Desde Rio de Janeiro, para Socompa. Apenas conocido el triunfo de Jair Bolsonaro, una multitud se reunió en la Barra de Tijuca, lugar de residencia del presidente electo, para celebrar la victoria, pero sobre todo para “decretar” el fin del PT.
Barra de Tijuca, donde reside el ex capitán, se convirtió en el lugar elegido por sus seguidores para celebrar el triunfo propio pero sobre todo lo que viven como derrota definitiva del PT. Un clima que ya se había anticipado en actos y hasta en el Carnaval, donde se llegó a reivindicar a torturadores de la dictadura
Hay gestos, ademanes y consignas que parecen ser horizontales e igualan en cierto sentido a Barra de Tijuca con alguna zona de la ciudad de Buenos Aires que exhiba sus mismos oropeles. “He venido gratis”, repitió una y otra vez la multitud bolsonarista (sí, multitud, ¿turba chic?, ¿aluvión lógico?). ¿Venir gratis de “dónde”? De sus casas. No los ha traído ningún micro. No han recibido choripanes ni pipoca. Por lo general, ellos, los que no se dejan arrear, son gente de clase media y alta, código de barra ontológico en una ciudad donde pertenecer a esos estratos sociales es marcar una distancia sideral con los otros, los pobres y favelados (habitantes de las villas miserias). La victoria de la ultraderecha se festejó, entonces, con ellos y sus fuegos artificiales, su música que salía de altavoces, sus consignas de guerra y exaltación. Digo Barra pero podría decir también Copacabana. Lo que distingue a un barrio de otro es que Jair Bolsonaro vive en el primero, y es ahí donde todos se unían al grito de “mito”. El capitán retirado es para ellos legendario porque de la nada, favorecido por una retórica escandalosa venida del fondo de los tiempos de la guerra fría, se forjó a sí mismo.
“No hay como disminuir el tamaño de la catástrofe que ocurrió a Brasil este domingo”, señaló Celso Rocha de Barros, columnista del diario Folha, en nombre de los azorados de este país. “Somos el único país de Occidente cuyo presidente tiene como libro de cabecera las memorias falsificadas del mayor torturador de la dictadura militar. Somos el único país de Occidente cuyo presidente prefiere tener un hijo muerto a tener un hijo gay”. El vicepresidente, el general Hamilton Mourão, “es un defensor consistente de golpes de Estado”, y el hijo de Jair Bolsonaro, Eduardo, “habla abiertamente de cerrar el Supremo Tribunal Federal”. ¿Importaba eso a los protagonistas de la jarana carioca? Nada.
Así funciona un (el) “mito”: convierte el lenguaje en un repertorio de balbuceos iracundos. Sin la ayuda de los partidos tradicionales, Jair, dicen, me explican, alcanzó la cima desde donde promete terminar con toda huella del Partido de los Trabajadores (PT) en la gestión de los asuntos públicos. El triunfo, en ese sentido, fue también un ritual de muerte, y por eso, cuando apareció un vehículo que cargaba un ataúd que simbolizaba, los cariocas lo saludaron con complicidad y sentido orgullo marcial, recordando que su bandera “jamás será roja”. Al hablar en la temprana noche de Río de Janeiro a todos los brasileños, Bolsonaro dijo casi lo mismo: “No podíamos seguir flirteando con el socialismo, el comunismo, el populismo y el extremismo de la izquierda”.
Ese sentido de alivio ante el cambio y de reconocimiento a los que, años atrás, durante la dictadura militar (1964-85) pensaban lo mismo, quedó reflejado en una bandera. “Ustra vive”, rezaba, en honor al coronel Carlos Brillante Ustra, reconocido torturador de la presidenta destituida, Dilma Rousseff, y otros opositores, a quien Bolsonaro ha homenajeado en más de una oportunidad. Quiero detenerme acá. ¿Se imaginan, lectoras, lectores, una comparsa en Buenos Aires que exalte al coronel Ramón Camps o al ex capitán Alfredo Astiz? ¿Se podría llegar tan lejos? Quizá no en Argentina porque hubo juicios y condenas. Pero en Brasil eso, es decir, su equivalente, fue posible, y permite explicar que Ustra fuera reivindicado en la noche de Barra.
