El procés independentista catalán se estancó en unas elecciones de las que salió mal parado, por mal parido, el fortalecimiento de las derechas, cárcel para varios y un exilio algo ridículo en Bruselas de quien quiso ser líder presunto: Carles Puigdemont.
Se me vuelve a pedir lo imposible: que trate de explicarles lo que está pasando en Catalunya y, de rebote, en España (¿o viceversa?). Y yo, como un chorlito, vuelvo a caer. El caso es que no solo cambió la realidad pública desde que chapuceé mi primera visión del Procès para Socompa (https://socompa.info/internacional/pique-edipo-la-parabola-del-hijo-prodigo/) ; también cambió, y quizás en mayor medida, la realidad privada o, por decirlo en términos más periodísticos, la percepción y el ánimo de lo que se da en llamar “la sociedad civil”. Estoy, estamos, sobresaturados de informaciones, chismes, sucesos, sucesazos, sucesitos, emoticonos, sobresaltos, sorpresas, miedos, convicciones, desengaños, revisiones urgentes, chistes malos, hipótesis inválidas, discusiones acaloradas y vergüenzas ajenas, además de la obligada sensación de que siempre hay unos que tienen los palos y los usan y otros que o los recibimos o los vemos pasar muy cerca (pero qué les voy a contar yo a ustedes sobre ese particular).
Nuestra mente, nuestro corazón, nuestra almita, están embotados, abotargados, sin distinción de raza, credo o barrio. Ya no reaccionamos con la frescura y la vehemencia ideológica de hace unos meses, y lo mismo que nos pasa a nosotros los de a pie les pasa a los de a caballo: hastiados hasta el empacho de las exigencias del circo diario, empiezan a enredarse en sus propios contubernios, como si también los políticos vinieran hoy en día con un chip de obsolescencia programada.
Por poner un ejemplo: en mi anterior artículo, por llamarlo así, aventuré la existencia de un pacto, explícito e implícito, entre los esbirros de las burguesías campantes a uno y otro lado del Ebro (frontera presunta o simbólica entre Madrid y Barcelona) para sacudirse las pulgas y otras inconveniencias de los lomos correspondientes y recuperar (en el caso de la ex Convergència, ahora PdeCat) o afianzar (en el caso del PP) el poder que por la gracia de Dios entienden les ha sido ungido.
Obsolescencia programada
Lo que no esperaban unos y otros era que la nueva derecha vieja, encarnada en Ciudadanos, les mordiera un tremendo cacho del pastel españolista con fina capa de crema catalana: el microondas con mando digital a distancia, más liviano, llevable y, por ahora, económico, recalienta los sesos fritos mucho más rápido que el tradicional microondas analógico. Ni se esperaban tampoco, por poner otro ejemplo, los jerarcas convergentes, es decir, para ustedes, catalanes en conserva, que el veloz Carles Puigdemont les saliera chimango e hiciera nido en Samotracia, digo Bruselas, medio que rajado de su país. Y eso que a ellos les funcionó bastante mejor la sacudida de pulgas y pulgones: la CUP, esa avanzada asamblearia bilobulada como el ginko, sobre la que volveremos, perdía terreno en las últimas elecciones (las impuestas por el artículo 155, sobre el que también volveremos) y capacidad urticante, a la vez que, por estrecho margen pero margen al fin, ERC (o Esquerra, o Izquierda, Republicana de Catalunya) bajaba del halagüeño primer puesto en las encuestas al crudo segundo puesto en los comicios. Resultado: Puigdemont (de Juntsxcat, sorri pero es el nombre de la coalición), se hizo presidente desde el exilio belga. Y Junqueras (de ERC), quedó como vice desde la cárcel de Estremera, detenido por las autoridades del Estado español, en la provincia y comunidad de Madrid.
El punchinbal catalán
Porque hay gente en la cárcel. O sea, políticos y militantes catalanistas en cárceles españolas. Sip, como cuando entonces. Ese fue otro de los grandes cambios operados desde aquel casi lejano artículo inicial a este. Lo real, e incluso podríamos llamarlo la Realeza, se vino encima de las primeras filas del independentismo-cauto-apuradamente-radicalizado como si la gran araña del teatro del Liceo de Barcelona se hubiera desplomado sobre los plateistas en plena representación de Lohengrin. Cuesta aceptar que no la vieran venir pero aún más cuesta aceptar que un estado soi disant moderno no tenga mejores herramientas políticas a mano que la represión más rancia. Porque el proceso del Procès, como contara ponderadamente en Socompa mi amigo Raúl Carlevaro (https://socompa.info/author/raul-carlevara/) desde su atalaya ampurdanesa, no fue una historia de una sola noche sino de esa y otras mil, cuando Sheherazade de Santa María les contaba siempre un nuevo cuento viejo a los políticos catalanes que iban a palacio a reclamar un trato más equitativo y acorde a los hechos. Hasta que estos, los políticos catalanes y los hechos, fueron tomando un cariz cada vez más extraorbital.
