La caída de Evo Morales marca un punto de inflexión en el mapa geopolítico del subcontinente. Estados Unidos recuperando la impronta belicista, la aparición de un actor impensado como los evangelistas marcan la necesidad de una organización más sólida de los movimientos populares como para poder enfrentar a un enemigo dispuesto a casi todo.

El golpe en la tarde del domingo puso nuevamente de manifiesto las atávicas debilidades institucionales de nuestra región. Aun cuando los actores regionales sostengan un proceso económico virtuoso, poco importó.

Circunscriptos en una disputa de tutores no deseados, Bolivia es eco nuevo de un lamento que empezó allá lejos en Honduras y parece solo haber empezado. Pero no por reconocer las nuevas sintonías globales debemos renunciar a comprender lo local.

La Bolivia de Evo termina un ciclo estelar: nació como una estrella luminosa en el firmamento progresista latinoamericano y sólo resta esperar la explosión. Porque sus características propias así lo demuestran. El odio visceral que empapa su territorio probablemente decante en enfrentamientos de magnitud y la increíble velocidad con la que se producen las renuncias en su espacio son dignas de un pulsar. Quedará para sus bases evitar que sea una enana blanca. Densa pero fría.

Claro que quedarse en la reacción, en la respuesta del conservadurismo -en este caso-  boliviano, es para el progresismo regional un ejercicio de narcisismo. Evo no supo o no quiso construir poder horizontalmente. Encumbrar el modelo sobre su propio nombre no podía sino resquebrajar los cimientos de un edificio político, el Movimiento al Socialismo, que se erigía brillante sobre el paisaje regional. Eso hace aun más importante para el futuro del espacio progresista la estabilidad del proyecto de Alberto Fernández. Y no hablo del éxito del proyecto porque lo que se mira por la ventana es una tormenta perfecta.

El año que viene tendrá a nuestro país circundado por actores no solo afines a un paradigma conservador, sino eminentemente reaccionarios como es el caso brasilero. En una región periférica que necesita a gritos de consensos para hacerse de autonomía, el futuro promete un diálogo de sordos.

Si bien la salida de John Bolton -ex consejero de seguridad de Donald Trump- supuso una bocanada de aire respecto a la vocación intervencionista estadounidense, difícil es creer que desde los Estados Unidos se piense en levantar el pie. No sólo es ingenuo dado su historial sino que en el marco de una disputa hegemónica global esconde justicia. Porque le corresponde por su rol en el sistema internacional defender sus espacios de poder. Es por ello que es menester tender puentes con los vecinos, aun cuando sean de un estudiante de CBC de arquitectura.

Le toca a la Argentina asumir un liderazgo, por oposición a la experiencia fronteriza, que nace debilitado; sin espacios institucionales donde asumirlo. Tiene el desafío de ser el capitán rengo de un equipo que aún no junto la plata para pagar la cancha.

Habrá que atender el crecimiento de un actor fundamental en el futuro político: los evangelistas. Un grupo que emerge vencedor catalizado por los fracasos económicos y los declives de un status quo revisionado cada vez con mayor fuerza. El escenario venidero es una ley de Newton, la tercera: acción y reacción. Quedará para los dirigentes políticos, no solo de nuestro país, sino del mundo, generar diques de contención y amortiguadores para evitar la fragmentación, la atomización y la polarización.

 

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