El evangelismo como sostén y la prisión de Lula como facilitador son dos factores fundamentales en los resultados del sufragio brasilero. Una iglesia católica en retroceso y el rating del autoritarismo también colaboraron en la casi segura llegada de Bolsonaro al poder. Un proceso que tiene ecos argentinos.

La búsqueda de una explicación al holgado triunfo electoral –hasta ahora parcial– del autodenominado “Mito Bolsonaro” dio pie a unas cuantas simplificaciones y no menos excesos y generalizaciones. Es lo que ocurre cuando se pretende encontrar una causa única y universal a fenómenos que suelen obedecer a unos cuantos factores, muchos de ellos locales y específicos.

Un cacho de justicia

Podría decirse que el triunfo de Mr. Bolsonaro reconoce las mismas causas que la popularidad radiotelevisiva de profetas locales del estilo Eduardo Feinman, Baby Echecopar o Elisa Carrió. O, si me apuran y le dan un poco de acceso mediático a él, podría llegar a tener a Santiago Cúneo. Se trataría de hablar fuerte, con seguridad y sin medias tintas de los más variados temas, sin saber mucho de ninguno de ellos, pero siempre con la debida indignación frente a la sospecha de delito, alteración del orden, la moral y las buenas costumbres y, detalle de no pequeña importancia, prometiendo los más duros y exorbitantes escarmientos.
Es muy recomendable añadir una apelación genérica a la Ley del Talión y, si las circunstancias, la protección mediático-judicial o los fueros lo permiten, la amenaza de castigos corporales, torturas, sevicias y la cárcel por tiempo indeterminado para los reos.
La pregunta sería ¿por qué esta clase de proclama psicótica es bien recibida por una porción significativa de la población? ¿Por qué están más dispuestos a aplaudirla aquellos que, de dejarles las manos libres a estos vocingleros, serían sus primeras víctimas? ¿Será acaso porque las personas, cuanto más débiles y desprotegidas, más necesitadas se encuentran de amparo y justicia?
“Ojalá hubiera ganado la guerrillas” –me dijo hace una punta de años, todavía en vida de Antonio Domingo Bussi, un humilde simpatizante de su partido, Bandera Blanca. Ante mi sorpresa se explicó–: “Habría un poco más de justicias”.


Pasa que, más allá de las justicias históricas, sociales, de clase o de los códigos civiles y penales, las personas estamos necesitadas tanto de un poco más de justicia cotidiana como de un cacho de justicia divina, en las grandes y las pequeñas cosas, en las que otros hombres podrían protegernos y en las que no. Y si de la injusticia, el destino y la arbitrariedad del poderoso no nos pueden defender las normas abstractas y las ambiguas instituciones, pues tal vez nos pueda defender el propio poderoso. El poderoso que nos oprime o un liberador, a condición de que sea igual de poderoso. Es posible que llegue a apiadarse y querernos, puesto que nosotros lo queremos y apoyamos. Ejército regular argentino o Ejército Revolucionario del Pueblo, ¿cuál es la diferencia?, se preguntaba, no sin alguna razón, aquel paisano tucumano.

El opio de los pueblos

 

