Del apagón del siglo a los tarifazos de Cambiemos. El tiempo pasa, pero las mañas de los capitales privados que se han adueñado de las empresas de servicios públicos desde la privatización menemista siguen siendo las mismas: concentración empresarial y financiera, desinversión, aumento de tarifas y desprecio por el usuario.

Para aquellos usuarios eléctricos de la CABA y de extensas zonas del Gran Buenos Aires que tienen edad suficiente, los reiterados apagones perpetrados por Edesur en enero y febrero de este año evocaron dolorosamente a aquel famoso “apagón del siglo” que, en febrero de 1999 y durante quince días, dejó sin suministro eléctrico a más de medio millón de vecinos de la Ciudad de Buenos Aires.

Pese a que, desde diciembre de 2015, cuando Mauricio Macri y su “equipo” de CEOs llegó a la Casa Rosada, el aumento de las tarifas eléctricas registrado hasta ahora fue en promedio del 1.317 % pero las prestaciones de las empresas de electricidad, lejos de mejorar, han empeorado de manera notoria.

Los reiterados cortes de suministro -nuevos apagones – sufridos por los vecinos de la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano en enero y febrero de este año son prueba más que evidente. El argumento de la “falta de inversiones” por parte de las empresas, debida a “las bajas tarifas”, que se machacó durante más de dos años como justificación tanto del pésimo servicio como de los salvajes aumentos resulta a esta altura insostenible. Las tarifas aumentaron de manera monstruosa y el servicio sigue empeorando.

Recordar, dos décadas después, aquel apagón de febrero de 1999, como se hará en las líneas que siguen, no es un inútil ejercicio masoquista. Demuestra que la concentración empresarial, las ganancias siderales, la desinversión y la estafa al usuario sigue siendo el cóctel preferido que se sirven las empresas privatizadas de servicios públicos.

El “apagón del siglo”

El 15 de febrero de 1999, alrededor de 600.000 personas —más del 7 por ciento de la población de la ciudad— se quedaron sin luz en Buenos Aires.

A las 3:47 de la mañana, un incendio en la Subestación Azopardo de la distribuidora Edesur —propiedad del holding integrado por Endesa de España, Endesa de Chile, Enersis de Chile y el grupo argentino Pérez Companc— tuvo un efecto dominó que puso también fuera de servicio las estaciones Pozos, Once e Independencia (todas ellas alimentadas en forma radial desde la Central Puerto) y dejó sin suministro eléctrico a usuarios de 16 barrios de la capital de la República Argentina.

Fue el mayor corte en la historia del servicio público de electricidad desde que Rufino Varela instalara, en 1887, la primera central eléctrica de la ciudad de Buenos Aires para abastecer a un selecto grupo de vecinos de la Plaza de Mayo.

La causa, en un primer momento, impresionó por lo banal.

Todo comenzó cuando un grupo de operarios realizaba un empalme de cables de alta tensión para poner en funcionamiento la Subestación Azopardo, ubicada en la zona sur de la ciudad. Fue cuando se produjo un cortocircuito que desató el incendio.

Sin embargo, no se trató de una simple fatalidad.

De acuerdo con las más elementales normas de seguridad —las mismas que la empresa estatal Segba, antecesora de Edesur, había aplicado durante años-, los trabajos de empalme debían realizarse por fuera del túnel de la subestación; sin embargo, por disposición de la empresa, la operación se efectuó adentro.

Fue simplemente una decisión económica: el empalme por fuera del túnel habría incrementado en un millón de dólares el costo de la obra.

El cortocircuito tomó por sorpresa a quienes estaban trabajando en la operación ya que -según informó la empresa— las pruebas previas de los cables se habían realizado con éxito. Era una verdad a medias: posteriormente, los peritos determinaron que en esas pruebas se había utilizado una tensión menor a la que se iba a aplicar en el momento de la conexión definitiva, violando las exigencias de seguridad de la reglamentación vigente. “Al no cumplir con esta normativa, la empresa, literalmente, se puso a jugar con fuego. Resulta inexplicable que hayan cometido equivocación tan gruesa”, señaló por entonces un profesional de Asociación Electrotécnica Argentina.

