Las consultoras fallaron de manera grave en la primera vuelta electoral en Brasil. Razones posibles de los gruesos errores que potenciaron el valor de los votos, los muchos escaños y el cierto triunfo simbólico obtenido por Jair Bolsonaro contra Lula.
Pocos días antes de las elecciones en Brasil se conocieron los datos difundidos por varias encuestadoras. Prácticamente tres días antes de la votación, el candidato a presidente por la alianza encabezada por el Partido de los Trabajadores (PT), Luiz Inácio Lula Da Silva, estaba señalado a imponerse por varios puntos sobre el actual presidente, Jair Bolsonaro, que busca su reelección. Los sondeos más favorables al ex presidente Lula lo daban incluso ganador en la primera vuelta, o sea, que superaría el 50% de los votos y haría innecesaria una segunda vuelta de elecciones.
La imagen que acompaña esta nota, con los principales sondeos días antes de los comicios brasileños, eximen de mayores comentarios. No obstante, quedan para el análisis algunas perlas: las dos principales encuestadoras –IPEC-Globo (Red 0’Globo, el grupo mediático más poderoso del país) y Datafolha-Folha (del poderoso grupo paulista Folha de Sao Paulo)– atribuían a Lula una diferencia de 17 y 14 puntos, respectivamente.
Es justo decir que ambas encuestadoras acertaron en el porcentaje de votos que recibió el líder del PT y ex presidente de Brasil. Es más, salvo Parana-Pesquisa (42,7 para Lula) todas acertaron en cuanto al porcentaje que recibió Lula, si tomamos en cuenta el margen de error de cada una de ellas. Lo paradójico es que quien más lejos estuvo del porcentaje del 48% que recibió el candidato petista fue, al mismo tiempo, la que acertó en cuanto al margen de diferencia que separaría a ambos candidatos: 6,3 puntos contra los poco más de cinco puntos que hubo de diferencia real.
Es verdad que todos acertaron con Lula; pero también es irrebatible que todos los sondeos erraron, y por mucho, con el porcentaje que le atribuían previamente al presidente Bolsonaro.
Pero, entonces, ¿fallaron o acertaron las encuestas para las elecciones brasileñas? Veamos más en detalle y tratemos de leer a los que saben.
En una entrevista con la Deutsche Welle, Raphael Nishimura, director de muestreo del Centro de Investigación de Encuestas de la Universidad de Michigan, Estados Unidos, las encuestas electorales no deben ser tomadas como un oráculo que acertará en todo pronóstico. Nishimura, quien es además miembro de la Asociación Americana de Investigación de la Opinión Pública, señaló que “no trabajamos sólo con la predicción del futuro, sino con escenarios que ya han sucedido y escenarios actuales” y justifica los sondeos al añadir que “el simple hecho de conocer el escenario actual del electorado, sus preferencias, ya es una información importante”.
Vamos a darle la derecha a Nishimura: si las encuestas fueran infalibles, los Estados no gastarían millones en organizar elecciones. Se limitarían a realizar un sondeo lo suficientemente representativo y listo el trámite. Pero mejor no demos malas ideas. Lo concreto es que los sondeos son sólo eso: una muestra del escenario del momento anterior a una votación. Hay montones de motivos por los cuales pueden fallar los sondeos. A saber:
* Puede ser una encuesta de mala calidad, con una mala elección del diseño de muestra.
* También puede influir el modo en que se recogen los datos (no es lo mismo entrevistar a alguien de manera presencial que en una encuesta anónima por Internet)
* Se puede fallar en la selección de los encuestadores: si no se invierte en una buena preparación de los agentes encuestadores, se corren muchos riesgos de cometer errores
* Malas preguntas: no siempre se hacen las preguntas adecuadas; si bien en una encuesta electoral, de decisión de voto, las preguntas son simples, de hacer esas preguntas de manera equivocada puede llevar a error
* Errores “técnicos” de codificación de datos y de carga de esos datos. Los errores humanos no sólo se pueden producir a la hora de preguntar sino también a la hora de trabajar los datos recolectados.
