Para que Bolsonaro sea posible primero se generó el caldo de cultivo de los errores propios, pero no es menos cierto que existe una derecha que abandonó el centro, que vio el resquicio y operó con eficacia sobre las clases bajas.

La Segunda Guerra fue posible porque, amén de la caja de Pandora que significó el Tratado de Versalles, después del crack de 1929 se produjo una tensión casi irreconciliable entre democracia y capitalismo. Sin llegar a esos extremos, lo que pasó en Brasil muestra una contradicción muy fuerte entre democracia y progresismo, desde el momento ya no en que en que se consumó el putsch contra Dilma sino cuando los bolsones de corrupción del PT superaron cierto umbral de tolerancia por parte de la sociedad.

Un fascista declarado que orilla el 50 por ciento, con 33 millones de votos, no llega a las puertas de Planalto de un día para el otro. Algo se rompió en Brasil, y eso sin desconocer las artimañas de la derecha contra Dilma y Lula. Bolsonaro presidente es más o menos como si Aldo Rico y el Modin fueran mayoría en la Argentina. Al progresismo latinoamericano sólo le quedan el Frente Amplio uruguayo y Evo Morales en Bolivia. Ambos, desgastados por más de diez años de gobierno (no incluyo a Venezuela y Nicaragua, en un grado de descomposición brutal). Y está por verse qué puede hacer López Obrador en México.
Para que Bolsonaro sea posible primero se generó el caldo de cultivo de los errores propios (lo cual también explica, en parte, que Macri gobierne la Argentina) pero no es menos cierto que existe una derecha que abandonó el centro, que vio el resquicio y operó sobre las clases bajas, algo clave en triunfos como este o el de Trump hace dos años: votar al verdugo.
En la Argentina, que giró a una derecha supuestamente modosa hace tres años y resultó más que descarnada, como no lo fue en el menemismo, no habría por qué sorprenderse de cosas así: Bussi fue gobernador constitucional de Tucumán, y el Modin de Rico fue la tercera fuerza en la provincia de Buenos Aires apenas cuatro años después del alzamiento de Semana Santa. En el Congreso hay personajes como Alfredo Olmedo. Un ultraderechista es el intendente de Mar del Plata. Milagro Sala está presa en un proceso judicial escandaloso. Dieron mil vueltas en el caso Maldonado, cubriéndole las espaldas a Gendarmería. Retroceden en políticas de derechos humanos. Avalan el gatillo fácil. Eso no se logra sin cierto consenso social. Y los medios tienen un rol preponderante: así como Neustadt preparó el terreno para que Doña Rosa aplaudiera el latrocinio de las privatizaciones, hoy tenemos la toxicidad de Intratables, el Baby Echecopar y su catálogo de infracciones a todas las normas contra la discriminación, el incalificable Eduardo Feinmann, más Mariano Obarrio con su grupo de tareas, que ayer copó el Hospital Rivadavia para evitar un aborto legal.

Si una solapada apologista del terrorismo de estado como la abogada Victoria Villarruel define como “ex terrorista” a Dilma Rousseff en Twitter hace un rato, si la victoria de Bolsonaro es aplaudida por Agustín Laje (a quienes no se les debería dar visibilidad por fuera del barullo de las redes sociales), por gente que en rigor de verdad tiene atragantados el decreto 158 de Alfonsín y la nulidad del Punto Final y la Obediencia Debida, estamos en un problemón. Porque lo que empieza a cuestionarse es la noción misma del estado de derecho. Algo que el progresismo, aun con sus deficiencias, aun con ciertos personajes lamentables, no hizo. Dicho de otro modo: el debate pasa por el hecho de que, según la derecha, el contrato social fue pulverizado por la corruptela (Lava Jato, bolsos, cuadernos, etcétera), lo cual habilita la excepcionalidad para resolver los males que aquejan a la sociedad. Cuando en realidad es el salto al vacío que significa apostar por un extremista lo que destroza las reglas del juego democrático. Se hace desde la legalidad de las urnas, es cierto, y eso es lo que termina de convalidar la idea de un progresismo en retirada, al estilo de la tibia socialdemocracia europea. La derecha reaccionaria tiene un discurso capaz de seducir a las mayorías. Algo falló en el flanco propio, independientemente de los méritos propios y el oportunismo de nostálgicos de regímenes militares.
Será cuestión de (re)construir los relatos, al mismo tiempo que se piensa cómo encarar algo que, más que oposición, en el caso brasileño bien podría parecerse a la idea de resistencia.