Así el encadenamiento de errores por negligencia resultó catastrófico. “Edesur no cumplió con las mínimas normas de seguridad al poner en funcionamiento la central que se incendió; cometió graves errores en el diseño y prueba de la nueva conexión, y actuó negligentemente a la hora de buscar soluciones alternativas”, dictaminó un informe preparado en conjunto por el Instituto de Investigaciones Tecnológicas para Redes y Equipos Eléctricos y el Departamento de Alta Tensión de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Nacional de La Plata.

Los “errores” de Edesur

Según ese documento, Edesur cometió cuatro errores groseros que pueden sintetizarse de la siguiente manera:

-Realizó empalmes de vinculación de la red eléctrica dentro de un túnel de cables. Este modo de operar significaba un importantísimo ahorro de dinero, pero al llevarla a cabo transgredió el artículo 35 del Contrato de Concesión, donde se señala claramente que la empresa debe “instalar, operar y mantener las instalaciones y/o equipos de forma tal que no constituyan peligro para la seguridad pública, respetando normas que regulan la materia”.

-La prueba del cable se realizó a 170 kilovatios durante 15 minutos, cuando debió haberse realizado a 224 kilovatios durante 7 segundos y medio, de acuerdo con los valores establecidos por la Reglamentación para Líneas Exteriores en General, aprobada por la Asociación Electrotécnica Argentina, cuyo cumplimiento era obligatorio de acuerdo con la ley 19.587 y el decreto reglamentario 351/79.

-No aplicó mínimas medidas de seguridad para la prevención de incendios. Los peritajes indicaron que no había arena sobre los conductores, que no funcionaron los sistemas detectores de fuego o humo, y que en el momento de realizarse el empalme no había personal que supervisara el buen funcionamiento de la planta.

-Finalmente, una vez ocurrido el accidente, Edesur no presentó alternativas a la crisis energética que solucionaran el problema de forma inmediata.

Este último punto potenció la catástrofe. En lugar de buscar otro camino para restablecer el servicio, la empresa distribuidora trató de solucionar el problema reconectando esquizofrénicamente una y otra vez los cables dañados en la subestación Azopardo, lo que provocó en cada una de esas ocasiones nuevos cortocircuitos.

A pesar de la urgencia de la situación (que incluía a miles de vecinos sin agua ni luz en pleno verano, con temperaturas que superaban los 30° C), a las 72 horas después de iniciado el corte, Edesur realizó una reconexión sin pasar por la estación afectada, lo que solucionó parcialmente el problema en algunos de los barrios afectados.

En opinión de algunos especialistas, esta demora alargó en una semana la solución total del apagón.

Con algunas variaciones, según las fuentes, se estima que el número de personas afectadas (se calculan cuatro por medidor) alcanzó a 600.000 los dos primeros días del apagón; se redujo a 240.000 entre el tercero y el sexto día, y bajó a 120.000 al cumplirse una semana. Al octavo día la situación pareció mejorar ostensiblemente, con «apenas» 32.000 personas sin luz en sus casas o comercios, pero volvió a trepar a 100.000 al día siguiente. Diez días después del incendio todavía quedaban 80.000 personas sin suministro, cifra que se redujo a la mitad ai día siguiente.

Finalmente, el 26 de febrero -a 11 días del inicio de la crisis— se consideró que el apagón estaba resuelto.

Durante las 264 horas que se prolongó el corte de suministro, los daños objetivos ocasionados por el apagón (falta de agua y energía eléctrica, electrodomésticos y máquinas comerciales quemadas, pérdida de horas de trabajo y de ganancias por el cierre obligado de oficinas y comercios minoristas, alimentos en mal estado por falta de refrigeración que debieron desecharse en casas de familia y comercios, aumento en los índices de criminalidad en los barrios afectados, etc.) se vieron potenciados por la mala estrategia de comunicación puesta en práctica por Edesur a la hora de  informar a la población sobre la evolución de la crisis. Día tras día, la empresa hizo reiteradas promesas —imposibles de cumplir— de que el suministro eléctrico se normalizaría rápidamente.