Desorbitados unos y asilvestrados los otros: cuando se le acabaron los cuentos, la burguesía españolista sacó barquitos y cañones donde bastaba con sacar pecho. Y negociar. Y acá es donde surge la gran pregunta, la pregunta del millón, lugar común donde los haya de la prensa peninsular: ¿por qué no negociaron incluso al alza con sus homónimitos catalanes? ¿Qué motivos, qué fábulas o qué sinrazones impidieron que la autonomía catalana recibiera un trato cuando menos cercano al dispensado a los vascos? ¿Por qué castigar idiosincráticamente a una de las regiones que más y mejor sostiene la economía española? ¿Qué temores atávicos renacidos tensaron la cuerda de las relaciones interburguesas más allá de lo educado? ¿Qué inseguridades cárnicas (aparte del agujero cuántico de la corrupción, que ya es tan vasto que les basta con invertir su polaridad y pintarlo de blanco para que nadie lo tome en serio) oculta la españolidad al palo para necesitar usar su propia anatomía catalana como punchinbal?
Una temporada en Planilandia
Supongo que mis amigos más sensibles al soberanismo me van a reprochar que centre el problema en esas relaciones interburguesas, que no reconozca la vertiente popular (¿aunque qué es pueblo hoy, no?) del Procès, cuando lo único que hago es seguirle –por viejo instinto político– la pista olfativa al dinero. Supongo que otros amigos, irritados con mi condescendencia ante lo que consideran una intifada pequebú, amén de ilegal y psicopatona, me reprocharán que no sea más duro con los defensores del unilateralismo, que justifique su crispación creciente. Acá, esta postura mía, y todas las que se resisten a comulgar tanto con la violencia ubuesca de Rajoy como con las embestidas hamletianas del catalanismo, son tildadas, con rabia y desprecio, de “equidistantes”. Colau, la alcaldesa de Barcelona (en minoría, quizás por eso), es la más vituperada de los “equidistantes”. Equidistante empleado como sinónimo de advenedizo, de pecho frío, de quinta o sextacolumnista; nunca de equilibrado, sensible, comprehensivo. El equidistante recibe de ambos lados.
Con lo que llegamos al penoso tema de los lados: ¿por qué el complejo prisma de lo secular queda reducido casi siempre a dos únicos lados? ¿Dónde quedan todos los otros que no son ninguno de los lados antagónicos ni el castigado lado del medio? Es como vivir en un universo sin aristas, de ideolograma plano, como en la genial novela de Edwin Abbott Abbott. Cuando las papas queman, el alegre espacio que en tiempos de bonanza ocupan los matices mengua drásticamente. Me cuentan que algo así está pasando en la CUP, un interesante movimiento casi consejista que tuvo desde el principio dos cabezas sociales (los cuperos del campo, los de la ciudad) y, como el Moisés de Miguel Ángel, dos cuernos políticos, de los que el estalino parece estar ganando posiciones al calor de los acontecimientos. Suena a historia conocida, ¿no? Si algo bueno tenía la CUP, en mi modesta opinión, era su enfermedad infantil, su izquierdismo. Puede que, enfermos de eso, no llegaran nunca al poder, pero ¿quién quiere ser de derecha? ¿Quién? Inés Arrimadas (del partido Ciudadanos, versión catalana). Y parece que Elsa Artadi (economista, amante del yoga, representante de Junts per Catalunya).
Arrimadas es la autogestora de su propio éxito, por encima de las expectativas y del apoyo de Rivera: Ciutadans, Ciudadanos en Catalunya, atrajo gracias a ella el voto de los millennials y el de los liberales que ya no creen en el dinero físico. Y Elsa Artadi vio el hueco over the rainbow y dizque va a placé de Puigdemont. Es una joven promesa del harvardismo, un think-tank unipersonal con gestalt de ejecutiva amateur. Tanto ella como Arrimadas saben ruborizarse y padecer las inclemencias del clima. Las dos son mucho menos de cartón que cualquiera de sus colegas hombres, que soportan peor la exposición a los rayos uva.
