidí pagarlo con lo que me habían dado para viáticos. Volvimos al bendito taxi con el libro de Conejo. Salimos a los tumbos porque la calle estaba mala. El Gran Escritor hojeaba al tuntún. Murmuraba palabras en francés. Sacaba vapor por las orejas. Los vidrios del auto se empañaron.
Milanesas, ensalada, flan con crema, café. Yo lo mismo. El Gran sacó un puro inmenso. El aire acondicionado del local me cacheaba. El Gran Escritor quiso saber mi edad y si yo también escribía. Pero antes de que le pudiera contestar, se largó con un rap. Dijo que para escribir había que ser humilde, que la literatura de masas es el enemigo de la literatura seria, que uno trabaja y trabaja pero nunca se termina, que las ambiciones son enormes y los resultados son deformes, que siempre hay que preocuparse por cambiar, que la literatura de X era una mierda, que lo que escribía Z sólo era publicable entre idiotas. Aspiró, largó humo. Se quedó callado. Me hubiera gustado preguntarle si en algún momento se había dado cuenta de que yo estaba a su lado desde la mañana. Pero en cambio le dije que leerlo me ayudó a escribir, que yo encontré mi voz hurgando en sus novelas. “¿Le gusta mi obra?”, me preguntó mientras usaba un mondadientes de chupetín y me miraba de reojo.
Después de parar en un locutorio para chequear sus mails, de caminar por una plaza inmensa y de comer un helado de parado, nos sentamos en un café muy chico, con poca luz y con ventiladores enormes. Con el fondo del ruido mecánico de esos aparatos, el Gran Escritor fijó su mirada melancólica en la calle y me dijo: “Una vez, cuando era muy joven, me tocó acompañar a Borges en una visita que hizo a mi pueblo… Era un tipo muy divertido… Me acuerdo que la noche anterior casi no pude dormir… Si usted va a ser escritor tiene que leer a Borges… Sobre todo, el Borges de El AlephFiccionesDiscusión… Después empezó a repetirse ¡y es un poeta malísimo!”.
El Gran Escritor se quedó rumiando algo. Entonces, como si fuera un médium en trance, me empezó a dictar el súper canon: Borges, Macedonio, Juan L. Ortiz, Faulkner, Onetti, Musil, Joyce, Kafka. Me parecía estar en la cancha escuchando a La voz del Estadio pasar la formación de un equipo de muertos. Cuando el listado pareció llegar a su fin, yo, tímidamente, le pregunté si le gustaba Ricardo Zelarayán. “¿Zelarayán?”, me dijo. “¿Es un escritor argentino?”. Le dije que sí. Se quedó pensativo un rato largo, mirando la mesa, la tacita blanca de café. Era Anatoli Karpov pensando qué pieza mover. Después agachó el mentón, se durmió, roncó, pedorreó.
El café librería estaba repleto. Entramos abriéndonos paso entre el gentío. Muchos tenían sus libros —los del Gran Escritor— en la mano, para ser firmados. Un joven guapo —también escritor— iba a presentarlo. Cuando mi enlace, es decir, mi compañero de Normas que se tenía que encargar del Gran Escritor mientras durara el evento, me dijo el nombre del muchacho, me di cuenta de que lo había leído: Era un clown del Gran Escritor. Uno más parecido a esos tipos curiosos que andan por ahí imitando a los Beatles.
La performance estuvo perfecta. El Gran Escritor hizo chistes, despedazó a otros escritores —se ensañó especialmente con García Márquez— y terminó leyendo un fragmento de una novela in progress. El Mini Escritor dijo una sarta de boludeces, nombró a Deleuze y habló de la influencia del Gran Escritor en la literatura argentina.
A pesar del violento aire acondicionado del café, el Gran Escritor transpiraba como si estuviera en el horno de Banchero. Tanto que las manos se le hacían agua y se le resbalan los libros que le daban para que estampara su firma.
La cosa terminó con un clásico de los eventos literarios: todos a cenar —los de la editorial, el clown, algunos fans y amigos— en un bar de las inmediaciones donde —eso sí— hicieran asado, ya que esta comida típica nuestra era un motivo recurrente “un símbolo ontológico”, según explicó El Mini, de la obra del Gran Escritor.
“Antes de que se vaya quisiera mostrarle algo”, me dijo, mientras se tambaleaba por la alfombra peluda y blanca de su suite. Los libros del Gran Escritor están llenos de comas, y en la cena, el tipo se había tomado un vaso de vino por cada una de las comas que puso en todas sus novelas. Entró al dormitorio hablando en voz alta, buscando algo, pero yo, despatarrado en un sillón, apenas lo escuchaba. No veía la hora de poder zafar hacia lo de Norman y sacarme el día de encima duchándome con unos buenos whiskys.
Al final, a los tumbos, el gran escritor consiguió salir de la pieza por donde anduvo rebotando y se sentó en el suelo, frente a mí. Como pudo se sacó los mocasines y me mostró una carpeta negra donde estaban enganchados con ojalillos unos poemas de su puño y letra. “Esto es lo más importante que escribí en mi vida”, me dijo. “La poesía se escribe a mano”, me dijo. Hablaba como un compadrito. “Nada de lo que escribí se puede comparar con esto. Acá está mi alma”. Miré la carpeta negra, rugosa, las hojas escritas con tinta azul en una letra grande y redonda. “Tal vez —empezó a decir lentamente— si alguien los pasara a la computadora…” Fue clarísimo. El Gran Escritor me había elegido de secretario. No dudé ni un segundo. Le dije que era un honor enviar sus poemas a la realidad virtual. Y sin dejarle emitir un mísero sonido, agarré la carpeta, le estreché la mano como pude —el brazo se le movía como la trompa de un elefante arisco— y salí del cuarto echando putas. Sin mirar para atrás.
¡Los pensamientos brotan de mi cabeza como el sudor! Norman, parapetado detrás de la barra, hace mímica y tararea las canciones que pone. ¡Es un karaoke infernal! Yo canto, bebo, todo el bar empieza a estar bajo la luz amarilla del whisky. Abro la carpeta con los poemas del Gran Escritor. Leo uno sobre un paso a nivel, con chicos que ponen monedas en las vías para que las alise el tren ¡Qué boludez! Y también está el infaltable sobre Rimbaud
Giro hacia mi izquierda, las chicas de Norman cuchichean en una esquina. Las veo por el rabillo del ojo. Parecen cuervos.