“Creo que imperó el principio de la desinformación y, en este caso, me parece grave. Por más privatizado que esté, el servicio eléctrico es un servicio público. Yo no hablaría de cambios de estrategia sino de inexistencia de una estrategia para comunicar a la población algo que toca a la salud, a aspectos de la vida cotidiana. Vi muy presente el principio de la incertidumbre. La promesa incumplida y la sensación más o menos común de no saber por qué pasó lo que pasó», analizó en aquel momento Margarita Graciano, por entonces directora de la Carrera de Comunicación Social de la Universidad de Buenos Aires.

Además, Edesur intentó diluir su responsabilidad en el episodio: primero evitó reconocer que no había tomado las medidas de seguridad adecuadas para prevenir y controlar el accidente y luego trató de transferir culpas a los constructores de la planta y a la empresa proveedora de los cables.

En una declaración que entró en clara contradicción con lo que exigía el contrato de concesión, un portavoz aseguró que la empresa no tenía la obligación de controlar la calidad de los materiales utilizados en sus instalaciones sino que podía suponerla, ya que los proveedores eran los que debían supervisar su producción.

La reacción de la gente ante la suma de todos estos factores no se hizo esperar y muy pronto al apagón se le sumó un nuevo y explosivo ingrediente: la protesta popular que ganó las calles de Buenos Aires.

El juego del monopolio

El “apagón del siglo” pasó a la historia como una de las más visibles consecuencias de la privatización de los servicios públicos asumida por el gobierno de Carlos Menem a principios de los noventa.

En el caso del suministro eléctrico, como antes con las redes telefónicas, la concesión del servicio al sector privado fue recibida con una esperanzada expectativa por millones de usuarios cansados de una larga historia de malas prestaciones, altas y bajas de tensión que dañaban los electrodomésticos y continuos cortes de luz.

Menem y Dromi, la furia privatizadora.

A fines de la década de los ochenta, en la Argentina existían cuatro empresas eléctricas nacionales y dos hidroeléctricas binacionales que, en conjunto, generaban el 84 por ciento de la energía del país y se ocupaban de la totalidad del transporte. La distribución estaba a cargo de dos empresas nacionales, que abastecían el 55 por ciento del consumo de todo el país, 21 empresas provinciales, que suministraban otro 34 por ciento, y más de 500 cooperativas que distribuían el 11 por ciento restante.

A primera vista, el mapa eléctrico argentino tenía poco que envidiar a los de los países más desarrollados del planeta. Sin embargo, como sucedía con el resto de las empresas estatales del país, décadas de mala administración y de políticas oportunistas habían puesto al sector al borde del colapso.

Las causas eran evidentes: a la vez que, por razones políticas, se las obligaba a mantener tarifas muy bajas, año tras año los sucesivos gobiernos habían desviado los fondos propios de las empresas públicas para «tapar» los inabarcables agujeros negros del presupuesto nacional.

A su vez, este expolio había impedido que se hicieran las inversiones necesarias para -si no modernizar- por lo menos mantener los sistemas en buen funcionamiento, con el consiguiente deterioro en la calidad del servicio.

El caso de Segba era paradigmático: la empresa distribuidora de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires brindaba una prestación deficiente, tenía graves problemas de mantenimiento y acumulaba deudas por más de 1.500 millones de dólares.

Frente a esta realidad, los apologistas de la panacea privatizadora no debieron hacer mucho esfuerzo para que sus cantos de sirena fueran escuchados con esperanza.

