La dictadura cívico militar pinochetista impuso una Constitución que maniató a la democracia. Una estructura jurídica que, aunque con reformas, reemplazó la de 1925. El texto de 1980 – el décimo en la historia del país – tuvo veinticinco reformas, pero casi ninguna afectó el núcleo duro de la herencia dictatorial. ¿Alcanza con un nuevo piso de derechos y garantías?
El resultado fue abrumador. La inmensa mayoría de los chilenos votó por una nueva constitución que deberán redactar los 155 ciudadanos que sean electos para tal efecto el 11 de abril del próximo año, ocasión en que, además, el pueblo elegirá a los gobernadores de las 16 regiones en las que se divide el país, autoridades hasta ahora designadas por el presidente. Los constituyentes tendrán nueve meses prorrogables por otros tres para definir el nuevo texto constitucional que será sometido a referéndum en 2022 para que la ciudadanía decida si lo acepta o lo rechaza.
La seguilla de elecciones que enfrenta Chile constituye un proceso inédito. El plebiscito fue solo el primer paso. Un desafío fenomenal. Para muchos analistas se trata de un debate que trasciende al actual gobierno conservador e iría más allá del proyecto constitucional. La hipótesis sugiere que lo que se juzgará de ahora en más es la concepción que gobierna en Chile desde el derrocamiento de Salvador Allende. El clasismo y la estructura elitista de las instituciones, así como la enorme concentración de poder político y económico, están en debate.
“No será sencillo que el proceso traiga automáticamente la paz social, pues aunque los comicios que se avecinan ponen en juego transformaciones sustantivas, también configuran un escenario en donde se va a tensionar una demanda de orden y otra de justicia social, tensión que se va a respirar en cada uno de los pasos”, señalaba días antes del plebiscito Marcos Enríquez Ominami.
La mirada del ex candidato presidencial en 2019 y uno de los fundadores del Grupo de Puebla se diría reformista. Su lectura señala que se trata de una oportunidad para vehiculizar la protesta y terminar con lo que define como una “monarquía borbónica”. ¿El objetivo? Devolverle la soberanía al pueblo. “La oportunidad de hacer que la democracia representativa y liberal pase a ser una democracia participativa y directa”, estima Enríquez Ominami.
“La tarea de los sectores progresistas es proponer una fuerza tranquila de cambio”, dijo a Télam antes del domingo. Se sabe. La actual Constitución de Chile se destaca por la casi ausencia de herramientas participativas. Su declaración de derechos es deficitaria y conservadora. Pone trabas, por ejemplo, a la negociación sindical, prohíbe la huelga de empleados públicos, restringe la educación pública y bloquea las prestaciones plenas en materia de salud pública. Además preserva una organización autoritaria como pocas por la forma en que concentra el poder en el Ejecutivo y el diseño jerárquico y verticalista del Poder Judicial. También por el centralismo de las Fuerzas Armadas.
La anterior reforma importante, la de 2005, se hizo posible luego de largas y complicadas negociaciones entre los grandes bloques de centroizquierda y centroderecha. Implicó algunos avances. No fueron menores. Estableció el fin de los senadores designados y vitalicios, se cambiaron las atribuciones y la composición del Consejo de Seguridad y se restituyó la facultad presidencial de pasar a retiro a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y al general director de Carabineros; además se amplió el rol del Congreso en la composición del Tribunal Constitucional.
Sin embargo, el afán de la clase política por mantener la estabilidad jurídica, la elogiada por los inversores externos y el puñado de familias que concentra el poder económico, impidió una reforma de mayor alcance. El Congreso aprobó modificaciones, y hasta llegó a convertirlas en ley, pero muchas fueron desestimadas por el Tribunal Constitucional por inconstitucionales. En la práctica nada relevante cambió para el conjunto de la sociedad. Desde el primer presidente post dictadura, el demócrata cristiano Patricio Aylwin, el país fue gobernado bajo la Constitución impuesta por el pinochetismo en 1980, sea por la Concertación (1991-2010 y 2014-18), o por la derecha (2010-14 y 2018-2020).
La democracia “encarcelada”
El jurista y sociólogo Roberto Gargeralla – en su excelente artículo Diez puntos sobre el cambio constitucional en Chile (Revista Nueva Sociedad) – señala que la experiencia demuestra que avanzar en la redacción de nuevos derechos no es condición suficiente si no se avanza sobre la organización del poder. Va de suyo que los sectores conservadores, herederos de los favores del pinochetismo, ofrecerán resistencia. La tarea de romper con el cerrojo diseñado por Jaime Guzmán – el jurista del pinochetismo que concibió la Constitución de 1980 – es titánica. Gargarella advierte que el objetivo no se puede conseguir con solo agregar una larga lista – “barroca”, según su definición – de derechos sociales, humanos, económicos y culturales, la tendencia dominante en América Latina que nació con la Constitución mexicana de 1917.
Gargarella enfatiza una cuestión que vale para Chile, pero también para muchos otros países de la región. La democracia seguirá “encarcelada” si las reformas no modifican el núcleo duro del constitucionalismo: la organización del poder. Una condición necesaria, aunque no suficiente, para hacer realidad los derechos expresados en el capítulo dogmático. Hoy, producto de esa organización del poder, “el sistema institucional en América latina se diría más preparado para resistir a las demandas sociales que dispuesto a resolverlas”, puntualiza el autor. El malestar profundo y muchas veces difuso que recorre América latina y el mundo parece confirmarlo.