Hay también hombres con sombreros de cowboys, astronautas, reptiles. ¡Todos cantan la más maravillosa música, que es la música de Norman! “Ésta es para vos, papá”, me dice mientras me agarra la mano y me atrae por sobre la barra para que lo bese. Y después, como Maradona en México cuando giró para dejar solo a Burruchaga frente al arquero nazi, pasa de “Trigal”, de Sandro, a “Una casa con diez pinos”, de Manal, una de mis canciones preferidas. La que siempre le pido que ponga. ¿Toda la filosofía especulativa del mundo se hace trizas frente a la letra de esta canción! ¡Vayan a laburar Kant, Hegel, Lacan y demás enfermos mentales! ¡Ahora sí que funciona la martingala cerebral! Una casa con diez pinos. Una casa con diez pinos. Hacia el sur hay un lugar. Ahora mismo voy allá. Porque ya no puedo más. Abro la carpeta, arranco las hojas con los poemas. Un jardín y mis amigos , no se puede comparar, con el ruido infernal de esta guerra de ambición. Norman aplaude con las manos en alto, todo el bar lo sigue. Empiezo a regalarles los poemas a las chicas. “Son flores de papel”, les digo. Se ríen. Para triunfar y conseguir dinero nada más, sin tiempo de mirar, un jardín, bajo el sol, antes de morir. Casi todo el bar tiene en sus manos un poema. Si alguien nos viera desde afuera, pensaría que estamos ensayando una canción, que somos un coro de monstruos. No hay preguntas que hacer. Sólo se puede elegir oxidarse o resistir, poder ganar o empatar, prefiero sonreír, andar dentro de mí, fumar o dibujar. Para qué complicar, complicar.

Fabián Casas es narrador, poeta y ensayista. Entre sus libros, Ensayos bonsáiDiarios de la edad del pavo y Últimos poemas en Prozac.

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?