Parafraseando a Tocqueville, Jorge Castañeda afirma que Estados Unidos carece de algunos de los pilares míticos de la nacionalidad. Su clase dirigente inventó la historia que al país le faltaba. La perspectiva histórica, que rara vez aparece en el discurso público, quedaría patentizada hoy en un conflicto que presagia la llegada de la historia a la narrativa estadounidense.
Henry James supuestamente dijo alguna vez: “Escarba en Europa y encontrarás historia; escarba en Estados Unidos y encontrarás geografía”. Esta ausencia de un sentido compartido de la historia en Estados Unidos queda muy patente hoy en las protestas por la injusticia racial profundamente arraigada y los debates sobre la eliminación de los monumentos y nombres confederados que honran a líderes políticos racistas.
Comparada con otras, la historia compartida de los estadounidenses es muy breve. Los motivos de quienes colonizaron Norteamérica —y después inmigraron a ella— fueron diversos: religiosos, políticos o económicos, pero en casi todos los casos… estaban huyendo de su pasado.
Cuando llegaron a Nueva York, los colonos no se adosaron a una cultura o una historia indígena. Los nativos americanos eran nómades y desestructurados, se mantenían aislados y tenía escaso contacto con los colonos ingleses u holandeses, quienes establecieron sus propias colonias en las tierras de las que se apropiaron, y presionaron el botón de “reinicio” de su historia.
Pero la historia es aún más complicada. A principios del siglo XVII, cuando el tabaco se convirtió en un cultivo comercial en Virginia, los colonos compraron esclavos de África. La historia de los esclavos africanos fue extirpada, pero su experiencia en el nuevo mundo fue muy diferente a la de sus propietarios.
Esto significó que cuando Estados Unidos logró su independencia en el siglo XVIII, carecía de una base común. Para parafrasear a Tocqueville, Estados Unidos nació tarde y sin historia. De hecho, el país no tuvo una memoria compartida de la cual hablar hasta fines del siglo XIX, después de que George Bancroft escribiera una historia, como señaló Jill Lepore, para convertir un estado en un estado-nación.
Pero Estados Unidos aún carecía de algunos de los pilares míticos de la nacionalidad: un origen común, un pasado común y una senda común del pasado al presente. Y cuando las personas o las sociedades carecen de algo, tienden a descuidarlo. Por eso, aunque los estadounidenses a menudo citan nuevos mitos fundacionales, la perspectiva histórica rara vez aparece en el discurso público o la retórica política (ni que hablar de las conversaciones cotidianas).
Esto se traslada hasta los niveles más elevados en la toma de decisiones, con graves consecuencias. Pensemos en la política exterior: la historia de Vietnam —desde sus conflictos con China siglos atrás hasta su resistencia contra los franceses a principios de la década de 1920— debiera haber convencido a los presidentes John F. Kennedy y Lyndon B. Johnson de que era mejor no involucrarse en la guerra de Vietnam. De igual forma, la historia de Afganistán —comenzando con la larga lista de invasores extranjeros domeñados por su geografía— debiera haber indicado al presidente George W. Bush que lanzar una guerra a gran escala allí era fútil. En ambos casos, los líderes estadounidenses y sus asesores conocían la historia, pero la hicieron caso omiso de ella.
Ciertamente, los países con historias más largas y un sentido más desarrollado de la historia también se enredaron en guerras interminables: las catastróficas aventuras francesas en Vietnam y Argelia son un claro ejemplo. Y nada garantiza que un Estados Unidos con mayor conciencia histórica hubiera evitado los errores de Vietnam o Afganistán.
Pero, sin historia, a los estadounidenses les falta algo… y parece afectarlos. A veces inventaron la historia que les faltaba, transformando personas o eventos en monumentos, celebraciones y recuerdos, a menudo mucho después de que hubieran vivido o tenido lugar. Casi todas las estatuas que honran a las figuras confederadas en todo el sur estadounidense —hay más de 700— fueron erigidas durante la Reconstrucción y las hay incluso de la década de 1950.
En la actualidad los estadounidenses reconocen y destacan cada vez más las inconsistencias en las historias que les han contado, especialmente aquellas relacionadas con la raza. Esto alimentó los conflictos políticos, ideológicos, religiosos y étnicos actuales acerca de la verdad —y el significado— del pasado estadounidense.
Las controversias históricas actuales tienen que ver principalmente con la guerra civil y la esclavitud, pero se extienden a muchos otros episodios, que incluyen la matanza de las comunidades americanas nativas, los campos de reclusión para japoneses durante la Segunda Guerra Mundial y la Ley de Exclusión de Chinos.
Un campo de batalla fundamental para estas guerras históricas son los libros de texto escolares. Por ejemplo, en algunos distritos escolares se prohibieron los libros de historia estadounidense de cursos avanzados que afirman que la guerra civil se debió principalmente a la esclavitud (específicamente, al deseo de mantener un sistema económico que dependía del trabajo forzoso). Los libros de texto que usan en esos distritos insisten en que la lucha se debió en realidad a desacuerdos por los derechos de los estados.
La mitificación de la batalla de El Álamo en 1836 también fue puesta en discusión de manera similar. En Texas, la historia se convirtió en un emblema de la “heroica” resistencia de los combatientes tejanos por la libertad para oponerse a la opresión, y de su lucha para independizarse de México. Así se ha enseñado durante mucho tiempo en las escuelas estatales. Pero esta interpretación pasa por alto por qué combatían los defensores de El Álamo: una república independencia donde tendrían derecho a poseer esclavos –en esa época, más de un cuarto de la población angloparlante del estado era esclava y su proporción iba en aumento–. De hecho, los supuestos héroes eran en su mayoría mercenarios que respondían al llamado de los mercaderes de esclavos de Nueva Orleans y, encubiertamente, del presidente Andrew Jackson, quien pretendía eventualmente anexar el territorio.
Por eso, en 2018, grupos de trabajo de educadores e historiadores aconsejaron a la Junta Educativa del Estado de Texas que eliminara el término “heroico” de los libros de texto de séptimo grado. Después de un prolongado y apasionado debate, sin embargo, el término se mantuvo. Hubo demasiada resistencia del gobernador de Texas, Greg Abbott, entre otros.
A pesar de que nada cambió en ese caso, cuando luchar por la historia comienza a tener sentido, esta empieza a existir. Y, de manera fundamental, la lucha tiene lugar ahora en los principales medios de comunicación masiva, la política y la cultura estadounidenses, en vez de en la periferia académica, como en el pasado. Espero que los debates actuales constituyan más que fuegos de artificio partidarios y, en lugar de ello, presagien la llegada de la historia a la narrativa estadounidense.
Este artículo es una adaptación del libro America Through Foreign Eyes.
Jorge Castañeda fue asesor de Cuauhtémoc Cárdenas durante su campaña presidencial en 1988, y en 2000 asesoró a Vicente Fox, quién después de triunfar en los comicios lo nombró Secretario de Relaciones Exteriores, cargo al que renunció en 2003. Es autor, entre otros libros, de Utopía Desarmada y de Vida en Rojo, una biografía del Che Guevara. Actualmente ejerce como profesor en la Universidad de Nueva York.