Con Gerard Piqué en el fondo y los refuerzos de ciertos recios jugadores griegos, dice entre muchas cosas el autor de esta nota que a veces pareciera que lo único que se disputan ciertas dirigencias catalanas o madrileñas es seducir capitales.

Escribo esto mirando el partido entre España y Albania, clasificatorio para el Mundial. Argentina ya empató con Perú, y eso para los que vivimos acá acabó a las tres de la madrugada. Llevo, pues, el cansancio de las horas regaladas al albur albiceleste en el cuerpo. Siamo mezzo fuori, según parece, y eso que tenemos al tipo que mejor juega al fóbal de todo el planeta. ¿Será posible? España, en cambio, va primera en su grupo y juega con solvencia y eficacia. Creo que sé cuál es la diferencia, la real, no la simbólica, que nos aparta cada vez más de los éxitos: nos falta estado atlético, potencia, rapidez mental; y nos sobra potrero. España, en cambio, sin renunciar a la forma física, ha ganado calidad y viveza. Pero mejor voy al grano y me dejo de análisis berretas de un tema que no viene al caso salvo por un detalle.

En la selección española juega Piqué, central del Barça, y cada vez que la toca la gente del estadio Rico Pérez de Alicante lo silba (ostensiblemente) o vitorea (moderadamente) por su posicionamiento respecto del conflicto catalán. Piqué es de esos jugadores que dicen más o menos lo que piensan o sienten y no se limita al guion que le dicta el periodismo deportivo. Eso ya cae antipático; pero además piensa o siente cosas que chirrían en el corazoncito chauvinista de muchos aficionados españoles. Y claro, es el central de la selección. Cosa difícil de compatibilizar con su discursividad soberanista. A decir verdad, Piqué nunca se declaró explícitamente a favor de la independencia de Catalunya, pero digamos que le pegó varias veces en el palo.

¿Muzzarella o moverse?

Me distinguen de Piqué tantísimas cosas que sería casi de mal gusto señalarlas; el pibe es joven, pintón, famoso, rico y entrador. Pero me unen un par o tres: los dos somos defensores centrales, líberos, los dos somos lentos (ahí le gano) y los dos tenemos hijos de tantas nacionalidades y ninguna a la vez que es como si las tuvieran todas. Lo dijo el otro día, tratando de suavizar su postura y hacerla más ecuménica, poniendo como ejemplo las nacionalidades colombiana, libanesa, española y catalana de los vástagos de Shakira y él. Los míos no sé si tienen cuatro, pero tres seguro, y dos coinciden, si es que la catalana puede considerarse como tal. No sé bien si Catalunya es una nación, y por ahora un estado no es. Pero país, en el sentido de terruño, de campo, de variopinta unidad cultural y geográfica, seguro que sí. Y ese país, ahora, está revuelto como nunca lo habíamos visto quienes llevamos viviendo acá más de la mitad de nuestras vidas. Y uno se encariña. Sería de enfermazos no hacerlo. Y se preocupa. Sería de inconscientes no hacerlo. Ves y oís a tanta gente diciendo cosas distintas, todas encendidas, todas válidas, todas sensibles, todas desquiciadas, que no sabés bien dónde pararte, ni si hay que pararse en algún lado y quedarse muzzarela o moverse, salir corriendo, poner distancia, seguir la marea, salir a gritar.

El regreo del hijo pródigo de Murillo.

Casi lo mejor es la cacerolada cotidiana de las 22:00; porque las cacerolas no hablan, no se pronuncian, no insultan ni adulan, solo hacen ruido, un ruido de pabellón de cárcel, de cocinas sublevadas, de ganas de patalear. Cualquiera puede salir al balcón a darle a la sartén o la paellera, y cada cual sabrá de qué contenido impregna su gesto. No sé si el invento de cacerolear es argento, como el dulce de leche, la birome y la picana eléctrica, pero funcar funciona. Y libera la tensión del día, una tensión hecha de incertidumbres, temores, ilusiones hondamente atesoradas e información, mucha, demasiada, tantísima información, trucha, veraz, contaminada, repetida hasta el absurdo y la cefalea, retorcida hasta el martirio, inflada hasta la obesidad, troceada hasta el enanismo. No solo de posverdad vive el hombre moderno, también nos sueltan noticias ciertas y contrastadas, rumores atendibles, consejos galantes.