No pocos amigos, en atención al tenor de las ideas y conceptos que hoy pregona, criticarán la inclusión de Santiago Cúneo junto a tan eminente piara. Quien así opine, vuelva más arriba y lea con un poco de atención y no en diagonal como se hace en la pantallita del celular: nadie habló aquí del contenido de los discursos. Es más, nadie ha hablado de discursos sino de aquello a lo que las palabras (y los modos, los gestos, los tonos, los guiños) apelan. No se habló de ideas sino de esperanzas; de fe y no de razón.
Vale –como para no apartarnos de la falta de lógica interna del discurso seudofascista propio de cualquier aspirante a tiranuelo tercermundista y antes de empezar a esbozar una explicación “racional” a las elecciones brasileras–, hacer una mención a la importancia que la fe, y más específicamente la religión, tiene en los deseos, temores, pasiones y acciones de las personas. Y vale también insistir: una importancia inversamente proporcional al desamparo del creyente. Puede confiar en sus fuerzas –las suyas propias y las que contribuye a construir– quien posea la influencia suficiente como para imponer su voluntad y realizar sus deseos. El desvalido no tiene más remedio que confiar en la fuerza, en el poder de otros o, para decirlo con algún grado mayor de aproximación, de algún otro u Otro, pues si es divino, mejor.
Como muy acertadamente apuntó el escritor Kurt Vonnegut, la descalificación izquierdista de la fe religiosa es consecuencia de una de las tantas deficientes lecturas que sus seguidores y repetidores varios han hecho de los escritos de Karl Marx, quien entre otras cosas aseguró, con toda la autoridad que le daban sus arrogantes 26 años: “La religión es el opio del pueblo”.
En 1844, cuando Marx hizo su renombrada afirmación, además de venderse en las farmacias, el opio –conocido por los sumerios desde el tercer milenio antes de Cristo, utilizado en el antiguo Egipto y recomendado por Hipócrates, Galeno y Paracelso– era el único o al menos el más eficiente analgésico conocido, útil –además de para mitigar el dolor, calmar la tos, bajar la fiebre, controlar los flujos estomacales y detener la diarrea– para combatir la angustia y el desasosiego, así como para aliviar los problemas respiratorios, tanto crónicos como propios de la tercera edad.
Bien puede conjeturarse, entonces, que lejos de “denunciar” a la religión, el siempre perspicaz filósofo alemán aludió a sus propiedades sedantes y consoladoras, que sus excesivamente racionalistas admiradores parecen haber olvidado.
Convendría buscar ahí, y no tanto en los capitales disponibles y el acceso a los medios de comunicación (que obviamente los tienen) la razón del enorme crecimiento de los cultos de raíz protestante entre los sectores más sumergidos de los pueblos latinoamericanos, en orden proporcional al descrédito que se fue ganando a pulso una jerarquía católica complaciente cuando no cómplice de las mayores injusticias y los regímenes más antipopulares.
Esta influencia se percibe con facilidad en las barriadas en las que el desamparado que se pretende bueno y manso se ve sometido a la violencia y el arbitrio de criminales, narcotraficantes y policías venales y autoritarios. Y con notable claridad ahí donde el pobre es más pobre que nunca, el inerme más inerme y el poderoso más violento y atrabiliario: la cárcel.


Es así que la religión –opio, consuelo frente las desventuras de la vida– se vuelve una fuerza poderosa en su marcha gradual hacia una mayor y crecientemente autónoma, “autosuficiente” organización comunitaria.

La renovación interrumpida

Fue hace casi 60 años que Angelo Roncalli (Juan XXIII) –y Giovanni Montini (Paulo VI) después– advirtieron ese retroceso de la iglesia católica y pusieron en marcha un notable proceso de renovación, infortunadamente trunco. Luego de la demasiado larga digresión anticomunista de Karol Wojtyla (Juan Pablo II), el tema vuelve a ser preocupación central del actual pontífice, de quien dicho sea de paso, al igual que de Juan XXIII, en razón de su edad nadie esperaba tanto ímpetu.
Desde los tiempos del Concilio Vaticano II, la teología de la liberación, la opción por los pobres y el Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, la Iglesia ha retrocedido mucho en materia de compromiso, solidaridad y sensibilidad social. Y, detalle de no menor importancia, se ve obligada a competir en desventaja con cultos tributarios del temible y vengativo Dios de los diez mandamientos y el Antiguo Testamento, mucho más en sintonía con el mensaje del odio y la histeria transmitido preferentemente por los formadores de opinión, que el Dios de la solidaridad, el perdón y el amor de los Evangelios y las Bienaventuranzas.
Sin embargo si bien el discurso de Mr. Bolsonaro es violento, vengativo, racista, misógino, meritocrático y homofóbico, es también esperanzador, nacionalista, justiciero, moralista, mesiánico y a la vez amplio y lo suficientemente ecuménico como para dar la impresión a sus seguidores de formar parte de una mayoría, la sufrida “mayoría silenciosa”, paciente ante los embates de los criminales, los corruptos y las minorías encaprichadas en la defensa de derechos percibidos como propios de las elites.
Pasa que cada uno acaba escuchando lo que quiere o necesita escuchar. Es así como un discurso sectario y violento puede transmitir un mensaje amplio y pacifista y ni uno ni otro tener la menor relación con la verdadera naturaleza del emisor. No se está acá hablando de verdad sino de apariencia, no de razón sino de emoción, no de la capacidad de transmitir argumentos sino del arte de insuflar fe.