Claro. Esto es en la teoría. Los errores pueden suceder, pero no nos creamos que son tan comunes. Las consultoras y empresas encuestadoras suelen seguir reglas y códigos internacionales, se encuentran sujetos a una forma ética de recoger los datos y difundirlos. Más allá de que son empresas que trabajan y reciben dinero por hacer el trabajo de realizar encuestas y sondeos, no les favorece en nada el hecho de “falsear” o “forzar” datos a propósito para favorecer a su cliente o perjudicar a quien no lo es.
Pero, ¿ocurre? Sí, seguramente ocurre, no lo sabemos con certeza. Sí sabemos que hay encuestadores que están más cercanos a un candidato que otro, o aquella frase que nos gusta decir a los periodistas: “Tal encuestador Fulano trabaja para el candidato Mengano”.
Pero, ¿qué pasó?
Para quien escribe este artículo, la primera impresión al ver los resultados fue que en Brasil ocurrió algo parecido a lo que pasó en la Argentina en 1995, cuando las encuestas no le adjudicaban al presidente Carlos Menem una victoria como la que finalmente tuvo. En esos años se habló del “voto vergüenza” o “voto licuadora”, es decir, gente que decidió votar a ese candidato por pura conveniencia “personal” (el entrecomillado responde a que fueron millones de votos) en detrimento de lo que ya empezaba a verse: un gobierno que destruía la industria, privatizaba empresas y aumentaba exponencialmente la desocupación.
Sin embargo, en 1995, muchos argentinos, avergonzados, decidieron esconder no sólo a los encuestadores sino también a sus familiares y amigos que votarían al entonces presidente Menem. ¿Pasó lo mismo en Brasil y por eso las encuestas no reflejaron la alta votación de Bolsonaro? Es probable. Quizá no fue la única causa, pero es probable.
Una anécdota histórica puede servirnos para entender que las encuestas están lejos de ser exactas: un ejemplo famoso fue la elección presidencial de los EE.UU. en 1936. Una revista, Literary Digest, envió 10 millones de tarjetas postales preguntando a la gente cómo iban a votar. Recibieron casi 2,3 millones de vuelta y dijeron que Alfred Landon estaba por delante de Franklin Roosevelt por un 57-43 por ciento. El Digest no reunió información que le permitiera juzgar la calidad de su muestra y corregir, o “pesar”, los grupos que eran sub o sobre representados. Como el Literary Digest envió sus tarjetas postales principalmente a personas con teléfonos y automóviles, su “muestra” incluyó poca gente de la clase trabajadora. Un joven encuestador llamado George Gallup empleó una muestra mucho más pequeña (aunque, con 50.000 personas era mucho más grande que las que se utilizan en la actualidad), pero como él se aseguró de que fuese representativa, la encuesta mostró correctamente que Roosevelt iba camino de ganar por una mayoría aplastante. (Párrafo extraído de la “Guía Esomar/Wapor para sondeos de opinión y encuestas publicadas”, uno de los códigos de ética que rigen la tarea de los encuestadores).
Entonces, no podemos decir que las encuestas no sirven para nada. Siempre aportan información, algo de lo que agarrarse para potenciar o desestimar un perfil de campaña. En definitiva, las encuestas no las pagamos quienes las consumimos en los medios de comunicación. Las pagan quienes tienen que sacar de allí información para definir sus estrategias electorales y políticas.
De la experiencia brasileña podemos sacar algunas conclusiones, a pesar de todo: primero, ninguna encuesta es cien por ciento segura, acierta Nishimura al sacarle infalibilidad a los sondeos, pues son simplemente un escenario al momento de recoger los datos. Segundo, conforme se gana en tecnología más se verifica que eso no lo resuelve todo, y menos si esto tiene que ver con decisiones humanas. A la hora de elegir, de meter un sobre en la urna o apretar un botón, el ciudadano se encuentra solo con su conciencia, y tanto puede votar a un candidato impensado como meter una feta de salame, que no registró seguramente ningún sondeo.
Si las encuestas fueran más certeras y las democracias más previsibles, no sería el sistema de gobierno que más se aplica en el mundo entero ni tendríamos, una vez cada dos años, la hermosa sensación de que todos somos iguales, aunque sea a la hora de emitir un voto.