La pausa del líbero

En medio de ese magma vertiginoso, Piqué pisó la bola, levantó la cabeza, hizo una pausa y tiró una metáfora con la que quería ilustrar su idea del conflicto entre Catalunya y España. Más que una metáfora era una comparación, o una parábola a medias, y venía a ser como sigue: es, dijo más o menos, como cuando un hijo se quiere ir de casa; o se sienta y habla tranquila y sensatamente con sus padres y acuerdan los términos de su “independencia” o se va sin más y se independiza de verdad. La parábola es trunca porque no nos termina de explicar el desenlace, nos deja con las dos opciones en la boca. Es decir, no resuelve, del mismo modo que él no resuelve su propio conflicto en y con la selección nacional. Pero la propuesta es interesante y merece ser profundizada, sobre todo porque se deriva de otra parábola, esta sí completa, y tan nuestra como que es bíblica, cual es la parábola del hijo pródigo (está en el evangelio de Lucas, si no me falla el alemán). Ahí el hijo menor le plantea a su viejo que le dé su parte de herencia para ir a hacer su vida en otros lares, mientras el hermano mayor se queda laburando la chacrita familiar. El viejo le da la guita y el pibe se va por ahí (según las interpretaciones místico judaicas, a Roma a pegarse la gran vida), se patea la herencia en chicas y bares (sic) y acaba mendigando laburo y morfi en una granja de chanchos, pero no le dan ni lo que usan para alimentar a los gorrinos. Cuestión que vuelve arrepentido a la casita de sus viejos. ¿Y qué hace el padre? ¿Lo rechaza? ¿Lo basurea? ¿Lo cubre de vergüenza e ignominia? No, no, no, como cantaba Amy Whinehouse. Enternecido, el viejo corre hacia él, lo viste con sus mejores ropas y le organiza un asado. El hermano mayor, por supuesto, putea de lo lindo, pero el amor del padre es superior a su sentido de la justicia y la moral.

Era un jodido mi viejo

¿Qué tiene que ver esto con la situación catalana? Poco. Para empezar, el padre, la España de la transición, no dejó que el hijo menor, la Catalunya del Estatut, se fuera del todo y, además, tampoco le dio toda su herencia por adelantado; es más, en cierto momento incluso le recortó la asignación semanal y le negó las llaves del coche, que el hermano mayor usaba con mayor liberalidad. Verdad es que el pendejo se ventiló parte de la guita, como en el Nuevo Testamento, pero también lo es que el viejo, el hermano y la familia entera tenían (y siguen teniendo) un concepto muy atorrante de la honestidad. Y llegó el día en que el pibe dijo que quería irse en serio y el viejo y el hermano le dijeron que ni hablar, que hacían falta brazos en la chacra y que si se iba podía olvidarse del resto de la herencia, de la semanada, del coche y de morfar caliente. Y en eso estamos. El viejo ya le soltó un par de chirlos cuando el pibe se escudó en la madre, y hasta ella recibió. Tiene la mano alegórica suelta el hombre. Le da igual el qué dirán; total, piensa, al final todos pegan y lo que pasa de puertas adentro es cosa nostra. Su personaje es más próximo al del Padrino de Coppola que a la del buen hombre de la parábola, sin mencionar que Rajoy se parece cada vez más a una versión galaicoliberal de Marlon Brando, con mandíbula rellena y todo.

Hay algo marxista en toda esta repetición farsesca de la historia, aunque hoy en día empecemos a olernos que esas farsas también venden, que hay mercado para eso y más, sobre todo en un mundo superestructural entregado a la distorsión de las series yanquis: la ficción es tan real que para qué queremos la realidad, de sintaxis tan complicada. Basta con saber en qué fotograma hacer ondear qué banderas. Las cartas familiares están sobre la mesa. El matón fiel (que en algunas versiones es el hermano grande) ya engrasó el chumbo. Mientras, el pibe sale al balcón y cacerolea. La vieja también salía pero lo dejó de hacer, no está para tanto trote. El hijo pródigo se equivocó de parábola o de padre.

