En cualquier parte alguien puede toparse con prejuicios demasiado arraigados. Un hombre que busca trabajo termina enredado en una discusión interminable sobre lo que significa ser argentino.
El empleado de voz pastosa te mira desde el otro lado de la ventanilla:
– ¿Usted es el interesado directo?
– Sí, señor.
Saca una solicitud en blanco, la apoya sobre la mesa y empuña la lapicera.
– ¿Apellido?
– Schnaiderman.
– ¿Cómo?
La historia de siempre, experimentada millones de veces desde el colegio primario (donde fuiste “David”, “S”, “Schalman”, “man”, “ése”, “el difícil” y montones de variantes similares) y puntualmente repetida durante la escolaridad de tus hijos. Pero ahora ibas a buscar un trabajo que necesitabas, no es cuestión de arruinarlo todo desde el principio.
– Schnaiderman -, repetís.
– Mire, yo…
– Lo entiendo, no se preocupe. No se ponga nerviosa. Se lo voy a deletrear: S de Salomóm, C de Carlos, H de Horacio, N de Napoleón, A de Arturo, I de Inés, D de David, E de Ernesto, R de Ramón, M de Manuel, A de Arturo, N de Napoleón,
Schnaiderman. Significa “sastre”.
Escupís algo rápido la hilera de nombres propios: los llevás dichos en infinidad de ocasiones. El hombre alcanza a llegar hasta un poco más de la mitad del apellido, incluyendo dos errores: se comió una I y agregó una R sin necesidad…
– No, no – decís -Mire, se lo voy a deletrear otra vez.
– Mejor será – contesta, dándome la solicitud – que lo escriba usted. A mí me cuesta mucho copiar nombres extranjeros.
Tu amigo León “Pruébalotodo” Piatigorsky decía siempre que vos eras un hipersensible frente a este asunto. Puede ser. Y eso que no tenés el apellido de él. Te ruborizás por los nervios y se te ocurre que vendría bien, ahora, conversarcon León sobre lo que está sucediendo. Él verá con mayor claridad. Siempre se relacionó mejor con el entorno. – ¿Cuál es su nombre, señor? -, preguntás al empleado. Se sorprende.
– Héctor Gómez. ¿Por qué?
– ¿Y su apellido no es “extranjero”, sino “argentino”?
– Sí… Sí, señor.
– Es decir, usted desciende de una tribu de indios matacos. O tobas. O de los Gómez querandíes. ¿Quizá Calfucurá Gómez, un cacique araucano? ¿Lautaro Gómez, de los diaguitas?
Le sube color a las mejillas.
– No, señor. Quise decir que soy “argentino” porque nací aquí. En esta tierra.
– También yo nací aquí.
– En Buenos Aires. En un barrio.
– En Buenos Aires. En un barrio. Parece un eco, pero tratas de mantener un tono de respeto, no burlón. La gente empezó a amontonarse en una cola, detrás de vos, y están apurados
– Mi madre también es argentina – agrega el empleado, aunque con menos firmeza. – Soy argentino de segunda generación.
– También mi madre es argentina. Porteña, para más datos. Segunda generación. Vuelve a sonrojarse y sonríe, quizá buscándole un lado gracioso al asunto.
– Pero mi padre vino de Europa. Como casi todos los inmigrantes.
– También el mío vino de Europa. En todo caso, usted quiso decir al comienzo que “ambos” teníamos apellidos extranjeros, sólo que de lugares diferentes. El suyo de España, el mío de Europa Central. Los dos, inmigrantes. La tierra de orígen, cercana.
– Pero mi padre llegó acá hace muchísimos años. En 1931. Es como si fuera un argentino más. Y se ha nacionalizado.
-También mi padre es argentino nacionalizado. Y lamento defraudarlo, pero llegó antes que el suyo: en 1929. Todos estos datos son puras formalidades. Pero es así.
Hay un silencio. Algunos de la fila comienzan a protestar en voz baja, consultando los relojes. Desocupados en busca de trabajo, licenciados en sociología desahuciados en la profesión, con sacos de mangas raídas y gruesos anteojos. El empleado parece comprender que no le conviene violentarse.
– Usted no me entiende. Ser argentino es… no sé, el idioma, ser latino. Eso.Latino.
