El escritor Andrés Ehrenhaus, nacido acá pero vecino de Barcelona desde -ejém- 1976, echa una mirada personalísima, crítica y muy lúcida sobre los bolonquis que se viven en Cataluña.
Me piden que escriba algo (¿inteligente? ¿inteligible?) sobre el proceso secesionista y los convulsos días que se viven en las comarcas catalanas. No soy periodista ni lo quiero ser, y mi único mérito radica, creo, en haber vivido acá, en Cataluña, más de cuatro décadas, al día en el pago de mis impuestos y con un trabajo relativamente estable. Hay una sinuosa maldición china que dice, con muy mala baba: “¡Te deseo que vivas en una época interesante!” Pues bien, en una época interesante estamos. Vamos a ver qué le sacamos en limpio.
No voy a ahondar en las razones históricas o políticas del independentismo catalán. Comparto muchas, no abono otras y hay varias, las más ideológicas o emocionales, que me parecen inconducentes y oportunistas. Si por mí fuera, este país lindo y amable seguiría siendo bilingüe como, más o menos, lo era –a pesar de los esfuerzos furibundos del franquismo– cuando llegué en 1976. Mis hijos se criaron y educaron en sucesivas capas de tira y afloje lingüístico y sobrevivieron sin problemas a todas ellas, incluidas las más extremas. Yo mismo hablo catalán mejor que español de España, porque mi lengua vehicular diaria es el castellano rioplatense. Y tampoco ahí tuve nunca ningún problema. Es más, un catalán siempre va a preferir a un argento que a un vallisoletano; y un vallisoletano siempre va a preferir a un argento que a un catalán. De donde se despeja la única variable piola: el argento. Pero ser piola no es la cuestión acá sino saber qué hacer con la almita política de cada uno.
Con esta facha de extranjero
Mi almita política es, hélàs, extranjera. No soy español, no soy catalán, ni siquiera soy argento. Resido legal y fiscalmente en esta parte de Europa con nacionalidad alemana. Y acá empieza mi primera paradoja: al no ser español, no puedo votar en las elecciones generales, sólo en las locales, donde se eligen alcaldes y otros cargos municipales. Pero dado que los genios que diseñaron la estrategia del referéndum catalán se basaron en el censo electoral español (¡con el ánimo absurdo de darle mayor legitimidad al voto soberanista!) y no previeron otro mecanismo, aun sabiendo que el estado español les desbarataría esta vía, resulta que ahora, en medio de la confusión, lo único que está claro es que para decir el 1 de octubre si uno quiere o no vivir en una Cataluña española o solo catalana tiene que ser español previamente. Catalanes solo pueden ser los españoles. Genios. Es como si me preguntaran si quiero divorciarme antes de estar casado y, para poder responder, tuviera que casarme antes. Ergo, ¿qué respondo? Respondo que soy extranjero.
Sí podía, por ejemplo, haber votado a Ada Colau si Barcelona fuera mi municipio de empadronamiento. Por suerte, Colau ganó la alcaldía de Barcelona sin mi voto, pero aun así reconozco en ella algo que a los dirigentes más soberanistas les falta, les falla o whatever: donde ellos ven nacionalidades, ella ve gente. Y yo, que no reivindico especialmente ninguna de mis nacionalidades, ni las de tierra, sangre o aburrimiento, me siento de inmediato más próximo a ella. No soy el único: no es casualidad que las principales comunidades de extranjeros (italianos, ecuatorianos, argentinos, etc.) la hayan votado mayoritariamente. Colau defiende el derecho de la gente a decidir libremente sobre el país al que quiere pertenecer pero no se inclina, en tanto alcaldesa y, por ende, cargo público, por una u otra opción. Otro rasgo de inteligencia política y de ética, que tal vez deberían ser lo mismo. Pero el principal motivo por el que Colau nos cae mejor (a los extranjeros y a muchos otros) que los diversos punteros soberanistas al uso es porque pone por encima de los intereses bandeirantes las cuestiones sociales de quienes viven y trabajan en su municipio. Y esa postura la compartimos muchos: ¿no es más importante la redistribución de la riqueza (verbigracia, las ganancias, los impuestos, las oportunidades) que el color del banderín que la reparta o acapare? Para ponerlo en términos de lógica geopolítica rioplatense: ¿sería lícito pretender anexionar a Uruguay para engrandecer a la Argentina, aún a pesar de empobrecer relativamente a los uruguayos? O viceversa. ¿Nos importan más las camisetas que las personas? Etc.
Para maldición de los salames
Volviendo a lo que se avecina. Tengo para mí (para usar un borgismo al paso) que de esta movida van a salir beneficiados los dos antagonistas principales y perjudicados los salames que quedemos en el medio. Llevamos años presenciando negociaciones y componendas entre dirigentes del estado central y las autonomías, viendo cómo se joden allá para ayudarse acá, escuchando sus vahídos y melindres mientras el común de los tales labura, se esparce y crepa (espicha, en argento) como corresponde. ¿A quién le interesa una chapuza de referéndum trunco, una movilización inconducente y diferida, un despilfarro histérico de energía secesionista? ¿Y a quién una chapuza de represión cabaretera, una demostración de caspa, un llamado a la unidad de lo disuelto en sí mismo? La mayoría de la gente seria de este país, que no es poca, la verdad, plantea la necesidad de que se celebre una consulta en condiciones. Y fundamenta esa necesidad en la letra de una Constitución que -segunda paradoja- se utiliza para desautorizarla (ver, por ejemplo, este artículo de Javier Pérez Royo, que no es catalán precisamente). Si esa consulta se hiciera, los dos polos antagónicos de este vodevil tendrían que ponerse a laburar en serio y dejar de sacar a ventilar sus trajecitos folclóricos; además, se empezarían a disipar las ambigüedades nacionalísticas y tendríamos un panorama más despejado de lo que va queriendo la gente. Por eso insisto: ¿a quiénes conviene que esto no se haga? En política, como en criminología, lo que hay que seguir es la pista del dinero: cherchez l’argent.
Yo, en tanto extranjero existencial, viviría gustoso en una nación catalana independiente y soberana; también en una autonomía catalana con competencias justas dentro del Estado español. Hoy por hoy, no se están planteando ni una ni otra situaciones: se está planteando un pulso entre burguesías periféricas (España no es la vanguardia de Europa) y sus escuderos más o menos infieles. Pero si la cuestión consistiese realmente en elegir entre Cataluña y España, elegiría la banderita que se ocupase con más cariño de mis intereses sociales. Es decir: que quisiera, pudiera y tratara de ocuparse. Mi problema, como el de miles e incluso millones de personas, no es si integramos a nuestros hijos en un sistema educativo catalán o castellano sino si esos sistemas son cualitativamente interesantes o no. Si el gobierno catalán va a recortar el presupuesto en educación, sanidad, cultura, para dárselo a los bancos, las fuerzas de seguridad, la telebasura o los chanchos, yo no veo por qué tengo que preferirlos; ni hablar de los otros, que ya han demostrado con creces qué tipo de sociedad quieren. Mis simpatías están más de este lado, quizás, pero mi corazoncito político no me permite olvidar lo básico: lo importante nunca es el quién, siempre es el qué y sobre todo el cómo. Adeusiau!