Edipo re visitado

Todo lo cual recuerda otra fábula de padres e hijos. Al nacer Edipo, su viejo, rey de Tebas, recibe una premonición: cuando el guacho crezca te va a achurar y se va a quedar con tu jermu, que no es otra que su propia vieja. Layo, que así se llama el padre, hace lo más lógico y, por consiguiente, inútil: se desembaraza del hijo, manda que lo hagan fiambre. Al cuete. El flaco al final vuelve y chau. Simbólicamente, es lo que hacemos casi todos, nos dicen. Es hasta saludable. Lo jodido es cuando se trasciende el símbolo y el mito se hace carne. En defensa del hijo debe decirse que su deseo era inconsciente, espontáneo; en defensa del padre, que salvaguardaba, además de su vida y patrimonio, un necesario tabú.

Edipo.

Podría decirse que el horror que profesa España ante la potencial independencia de Catalunya tiene que ver con el temor atávico a que se desmorone un tabú histórico, muy anterior al franquismo y arraigado en la reconquista: si el estado se disgrega, volverá a penetrarnos el Otro, el sarraceno, el judío. O peor aún: el Otro que llevamos dentro, el grotesco nacional. En todo nacionalismo acérrimo hay una buena dosis de duda identitaria, y nosotros los argentos sabemos o deberíamos saber mucho de eso, porque no somos muy concretamente nada salvo, quizás, una suma de tantas identidades que ninguna puede sentirse más genuina que las otras; de ahí que lo que nos una sea esa “ausencia de argentinidad” tan argentina. En eso, Piqué es más argento que catalán, si es que lo que dijo de sus hijos es algo más que un gesto de universalismo banal; también lo son los capitales.

Y acá –atentos al piojo- llegamos a otro de los puntos críticos del conflicto.

¿Qué se disputan realmente Edipo y Layo? No tanto el reino de Tebas, que simbólicamente siempre será del viejo rey, porque al hijo en el fondo también le repugna acostarse con su madre, sobre todo ahora que ya todos están muy creciditos,  sino la servidumbre de paso, el peaje, la posibilidad de seducir a determinados capitales sin identidad nacional ni falta que les hace y convencerlos de que las reglas locales son las mejores. Nótese que una de las cabezas de caballo que el Padrino le está metiendo en la cama a los dirigentes del procés (el proceso de independencia de Catalunya) es la huida, por ahora simbólica también (¡cuánto simbolismo sobrenadante!), de algunos bancos y empresas punteras que tenían su sede en Catalunya, so pretexto de no perder ni el mercado catalán ni el español, que es el más apetecible. Y eso a los catalanes les hace mella. La gente que salió con bravura a defender con sus manos el derecho a expresarse libremente sufre cuando ve que los que tienen la guita se rajan. No es lo que les habían sugerido. No es la fantasía que se gestó. Si alguna confianza podían tener en los líderes burgueses del movimiento era la de que serían capaces de articular la estructura económica y financiera de la nueva nación. Pero ahora parece que ni ahí. Y a Edipo eso sí que le jode. Sobre todo cuando Europa, ya no Yocasta, sentada frívolamente a lomos del buey Zeus, lo mira todo con ojos soñolientos, como si dijera “qué revoltosos estos chiquilines”.

Lo tremendo es que la gente de acá sí perfilaba una salida republicana, y la sigue atesorando en el fondo del corazón. Y tiene todo el derecho a que esa ilusión no se manche, como la pelota del Diego. Quizás sea un sueño ingenuo, no se sabe. Lo que sí se sabe es que el torneo desigual de catch entre el padre padrone y el hijo díscolo se está saldando con más tortazos de lo esperable, sobre todo entre cuadros de una misma clase. Yo me huelo un desenlace (parcial) a la parábola trunca de Piqué pero no lo voy a decir en voz alta, por pudor, discreción y respeto. Sin embargo, si alguien quiere saberlo, que me pregunte en secreto y capaz que me animo y se lo cuento.