Un relato en varios planos, donde lo onírico juega con una realidad difícil de ajustar, presencias casi fantasmales y escenas que van y vuelven.
No me saludaste cuando subí al bote lleno de barro. Llevaba pasto en los pantalones. Ni siquiera me seguiste con la vista. Levanté el brazo. Una manera de decirte adiós, como cuando éramos chicos y me venía a buscar papá para llevarme a la plaza. ¿Por qué pienso eso ahora que estoy arriba y todo se mueve por el viento? El cielo encapotado anuncia chaparrones. No me importa. Me diste vuelta la espalda y te volviste a la casa. Lo hiciste siempre porque mamá te esperaba. Ella no quería dejarte solo. Yo ahora me siento y empiezo a remar. Prometí merluzas para la cena. Manoteo la red sucia, con olor a pescado. Mamá te prohibió que me acompañaras. No quería que salieras, siempre aterrada por el peligro de la calle, de los autos, de esos imbéciles que manejaban como si fuesen los únicos. No sé cómo después te permitió que te acercaras para verme partir. De espaldas no te vi cómo te arrastrabas para caminar. Poliomielitis, dijeron los médicos. Mamá lloró en el baño. Vos con diez años entendías lo suficiente. Intentaste explicarle que te arreglarías con una silla de ruedas.
Remo, respiro fuerte. Muevo las piernas para demostrarme que yo puedo y por eso dejo que el bote se balancee. Papá te cantaba. Los chicos no deben moverse mucho, ni agitar las piernas, deben tomar los remedios para no tener dolor y poder dormir de noche y salir a la mañana en coche. Repetía, me acuerdo, salir a la mañana en coche. Después entendí que cantaba para no rezar. Eso lo dejaba para mamá que siempre se asomaba por la ventana de la cocina, para esperar el médico y los nuevos resultados de los análisis. Me acostumbré a ser postergado.
Un día me pareció que papá cantaba solo, sentado en la esquina de la mesa del comedor. Salir a la mañana en coche, salir a la mañana en coche, tarareaba. Mamá ponía la radio para callarlo. Él no se daba cuenta y seguía por un rato.
Tiro la red y espero. Desde donde estoy no veo casi la costa. Solo yuyos. Quedé con mamá que, apenas se largara a llover, volvería. No sé si se da cuenta de las primeras gotas. Seguro que está ocupada con él. Quiere bañarse solo. Ya se cayó y se hizo un raspón en el hombro. Ese día hubo corridas y llamadas de urgencia. Los tres gritaban: Mi hermano por el dolor, y mis viejos porque se habían convencido de su fragilidad. A mí me habían dejado en el dormitorio, y ellos se esforzaban por sacarlo de la bañera mojado y con algo de sangre.
Cuando comenzó todo, la casa se dio vuelta. Yo dormía en el comedor con doble frazada, por las dudas. Para mi mamá, la enfermedad de mi hermano era un mal que me podía atacar a mí. Había hecho consultas con mujeres grandes que fumaban y tiraban las cartas. Me contó que la miraban fijo y con ojos de poca certeza; pero enrollaron el dinero que ella traía en el bolsillo del delantal. Esa vez me confesó su miedo por lo irremediable.
Me pareció que la red se hundía. Me incliné a un costado por las dudas de caer al agua. Quise remar un rato más. Aprendí que la pesca junta paciencia y algo de coraje. Las primeras gotas pararon y algunas nubes se abrían para despejar el cielo. Por fin, había logrado el silencio. La casa se llenaba de ruidos y de gritos a causa de las corridas por el otro.
Hoy mamá te vigilaba mientras tambaleabas con las muletas para despedirme. Habías suplicado para que te dejara venir conmigo. No soportaba verte llorar. Toda su culpa por verte crecer con las piernitas débiles que apenas te podían sostener. Mucha fuerza de voluntad tenías. Te escuchábamos de noche golpear la pared de bronca nomás por una pesadilla. De esos sueños que te sacudían bajo las sábanas bajo ese sudor frío con el que te humedecías.
Yo bajaba rápido por la escalera y me esperabas con los ojos bien abiertos. No hagas ruido. No los despiertes. ¿Se fue el hombre de blanco? Me decías. Vinieron otra vez para darme la inyección. No quiero que me pinchen sabés. Después lo abrazaba fuerte hasta que se dormía. Esas veces me sentía tan hermano como si fuésemos una misma persona.