En febrero pasado, durante los carnavales paulistas, el bloco (comparsa) “Porao do Dops” intentó exaltar las salvajadas de la última dictadura (1964-1985). Douglas García, uno de los fundadores de ese conjunto de músicos y bailarines, vive en la paupérrima zona sur de Sao Paulo. Años atrás era de izquierda. Viró hacia el otro extremo y para dar testimonio de su conversión política le puso a su bloco el nombre del sótano del Departamento de Orden Público y Social donde fueron asesinados y sometidos a torturas inenarrables cientos de personas, entre ellas la presidenta destituida, Dilma Rousseff. “Porao do Dops” se propuso entonces homenajear a Ustra. “El pavor de Rousseff”, como lo llamó en 2016 el entonces diputado Jair Bolsonaro, durante la sesión que coronó el golpe parlamentario. “¡Bandido bueno es bandido muerto!”, quiso cantar también la comparsa. La justicia lo prohibió. Pero la suerte política de Brasil ya estaba echada: se deslizaba de manera despreocupada y carnavalesca hacia la ultraderecha. Y por eso, en la noche del domingo, Ustra fue estandarte, lo que me llevó a preguntarle a algunas de sus víctimas si se atrevían a imaginar un Brasil donde una avenida llevara el nombre del coronel, y me dijeron que, lamentablemente, con Bolsonaro, de la mano de Bolsonaro, nada habría que descartar. Los escenarios más negativos han sido prefigurados en algunos de los libros que salieron a la venta en medio de las elecciones, entre ellos U odio como política, a reinvençao das direitas no Brasil, una serie de ensayos compilados por Solano Gallego que te hace temblar.
Bien. Brasil es, entonces, una anticipación de Brazil, la distopía que filmó hace tiempo Terry Gillan, y Barra le prestó algunas de sus escenografías y extras. Entre sus urbanizaciones y apartamentos con vistas al mar, en los pasillos de los suntuosos y siempre refrigerados centros comerciales, así como en los restoranes con precios de Manhattan y camareros que por lo general se inhiben de mirar a los ojos a sus clientes, el voto a favor de Bolsonaro fue arrollador. También tuvo una adhesión importante entre los menos favorecidos, a los que mito no se cansó de mirar con desprecio, pero le creen a pie juntillas que acabará a tiro limpio con la delincuencia y el narcotráfico.
Pero Barra, como la llaman, a secas, le hizo saber a Brasil y al mundo hasta qué punto se siente realizada con el triunfo del PSL. Por eso, los terrenos adyacentes de la casa del capitán retirado se llenaron de camisas amarillas y banderas nacionales. Entre cantos, bailes y glosas del himno, siempre volvía eso de: “he venido gratis”, sin que nadie los arrastrara. A eso de las 21 horas, la fiesta comenzó a menguar. Ya se había dicho todo lo necesario. Había corrido la cerveza y hasta el whisky selecto. “Iu, iu, iu, el dólar ya cayó””, se cantó, augurando no solo una fiesta de optimismo en la Bolsa paulista sino una apreciación del real, la moneda brasileña.
De repente, un helicóptero de la Policía Militar atravesó la noche y, desde abajo, se llevó los aplausos de los extasiados vecinos. A veces, intercambiaban opiniones. Querían saber si Bolsonaro ya había recibido a sus colaboradores. “Sí, ya están adentro de la casa”, dijo una mujer con la certeza que le ofrecían las redes sociales. El ganador de las elecciones departía con algunos de sus futuros ministros, el diputado Onyx Lorenzoni, quien estará al frente de la Casa Civil, y el general Augusto Heleno, en breve responsable de la cartera de Defensa. En la casa también estaban Michelle, la Primera Dama a partir del 1 de enero, y los tres hijos de Bolsonaro, así como el pastor evangélico Magno Malta, que no pudo ser reelecto senador.
“Acabó, acabó, Sergio Moro llegó”, cantaron luego en Barra, y seguramente también en otras ciudades. Rósângela Moro, esposa del juez federal que condenó a 12 años de cárcel a Luiz Inacio Lula da Silva en el marco de una causa por recepción de favores indebidos en la que no se presentó ninguna prueba contundente en su contra, devolvió las gentilezas desde las redes sociales. En su cuenta de Instagram escribió “Feliz”, junto con una imagen del Cristo Redentor al lado del número 17, que representó al Bolsonaro.
La capital paulista fue el otro epicentro de la celebración nacional. Pero una ciudad cobró significado especial: Curitiba, donde se encuentra la cárcel que aloja a Lula. Hasta su celda debieron llegarle los gritos de “fuera PT”. Al menos eso se comentaba en Barra con un placer que solo se auto otorgan los vencedores.