Desde luego, el de Bolsonaro es un intento de restauración conservadora en materia legal, moral y de costumbres, de represión policial y de auge del neoliberalismo, con sus previsibles consecuencias: trasnacionalización económica, dependencia del sistema financiero, desindustrialización, precarización laboral, desocupación y, en paradójica consecuencia, deterioro de los vínculos familiares, aumento del delito y la prostitución y un nuevo auge del sectarismo religioso como alternativa a un Estado que, ya por izquierda, ya por centro, ya por ultraderecha, demostrará una vez más ser el origen y explicación de todos los males sociales.
Nada de esto es nuevo. Lo nuevo es que las fuerzas de la plutocracia no llegarán al gobierno y al manejo del Estado fingiendo representar un centro conservador de apariencia democrática sino mostrando su naturaleza reaccionaria, violenta y conservadora.

El “detalle” que faltaba

Es preciso hacer una salvedad. De dar fe a las encuestadoras –las mismas que semanas atrás anticiparon el triunfo de Bolsonaro– no habría bastado el carácter mesiánico del mensaje del triunfador, la colaboración de las iglesias evangélicas y el apoyo de los grandes medios de comunicación, de no mediar el encarcelamiento y la proscripción del principal candidato presidencial: el amplio favorito a ganar aun en una primera vuelta era Luiz Inácio Lula Da Silva, con un piso del 40% de intención de voto, a quien no sólo se encarceló sino que también se le prohibió de hecho trasmitir mensajes públicos.


A diferencia de los demás aspirantes, Lula Da Silva no tenía necesidad de prometer nada, más allá de comprometerse a proseguir su inconclusa obra de gobierno. Sus anuncios eran su pasado, sus palabras eran sus actos y sus promesas sus realizaciones. Por eso encabezaba las encuestas con tanta comodidad, y muy presumiblemente habría relegado a Mr. Bolsonaro a un cómodo tercer lugar detrás del candidato de centroderecha: entre dos outsiders del sistema, las personas sensatas suelen inclinarse por aquél que tiene algo que mostrar por encima del que quien sólo está en condiciones de abrir la boca y gritar fuerte.
Y este es un punto a tomar en cuenta, que no debe pasar desapercibido, a riesgo de volver a caer en la exageración y simplificación: todo lo dicho anteriormente sobre Mr. Bolsonaro es relativo y fue posible gracias a un acto ilegal: la prisión, silenciamiento y proscripción del hombre que concita los mayores apoyos y tenía las mayores posibilidades de triunfar.

Una historia conocida

Los argentinos conocemos muy bien la naturaleza, mecanismos y consecuencias de la proscripción política. Asimismo, cualquiera que observe la historia de nuestro país, aun desde lejos, podrá advertir la íntima relación entre la intensidad de la violencia política de fines de los 50, 60 y primera parte de la década del 70 con la proscripción electoral del peronismo y, muy especialmente, de Juan Domingo Perón, así como del fraude de un sistema judicial que consagró la anulación por decreto de una Constitución nacional sancionada por los representantes populares y no conforme con eso, también la sistemática violación de la nueva Constitución surgida de la complicidad de la mayoría de los partidos políticos con la dictadura “libertadora”.
Ya desde su origen el “proscripcionismo” reconocía dos líneas: la integracionista, que se proponía asimilar al acuerdo oligárquico a la dirigencia peronista manteniendo la proscripción de Perón, y el ala dura, “colorada” o más desfachatadamente gorila, que consideraba indispensable borrar del mapa al peronismo en su conjunto, aun en sus versiones más moderadas y “racionales”, como la del doctor Raúl Matera o, sin ir más lejos ni entrar en detalles odiosos, un buen número de dirigentes sindicales en muchos momentos afines o directamente asociados a los distintos proyectos integracionistas.
La disputa dentro del sector triunfante en 1955 se mantuvo durante 17 años hasta zanjarse, por imperio de las circunstancias y la fuerza de la reacción popular, por medio de la salida pergeñada por Arturo Mor Roig y Alejandro Agustín Lanusse: introducir el entre nosotros novedoso recurso del balotaje y permitir la participación electoral del peronismo pero cuidándose de mantener en la proscripción a su líder y candidato con mayores posibilidades electorales.
Conviene hacer un breve aparte y recordar la naturaleza necesariamente personal o personalista de los movimientos populares, sin excepción, de todos los países semicoloniales. No se trata de una “maldición” latinoamericana o propia del subdesarrollo cultural, sino de que el combate a un sistema político, cultural e institucional antipopular y dependiente de los intereses trasnacionales deviene casi naturalmente en la conformación de movimientos populares ainstitucionales, íntimamente dependientes de la figura y voluntad de un caudillo.