Subo la red y nada. Pedro, mi vecino, me había prestado unas cañas recién compradas. Nos había ayudado mucho. Íbamos juntos con mi hermano a dar una vuelta hasta la esquina, perseguidos por los ojos de mamá. Pedro tenía muchas historias. Le pedí que hoy se quedara con mi hermano. Los viejos se asustaban mucho. De tantas pastillas se olvidaban de los horarios.
Sigo remando. Ahora Pedro le cuenta a mi hermano que el verdulero entra de noche a la casa de la viuda vieja de la esquina. Se ríen los dos. Una noche tuvo que salir con los pantalones debajo del brazo. Un vecino había golpeado la puerta por los gritos de la mujer. Pedro le tapaba la boca para que no despertara a mis viejos. Yo nunca pude sacar a mi hermano de su realidad. A veces pienso que mi mamá algo de razón tenía y que yo también terminaría postrado en la cama de abajo.
Los enfermos contagian a todos los que los cuidan. Los familiares comienzan con un cosquilleo en los tobillos, luego las rodillas se ponen rojas y los muslos se adelgazan. Como las piernas de tu hermano, ves. Bajaba la voz. Todo en ella advertía.
Me miro las piernas mojadas por el golpe de los remos. No, no es un calambre, pienso. Se endurecieron por el tiempo que llevo sentado en esta tabla sucia. Escucho una radio a los lejos, gritos de mujeres festejando. Pienso en la viuda y el verdulero. Me traje pantalones cortos, por las dudas. Trato de mover las piernas. Por más que remé, no avancé mucho de la orilla.
Papá me grita que tenga cuidado, que vuelva. Tanta red para que vuelva vacía. Sería un papelón. Les demostraría a todos que llegaría con algunas merluzas. Pero para pescarlas debía remar más. Se las había prometido a mi hermano para la cena. Otra vez la música fuerte y los gemidos de la viuda.
El sol me pica en la nuca. Me saqué el pulóver que me puso mamá a la fuerza. Con tal de que me dejara salir le obedecí. Ella sabía que no iba a pescar nada. Todos querían probarme. Me había resignado tanto a los límites que mis viejos habían impuesto a mi hermano que, hasta a mí me resultaba extraño estar en un bote varado y tener miedo de volver a encontrar a mamá con uno de los médicos y a mi papá cantando salir a mañana en coche, salir a la mañana en coche.
Iba a jugar con mis piernas. Había entrado un poco de agua y yo las hundía hasta mojarme. Lo pude hacer.
No me asombró que alguien nadara hasta dónde yo estaba. Traía algo en la mano. Sí, braceaba con una caja blanca. La reconocí enseguida. Gritó, quédate ahí, no te muevas. En ese momento escuché lo de la enfermedad y me subió por la pierna una picazón. La que primero enrojeció fue la derecha, con la que me sostenía al piso del bote. La otra había perdido algo de tensión. Se sostenía flácida.
Perdí al que nadaba y llevaba la caja. Me entró un escalofrío. ¿Serían los remedios? Ya me imaginaba en el hospital, en una camilla con suero y los médicos dándome la espalda y murmurando entre ellos. Después de un rato se darían vuelta para retarme. Mi mamá no estaba conmigo, se había ocupado de un chico en otra habitación.
Intenté asirme de la red vacía. No pude. Tenía los brazos atados a una camilla. Veía el suero que caía despacio como las gotas del remo. Vino una enfermera con un delantal sucio y desabrochado. Me tomó la cara y me dijo que todo iba a pasar demasiado rápido. Le pregunté por el bote. Se rio. Le faltaban los dientes de adelante. Estás muy débil, dijo. Vamos a hacerte algunos estudios. Mucha fiebre, entendés. ¡Cómo para ir a pescar estás vos!
Quedé solo. Una voz parecida a la de mi mamá hablaba en voz alta con otros médicos. Miré hacia la mesita con remedios y alcohol. La enfermera se había dejado los dientes en un vaso con un líquido oscuro. Volvió a entrar para colocárselos y tomarse la bebida. Me hizo señas de que me callara. Estás en observación, todavía falta para el alta.