El gobierno de Carlos Menem no perdió el tiempo y, aprovechando la mayoría que poseía en las dos cámaras del Congreso, en 1991 logró la aprobación de la Ley 24.065/91, que estableció el Marco Regulatorio Eléctrico. La norma —junto con los decretos reglamentarios y una serie de resoluciones de la Secretaría de Energía— dio una nueva estructura al mercado eléctrico argentino, que quedó segmentado verticalmente en tres actividades: generación, transmisión y distribución.

A los adquirentes se les ofreció un negocio redondo: “En este contexto se inicia la reforma y reestructuración del sector, aprovechando el deficiente servicio y las dificultades económicas que atravesaban las empresas públicas para dejar en manos de los oferentes la fijación de precios de las empresas, absorbiendo el Gobierno las deudas de las mismas. En muchos de los casos lo obtenido por la privatización no llegó a cubrir el valor de las deudas absorbidas. Por ejemplo: por Segba el gobierno cobró 1.294 millones de dólares y absorbió deudas por 1480 millones”, explicaba Viviana Cifarelli, del Taller de Estudios Laborales, en una reseña sobre los primeros ocho años de gestión del sector eléctrico privatizado.

Junto con la constante degradación del funcionamiento de las empresas eléctricas públicas, otro de los caballos de batalla en el que frecuentemente cabalgaba el discurso privatizador de los hombres de gobierno menemista, era la eliminación del monopolio del sector. Pero a la hora de traducirlo en medidas concretas, el procedimiento a emplear parecía calcado del que se había aplicado con la red telefónica. Así como la vieja Entel había sido dividida en dos regiones – luego adjudicadas a Telefónica y Telecom -, el territorio de Segba fue partido en dos, para ser entregado a otros tantos grupos.

En la práctica, el tan vilipendiado monopolio estatal sería reemplazado por un bipolio mucho más difícil de controlar. Tanto es así que hasta provocó las protestas de algunos de los propios paladines del desguace del Estado. En ese sentido, el diputado de derecha Federico Zamora señalaba: “Tienen cautivos a 12 millones de usuarios entre dos empresas. Segba podría haberse dividido en trece áreas, porque hoy cuenta con trece sucursales, creando así un efecto de competitividad. Además, no habría que asegurarles, como se hace, una zona geográfica cautiva a esos concesionarios. ¿Por qué no permitimos que un concesionario pueda distribuir energía en la zona correspondiente a otro concesionario? Por el poder de lobby que tienen los grupos compradores”, protestó en la sesión del 19 de abril de 1991.

La concesión otorgada a Edesur por 95 años es, en este sentido, ilustrativa: “su “territorio” abarcaba 3.309 kilómetros cuadrados, incluyendo la zona sur de la Capital Federal y doce partidos de la provincia de Buenos Aires (Almirante Brown, Avellaneda, Beraza- tegui, Cañuelas, Esteban Echeverría, Ezeiza, Florencio Varela, Lanús, Lomas de Zamora, Presidente Perón, Quilmes y San Vicente). Allí, según cifras del año 2001, abastece a 2.105.380 clientes, con una población total de alrededor de 5.500.000 habitantes.

Sin embargo, la protesta del diputado Federico Zamora apenas si arañaba la superficie del negocio que se estaba armando entre bambalinas.

El acuerdo entre los lobbystas y la administración Menem iba mucho más allá de la captura de la distribución eléctrica en la zona más densamente poblada del país: apuntaba a repartir entre unos pocos -muy pocos- grupos económicos todo el negocio eléctrico argentino, transformando en letra muerta la segmentación vertical que el gobierno enarbolaba como bandera antimonopólica.

La trampa estaba en el artículo 32 de la ley donde, detrás de aparentes restricciones a la expansión horizontal o vertical de los grupos adjudicatarios en cada actividad, se abría una puerta para la concreción de asociaciones y fusiones entre los distintos participantes del negocio.