“Los cambios constitucionales son importantes, pero no resuelven el problema mayor, que es de carácter democrático”, apunta Gargerella. Su mirada enfatiza que el gran problema del constitucionalismo latinoamericano desde comienzos del Siglo XX habría sido promover reformas significativas en el área de los derechos sin modificar de manera acorde la organización del poder. El autor lo llama “un constitucionalismo con dos almas”. Una luce moderna, con perfil social y tan democrática como ambiciosa en sus objetivos. La otra preserva los rasgos elitistas y autoritarios propios del constitucionalismo del siglo anterior.
Treinta pesos, treinta años
Aunque el crecimiento económico y la reducción de la pobreza extrema fueron constantes en las últimas tres décadas, las políticas macroeconómicas heredadas del régimen pinochetista – solvencia fiscal, apertura comercial, Estado mínimo y desregulación – resultaron en que el 5 por ciento más rico de los hogares posea más del 50 por ciento de la riqueza. La mitad de los asalariados apenas puede solventar los gatos de su hogar. El endeudamiento es pandémico. Los más pobres destinan la cuarta parte de sus ingresos a financiar deudas. El país con mayor PIB per cápita de Sudamérica es también uno de los más desiguales del mundo. El 1 por ciento de la población acumula un 26 por ciento de la riqueza, según la Cepal.
Días antes del estallido social de octubre del año pasado, Sebastián Piñera definía a Chile como “un verdadero oasis” en América latina. “Mientras más veo las crisis, más tenemos que apreciar nuestro país”, decía. Lo conflictos larvados finalmente estallaron. El aumento de 30 pesos – un 3,5 por ciento – en los boletos de Metro de Santiago que transporta a 2,5 millones de personas por día desató la protesta de estudiantes. Poco después se generalizó. Cerró el subte y colapsó el transporte. La bronca ganó las calles y la crisis social se extendió.
El Gobierno anunció un aumento del salario mínimo y de las jubilaciones, el congelamiento de la tarifa eléctrica, un mayor acceso a los medicamentos y un posible impuesto a las grandes fortunas. El Congreso debatió la reducción de la jornada laboral. Acorralados, el Gobierno y el resto de la dirigencia recogieron finalmente la demanda una nueva reforma constitucional. Solo la emergencia sanitaria consiguió postergar el plebiscito prevista para abril.
La crisis del laboratorio neoliberal era total. El sistema previsional, uno de sus puntales, se modificó. El Congreso aprobó el retiro del 10 por ciento de los fondos de pensiones ahorrados bajo el sistema de jubilación privada, pieza central del esquema nacido en los ‘80. Para entonces, la valentonada de Piñera, que afirmó apenas comenzado el estallido que Chile estaba “en guerra contra un enemigo poderoso, que no respeta nada y está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite”, solo demostraba la impotencia de la clase gobernante.
Ni el Ejército ni el estado de emergencia pudieron lo que el 10 de septiembre de 1980, cuando la actividad política estaba prohibida, los partidos eran ilegales, había decenas de miles de detenidos y los desaparecidos obraban como una ominosa advertencia. Ese día, el pinochetismo anunciaba que la reforma ideada por Jaime Guzmán para encarcelar a la democracia se había impuesto con el 67 por ciento de los votos. No hubo registros. Tampoco controles. No en vano, los manifestantes le recordaron a Piñera: “No son treinta pesos, son treinta años”.
Los riesgos de la oportunidad
El 19 de octubre, la multitud de más de un millón de chilenos que inundó el centro de Santiago, la más grande de la historia reciente del país, reorientó las prioridades políticas de la élite. Un mes después, la dirigencia alcanzó el denominado Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución; el que trazó el proceso actual y que finalizará en 2022 con el plebiscito de participación obligatoria.
El resultado del domingo sepultó la posibilidad de una Convención Mixta Constitucional integrada en partes iguales por legisladores en ejercicio y ciudadanos elegidos para esa instancia. Se trata, sin duda, de un dato central que afecta a todas las fuerzas mayoritarias con representación en el Congreso. Una oportunidad que, sin embargo, no despeja los riesgos.
¿Y si el constitucionalismo chileno cometiera el error de modernizarse como lo hizo el constitucionalismo latinoamericano de comienzos del Siglo XX? La respuesta es obvia: caería en la trampa de los sectores de poder tradicionales, que históricamente prefirieron hacer concesiones a las demandas sociales como forma de preservar el poder real. “Los derechos como sobornos”, dice Gargarella. Nada nuevo. La historia demuestra que cuando las mayorías ganan las calles, los poderosos ofrecen derechos para preservar inalterados sus poderes.
La oportunidad, sin embargo, está a la mano. Esta vez no será como cuando la reforma constitucional de 1925, la que reemplazo el pinochetismo, con la que gobernó Allende y que gestó – para reparar la pionera y autoritaria de 1833 – una comisión designada por el entonces presidente Arturo Alessandri. En esta ocasión, la decisión estará en manos de la sociedad. El resultado del plebiscito, aunque contundente, tensionará las principales demandas de la sociedad. Una, de origen conservador, ligada al pinochetismo residual, pero que también expresa a los sectores reformistas acomodados, apuesta a canalizar el descontento social. La otra, la que levanta la necesidad de un nuevo orden político y social y que expresa el enorme malestar de la mayoría de los chilenos contra una democracia empobrecida y resquebrajada en lo económico.
Por lo pronto, como hace un año atrás, pero esta vez para festejar, una nueva manifestación concentró decenas de miles de personas en la Plaza Italia de Santiago, la también llamada Plaza Baquedano que la revuelta popular y la emergencia de una multitud de nuevos actores rebautizó Plaza de la dignidad.
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