Con un calmante me olvidé de todo. Volví a la barca y a la pesca. La red se sacudió tanto, que por poco me caigo al agua. Tiré con fuerza. Un timbre sonó y abrieron la puerta dos enfermeras con cara de espanto. Una traía una jeringa en la mano. Me iban a aplicar una inyección como a mi hermano.
Un médico trajo a Pedro. Me saludó riendo y me dijo que había encontrado los pantalones del verdulero. Abrió la puerta del placard y sacó una mochila. Me los mostró con algo de malicia. Le dijeron que guardara todo. Le quise preguntar por mi hermano y largó una carcajada. Me gritó. Si desobedecés, te vas a poner la ropa escondida en el armario. Te quisiste escapar esa noche, pero te agarraron desnudo en la esquina de la casa de la viuda. Sacaron a Pedro empujones.
Cerré los ojos. Escuché la música de la fiesta en la orilla. Me alegró el hecho de que hubiera gente contenta. En el pasillo, había gente que arrastraba los pies. Caminaban sin parar, frotando el piso. Trasladaban camillas con rueditas sin gomas. Chirriaba todo.
De a ratos se abría la puerta. No entraba nadie. Me espiaban. Creí que se turnaban para controlar si todavía estaba en el bote. Escuché hablar con la puerta entornada. En esas condiciones no podía haberse ido de la casa. Ya hicimos un acta por los padres. Habla de un hermano, decían. Alguien se tiene que hacer cargo de cuidarlo. ¿Entonces, van a ser dos? Se corrigieron.
Me sacaron de la camilla para colocarme en otra. En ese momento, entró mamá. Me dio un beso fuerte y me explicó, te van a tener que operar. Hicimos lo que pudimos. Nos explicaron que había un método nuevo para evitar que los huesos se terminaran por pulverizar, me dijo, frotándose los ojos con un pañuelo que sacó de la cartera. Me acompañó por el pasillo hasta que le ordenaron que se fuera. Escuché, un murmullo. Del otro también nos vamos a ocupar, creí que decían.
Sonreí con la tibieza del sol. Dos merluzas saltaban en el bote. Quise gritarle a papá que ya volvía y que tenía una sorpresa. Imposible. Una lámpara con muchas bombitas me iluminaba la cara. Los cachetazos de un médico con barbijo me despertaron. Por fin, te arreglamos las piernas. Eso sí. Un tiempo largo de recuperación. Esto es jodido, nene. Así que te gusta la pesca, ¿no? Uno del fondo de la sala, dijo en voz alta ¿y con la viuda cómo te fue? No le vamos a contar nada a tu mamá, no te preocupes. No sabés de las cosas que nos enteramos mientras cortamos y suturamos.
Cuando abrí bien los ojos, me di cuenta de que Pedro estaba con delantal y una bolsita de plástico con suero en las manos. Me hablaban rápido para que yo reaccionara. No te preocupes por el otro. Él sigue como siempre. El problema son tus padres. Van a tener que contar con alguien hasta que vos, sobre todo, puedas ponerte en pie. Para eso falta bastante. Primero vas a pasar unos días con nosotros. No tenemos bote, pero bueno. Nos vamos a arreglar con una revista de pesca y camping.
Llegué a mi habitación me esperaba la enfermera sin dientes. Estaban en la mesita con el agua. Mamá entró después con una carpeta en la mano. Acá está todo lo que te hicieron. Debimos autorizar todo con tu papá. Nos vamos a arreglar para cuando salgas. Compraremos un diván.
Ella abrió la carpeta. Comenzó a leer. Escuché un susurro monótono. En realidad, no llegué a darme cuenta si el informe me pertenecía. Poco importaba.
Para la enfermedad era insignificante el nombre el apellido del que la llevaba a cuestas. Importaban las huellas, una recuperación poco probable y la satisfacción de los profesionales que se hicieron cargo de una vida. La asistente, así la llamaron, cerró la carpeta y la colgó de un broche que había en el borde la camilla.
Una enfermera entró para darme una pastilla. Todavía tenés el efecto de la anestesia. Es el mejor estado, murmuró. Hay visitas, dijo mamá. No quería ver a nadie Son familiares, me repitió. Te pedí que no entraran. Me miró con esos ojos abiertos de pavor que yo conocía. Se persignó. Me dio un beso con algo de saliva en la frente. Lo sentí como una despedida final.