En los años siguientes se vería claramente cómo los grupos que lo habían gestionado aprovecharon al máximo ese resquicio legal: “Los decretos reglamentarios de la reforma apuntaban centralmente a la desintegración y prohibición de la coincidencia de propietarios en más de uno de los procesos. Esto en la práctica se vio deformado ya que en muchos casos existe coincidencia entre los propietarios en las distintas áreas. Se manifiesta así una estrategia integral de los grupos económicos de no quedar por fuera de lo que significa el negocio energético globalmente, participando no sólo de todas las fases del proceso de la energía eléctrica, sino también de la industria del gas o del petróleo, insumos básicos para la generación de electricidad”, explicaba Cifarelli.

Los conquistadores españoles

El caso más ilustrativo de esta manera de entrar en el negocio por la puerta y por la ventana es el de la empresa eléctrica española Endesa que, en 1999, al pasar a controlar Endesa de Chile y el Grupo Enersis —ambos accionistas de Edesur- se apropió del 65,6 por ciento de la distribuidora de la zona sur de Buenos Aires, de la que ya tenía una parte minoritaria. En ese momento, Endesa también participaba en el negocio de la distribución eléctrica en la Argentina con un paquete del 37 por ciento de las acciones de Edenor, la distribuidora de la zona norte. Además, a través de Endesa de Chile, se hizo con el control accionario de las generadoras térmicas Dock Sud, Termoeléctrica de Buenos Aires y Central Costanera. El mapa de los tentáculos de la empresa española en la torta eléctrica de la Argentina se completa con participaciones minoritarias en la Central Hidroeléctrica de El Chocón y en la transportista Yacylec.

Macri y Aranguren, tarifazos a cambio de nada.

También, por sus vinculaciones con Repsol en España, estaba presente en otras áreas del mercado energético argentino a través de Repsol-YPF, y era accionista de EASA (8 por ciento), Gas Ata- cama (15 por ciento) y Sociedad Inversora Dock Sud (57 por ciento).

Durante la administración de Fernando De la Rúa, el ministerio de Economía inició una investigación para establecer si la empresa española ejercía un poder monopólico en el sector eléctrico, pese a que sus directivos —en una actitud de abierto desafío- se negaban a que fuera examinada por la secretaría de Defensa de la Competencia. “Endesa no puede seguir en las dos distribuidoras, por lo tanto, es necesario exigirle la desinversión en alguna de las dos”, solicitaba por entonces Carlos Winograd, titular del organismo.

Los primeros en cuestionar la posición monopólica de Endesa habían sido los representantes de la Federación de Trabajadores de Luz y Fuerza (FATLYF). En abril de 1999, menos de dos meses después del apagón, los gremialistas advirtieron a los reguladores que debían intervenir para evitar la “consolidación de una posición dominante que amenaza con desvirtuar la transformación eléctrica y afectar seriamente a los usuarios”.

Finalmente, Endesa fue conminada a desprenderse de sus acciones en una de las dos distribuidoras y vendió su parte de Edenor a Electricité de France. «No hubo necesidad de pensar mucho para hacer la elección. En Edenor, nuestro paquete accionarial nos obligaba a compartir las decisiones; en cambio, en Edesur tenemos todo el control», definió en 2002 a este cronista uno de los directivos.

Precisamente, el asalto final de Endesa de España en la lucha por el control definitivo de Edesur se dio en medio de la polémica desatada por “el apagón del siglo”, aprovechando el impacto que éste tuvo en el valor de las acciones.

Veinte años después del “apagón del siglo”, según la página web de la propia empresa, el capital autorizado de Edesur es de 898.585.028 pesos, representado por 506.421.831 acciones ordinarias escriturales clase “A” y 392.163.197 acciones ordinarias escriturales clase “B”. El 56,363% de las acciones (Clase A) pertenece a Distrilec Inversora, mientras que el 43,097% está en manos de Enel América (clase B), que no es otra cosa que las viejas Endesa y Enersis.

Los resultados son los mismos que hace veinte años, falta de inversiones y pésima calidad del servicio. Y, claro, las tarifas siderales que por él pagan millones de argentinos.

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