– ¿El idioma? Creo que por ahí pierde, amigo. Soy redactor de trabajos científicos en castellano. De modo que si pretende un examen de gramática…
– No, no me entiende. Me refería al tamaño del apellido.
– En efecto, no lo entiendo. Sus prejuicios son los que lo hacen definir todo lo “distinto” como extranjero. Quiero que me explique por qué el apellido “Schanaiderman” sería extranjero y el suyo, “Gómez”, argentino. Todos los apellidos son aquí mestizos o “extranjeros”, si usted quiere, porque los que vinieron a conquistar estas tierras liquidaron sin misericordia a los naturales del lugar, se llevaron su riquezas y los explotaron como a animales. Habrá, a lo
sumo, una cuestión de antigüedad numérica – nombres que poseen dos o tres o cinco generaciones más – lo cual, como sabemos después de los últimos años, no representa mucho: los que vendieron al país durante este proceso militar son, en su mayoría, apellidos irreprochables que vienen desde la conquista española y se
ponen de pie para cantar el Himno. Es decir, descendientes de esos delincuentes que Colón o Solís sacaron de las cárceles para traerlos, como aventureros, a la conquista del Nuevo Mundo. No veo mucha prosapia por allí.
El hombre empieza a violentarse francamente otra vez. Varios de la fila, ahora, escuchan con atención.
– Es evidente que usted no me entiende – dice, al fin. – Pero no le hablaré de la Patria o las esencias. Me refiero a que el suyo es un apellido “difícil”. ¿Me comprende? Muchas consonantes y vocales juntas. Acá no sabemos… no estamos acostumbrados a eso.
– Quiere decirme que su ignorancia lingüística traza la frontera entre “argentinos” y “extranjeros”. Porque desconoce idiomas de ese sector de Europa, yo paso a ser un ciudadano de segunda categoría. Si usted fuera analfabeto, no existirían apellidos “argentinos”. Para su visión lo “argentino” no es la suma de lo diverso, el inevitable pluralismo y mestizaje de un país de inmigrantes, sino sólo lo que es
igual a usted mismo. Los “otros” son los “extranjeros”.
– No, no. No me confunda. Es también un asunto de religión. Usted sabe…
– ¿De religión?
– Claro. Nosotros, los católicos somos mayoría aquí. Y también constituimos uno de los pilares de esta sociedad, como dicen las declaraciones de la Iglesia o los comunicados de las fuerzas armadas. Esta patria nació católica. Y nosotros tenemos apellidos fáciles: españoles o italianos. En cambio ustedes, los “moishes” – y perdone, lo digo sin ofender – tienen unos nombres terribles, que no se
pueden pronunciar ni escribir. Por lo menos acá, en la Argentina. ¿Comprende?
– No.
– ¿Cómo no?
– Un amigo arquitecto, a quien debo ver esta tarde, se llama Luis León. Otro de mis conocidos, reputado psiquiatra y escritor, es León Pérez desde su nacimiento. Ambos son judíos orgullosos y asumidos. ¿Quiere nombres más sencillos? En cambio, hay un obispo principalísimo del Episcopado argentino – famoso por sus
posturas preconciliares – que se llama Ogñenovich. Para no mencionar al mismo Papa de su grey católica: ¿qué tal si me escribe ahora en un papel, sin equivocarse, Karol Wojtyla? Es el nombre de su santidad Juan Pablo II, no sé si sabía.
Comenzás a llenar personalmente la solicitud, ya que el tema no da para más. El empleado te mira mientras escribís. Los de la fila suspiran, impacientes. No quedan muchas posibilidades en este trabajo. Entregás la hoja.
– Acá tiene. Apellido argentino, tan de primera como el de cualquiera. Yo no me siento ciudadano de segunda ni admito que me traten así. Piénselo. Es su problema.
Ya empezás a encontrarte. A no callar. Pero en realidad, pensás, más allá de pirotecnias verbales, éste es también tu problema. Vos sos el judío, el minoritario, el marginal para muchos.
El empleado no contesta. Da por terminado el insólito diálogo. Mirando con odio por sobre tu cabeza al que está detrás, sin sonreír, ladra:
– Que pase el que sigue.
Ricardo Feierstein es escritor y ensayista. Entre sus libros, La novia perdida, Póker y ajedrez. La comunidad judía desde sus libros (1979-2016) y El caso del concurso literario.