Llamé para que me ayudaran a orinar. Aproveché para pedir que me alcanzaran la historia clínica. Me habían sacado una foto de la pierna operada. Solo un hueso con algún rastro de sangre. En la hoja siguiente estaba la prótesis que me ayudaría a continuar con la vida. La carpeta sin nombre explicaba la intervención. Solo eso.
Cuando apagaron luces, caí en un sopor profundo. Me pareció que había entrado mi papá. No hizo ruido. Seguro que iría a pasar la noche en un sillón viejo que había a un costado. Lo miré de reojo, haciéndome el dormido. Gesticulaba. Movía los labios como si cantara. No hacía falta que me imaginara todo lo demás.
Me sacaban a la tarde, cuando hacía sol al patio. Los días en que podía usar las muletas sin que me lastimaran coincidían con mi buen humor. Mamá me alcanzaba la regadera y yo no dejaba que se secaran las hortensias de la galería. Quedaba solo porque aborrecía las compañías, las compasiones y ese dicho y ahora qué vas a hacer que se guardaba mi papá en la boca.
En la cena, me sentaba en la punta de la mesa. Mamá siempre dejaba un plato vacío. Nadie preguntaba nada. Todos éramos una familia que simplemente vivía. Hablábamos muy poco y en voz muy baja. Tampoco nos molestaban las voces que escuchábamos a cada rato. Siempre alguien conversaba con nosotros. Creo que lo hacíamos para no estar tan desalojados de la vida.
Iba una vez cada quince días al quiosco para comprar revistas de pesca. Buscaba lugares que parecían tan lejos de casa, en un territorio que solo parecía real porque la foto iba acompañada de datos y de marcas turísticas.
A la noche, me preparaban el diván en el living. No podía subir las escaleras. Nunca pude dormirme solo. Me alegraba escuchar una respiración al lado mío, alguien que se agitaba y que se movía inquieto.
En el desayuno todos nos preguntábamos qué habíamos escuchado de noche. Lo hacíamos en forma espaciada mientras tomábamos el café con leche. Repetíamos las historias para entretenernos con los que ya sabíamos. Todo el mundo cuenta aquello que no le pertenece del todo. Por pudor, un poco por soberbia y también por estar vinculados a alguien.
En esa intimidad mis padres confesaron que habían aprendido a vivir con sombras. Se habían sentido protegidas por ellas. La oscuridad no llama al mal repetía mi madre cuando apagaba las luces de la casa.
Solo una vez se le escapó la palabra hermano cuando puso el plato vacío en la mesa, después de colocar los cubiertos y una servilleta de tela. No la escuché. Abrí la puerta para salir a la galería y buscar la regadera. El sol por poco seca las hortensias, les dije. Poco a poco, eché agua a cada una de las macetas.
Una vez por mes, íbamos al médico. Nuevos estudios y esas placas en las que nunca se ve nada. Apenas entrábamos a la sala, él me miraba de frente. Sacaba la carpeta que nos habían dado en el hospital y revisaba lo que llamaba mi historia. Mientras yo me vestía, hablaban los tres sobre mí. Algo había en el diagnóstico, algo cifrado que nadie intentaba entender. Nos prestábamos a un simulacro.
Un mañana me acerqué a la playa. Me sostuve con la muleta para poder mirar a alguien que se iba al mar. Hizo como que no me veía. Todos nos parecemos un poco a alguien. Quizás somos una comunidad familiar que se reparte en la oscuridad, con los mismos colores en la ropa, nos reímos de los mismos chistes y lloramos idénticas pérdidas.
Una mano que se alejaba de la orilla en bote me saludó. Detrás de mí escuché una voz y unos pasos. Supe enseguida quién era. La gente cercana la reconocemos por el olor, primero, y después por la voz. Pensé que me llamaba. Dudé si era a mí o al que remaba.
Cantaba con voz quejosa, como sonido que venía de lejos. Los chicos no deben moverse mucho, ni agitar las piernas, deben tomar los remedios para no tener dolor y poder dormir de noche y salir a la mañana en coche.
Eso cantaba.
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