Fue así que –para continuar con el somero racconto histórico– la maniobra lanussista era un disparo a dos bandas: por un lado, al proscribir al líder popular por excelencia se reducían las posibilidades electorales de su fuerza política (como ha sido el caso en las recientes elecciones de Brasil), pero de no dar esa maniobra los resultados esperados (la derrota del movimiento popular) contribuir, mediante múltiples y variadas acciones, al surgimiento de liderazgos alternativos y, dentro de lo posible, a la conformación de un poder bifronte, debilitador del movimiento nacional.
Tal fue el caso en 1973, aun corriendo el riesgo de una mayor sobrevida que la que Perón finalmente tuvo –audacia lanussista criticada en privado por el entonces coronel Albano Harguindeguy, que sostenía la necesidad de prolongar la “salida” de la dictadura por lo menos un año más, en espera de un mayor deterioro de la salud del líder exiliado– y, para el caso, hasta valiéndose de una figura “alternativa”, la del dentista Héctor Cámpora, constantemente zaherida por su lealtad, a la que se presentaba como obsecuencia.
No otro propósito persiguieron los impedimentos reeleccionarios de Ecuador, Brasil, Argentina y próximamente Uruguay, donde, al menos hasta el momento, el FA no consigue encontrar entre las nuevas generaciones un dirigente capaz de igualar el poder de convocatoria del Pepe Mujica o Tabaré Vázquez. Ese ha sido también el caso de Bolivia, donde toda la capacidad de manipulación y tergiversación de los grandes medios fueron puestos al servicio de impedir una nueva reelección de Evo Morales. Por no mencionar que, si tras la muerte de Hugo Chávez la revolución bolivariana se mantiene en pie, es mayormente debido al firme apoyo de sus Fuerzas Armadas.

Un banco de pruebas

La proscripción de Lula Da Silva le ofrece al poder financiero y a los sectores conservadores la posibilidad de un triunfo casi completo. Habrá que ver si le es posible mantenerlo en el tiempo, a medida que las expectativas despertadas por el “mito” Bolsonaro empiecen a frustrarse y, por inevitable comparación, la figura de Lula siga creciendo. Siempre que la clausura de facto de los recambios políticos institucionales y pacíficos no alienten el recrudecimiento de la violencia política y, lo que sería aún más grave, la violencia social.
Este es el dilema que hoy parece dividir (ya sea en serio o para la tribuna) al macrismo: ¿es conveniente proscribir a Cristina Kirchner o resulta preferible dejarla en carrera, confiando en que el rechazo que provoca sea mayor que el creciente (al igual que Lula, por el mero hecho de estar, por la inevitabilidad de las comparaciones) apoyo que recibe? ¿Tendrán los modernos imitadores del doctor Matera la fuerza  y la capacidad de frenar a CFK o les hará falta la clase de ayuda que recibió Mr. Bolsonaro?
La oligarquía vernácula toma las recientes elecciones en Brasil como banco de prueba y decidirá sus pasos de acuerdo a lo que ahí ocurra, insensible a la experiencia histórica y confiando en acabar de una vez por todas con la manía resistente del pueblo argentino. Se trata de una apuesta de enorme audacia, no casualmente impulsada por los elementos más irracionales del régimen, pero si hemos de ser sinceros, nada asegura que no puedan conseguirlo. No existe ningún mágico mandato histórico ni naturaleza especial del pueblo argentino capaz de impedirlo. Lo harán sus dirigentes y militantes si acaso consiguen estar a la altura de las circunstancias, si en vez de insultarse y descalificarse mutuamente en nombre de la “unidad”, entienden que más que alianzas de siglas y dirigentes, quejas y explicaciones racionales, el pueblo está necesitado de una fe que lo convoque y de una bandera a la que valga la pena seguir.