Se viene el hashtag
Pero no respondimos a la pregunta del millón: ¿qué le pasa a España con los catalanes (y no a Catalunya con los españoles, que sería la manera tradicional de abordar el problema)? A España, yo diría que nada o poco. A unos cuantos españoles y a un enorme sector de la derecha movilizada, mucho. No soportan, dicen, su aire de superioridad. Su indiferencia por lo español. Su nariz arrugada cuando trascienden las fronteras naturales. Su PIB. Su empeño en hablar una jerigonza que no se entiende (pero que curiosamente es, en términos histórico lingüísticos, anterior al castellano canónico). Todo lo anterior podría ser subjetivo, ¿verdad? Pero lo de la lengua parece cierto: esas gentes se empeñan en hablar distinto. Aunque, un momento… los vascos también, ¿no? Y encima se les entiende mucho menos. Empezando por país vasco, que en euskara se dice Euskadi. Y muchos galegos. Y no pocos asturianos. Y los mismos valencianos, donde el PP ejerce con mano férrea su política de corrupción administrativa y defiende y potencia el valencià, una variante del… ¡català! Parece ser que el argumento de la lengua se deshace tan fácilmente como se esgrime. ¿Serán las otras subjetividades, entonces, las causantes? ¿O será, y este es un argumento de la seudo izquierda tipo PSOE, que, como en todas las relaciones sadomaso, los extremeños se tocan?
No sé. Yo llevo muchas décadas acá y acabé desarrollando tanto hastío y cariño por los catalanes como los que habría desarrollado por los andaluces si viviera en Granada o Córdoba –y por los argentos, ya ni digamos. Ya lo escribí en el otro artículo y lo repito ahora: tanto si Catalunya sigue donde está como si se convierte illo tempore en república independiente, yo no modificaré mis sentimientos. Como empiezan a advertir algunos de mis amigos soberanistas, incluso los más exaltados, esto no va de independentismo, esto va de democracia [sic: incluso hay un hashtag]. Bravo. De un modo alambicado, ofendidizo, los más conscientes van asumiendo planteos (el carácter apolítico del Procès, la necesidad de dotarlo de contenidos sociales, la falta de una visión largoplacista, la urgencia de desactivar el llanto autoindulgente, etc.) que otrora, pocos meses ha, les parecían anatémicos en nuestros trémulos labios.
Nubes y claros
¿Qué va a pasar? Tampoco sé. Temo. O sea, más que saber, me temo que el sector convergente duro (Artur Mas, el pujolismo) hará lo posible por no perder el papel de titiritero del Procès y, por consiguiente, de las finanzas locales. Y que el sector duro del marianismo rajoyista le sacará todo el rédito posible a esta crisis de estado, mirando de reojo el émbolo de Ciudadanos, que se mece feamente detrás. Dicen que el piloto alien es Aznar. Pero dicen tantas cosas. Y cuesta tanto filtrar la posverdad de la protoverdad. También me temo (bueno, esto lo sé) que no se puede forzar mucho la matraca independentista con un 47% del electorado a favor, porque queda algo más de la mitad fuera. Y parece, me dicen, que ese pragmatismo empieza a impregnar los anhelos, al menos inmediatos, de ERC, PdeCat (¿pero estos acaso no lo supieron siempre?) y los valientes románticos que se salieron de esquizoformaciones como el PSC para empatizar con el soberanismo. Mientras, lo que sigue gobernando esto, desde el éter judicial y como una entelequia ciega, muda y sorda, es el artículo 155 de la Constitución española y sus interpretaciones esotérico templarias.
Dudo mucho que un cyber Puigdemont desde Bahrein, digo Bélgica, pueda desarticular esa inconsútil telaraña. Mientras tanto, los encarcelados se desdicen de todo dicho que les imputan para que los dejen volver al terruño. Es triste todo. Y poco ilusionante. Aunque eso es solo la punta superestructural del iceberg. Abajo, en el piélago, el plancton sigue con su vida. Porque la gente (el así denominado pueblo catalán) sale, compra, lee, come, va al cine o a la cancha. Las familias que parecían rotas no se rompieron. Los amigos charlan, el crimen delinque, los bebés ríen, lloran o duermen, la cultura malvive, la pobreza se ensancha y si el sol sale allí por Antequera, aquí que se ponga por donde quiera.