Lo que está ocurriendo con el gobierno chavista es consecuencia de errores propios y de las presiones de la mayoría de los países de la región, que siguen las políticas de Trump. Todo el proceso agita el fantasma de historias que ya conocemos por estas latitudes.
Entre 2016 e inicios de 2018, el español Rodríguez Zapatero y el dominicano Leonel Fernández encabezaron un proceso de mediación entre el madurismo y la oposición.
Novedad: una parte importante de la oposición venezolana se había sentado a la mesa de negociaciones, tras el fracaso de otras vías un tanto más violentas. La mediación de Zapatero fue, en un principio, apoyada por países de la región, los Estados Unidos, el Vaticano y Rusia, entre otros.
En julio de 2017 fue electa una Asamblea Constituyente plenipotenciaria e ilegítima. Maduro quebró el principio 1 persona – 1 voto. Obtuvo más de 500 sobre 545 convencionales. Abandonó así la principal virtud del proceso chavista, que había sido el respeto por las urnas.
La oposición, acorralada siempre por un ala radicalizada con terminales inocultables en los Estado Unidos (Leopoldo López, María Corina Machado), se había dedicado los años previos a violentar la democracia mediante el desconocimiento de resultados electorales, promoviendo “la salida”; un anhelo que tenía remembranzas del golpe de 2002.
Entre un gobierno que vació el parlamento cuando le convino, reprimió manifestaciones, ahogó medios, echó a fiscales, y una oposición en gran parte irremediablemente tentada por la vía de facto, no había demasiados actores democráticos legitimados.
El sector pragmático del antichavismo se tentó con la debilidad de Maduro, producto de la debacle económica, y se animó a participar de un proceso electoral supervisado internacionalmente.
En diciembre de 2017, las elecciones regionales habían marcado el peso de la unidad del chavismo frente a la división opositora. Para Maduro, la realización de elecciones presidenciales también era una oportunidad. Había logrado un objetivo vital: dividir a la MUD (Mesa de Unidad Democrática), exponer sus contradicciones y la baja popularidad de algunos de sus dirigentes.
Con el nuevo año, recrudeció la paradoja de que el grito contra las elecciones era mucho más fuerte fuera que dentro de Venezuela. Trump, Macri, PPK y el penoso Almagro pusieron todas las fichas en el boicot. La Unión Europea, dominada por el bloque conservador y la socialdemocracia acomplejada, sancionó a dirigentes chavistas en la antesala del acuerdo en Santo Domingo, como quien quiere poner un palo en la rueda.
Apenas 48 horas antes de la firma del texto, la oposición se retiró. El vuelco fue sorpresivo, dejó pagando a Zapatero. Así lo explica el ex canciller español Moratinos en un artículo del diario El Mundo.
El resultado fue que hubo elecciones presidenciales con sólo un opositor en serio, Henri Falcón. Votó en el mejor de los casos el 46% del padrón, piso bajo para un movimiento que había hecho de la expansión de las urnas su principal herramienta. Ganó Maduro 7 a 2.
El de Maduro es un fracaso cabal: económico, social y democrático. Medios que resistieron los intentos de golpe contra Chávez, como Aporrea, marcan diferencias abismales con el actual presidente.
Ayer juró un personaje que se presenta como “presidente encargado”. Su coordinación con la Casa Blanca de Trump fue indisimulada. Detrás de ellos, Macri, Piñera, Bolsonaro y Duque dijeron presente.
Así las cosas, será presidente de Venezuela quien maneje las fuerzas armadas y, sobre todo, la calle. Si hay empate, el peor escenario estará abierto, con intervención extranjera casi con seguridad (Colombia, Trump).
Claro que es un fracaso de la izquierda populista. Aludir exclusivamente a la agresión externa como explicación de este presente penoso para millones de venezolanos sirve para entretenerse y para perder.
Por el lado de la derecha neoliberal, ¿qué vamos a decir de su histórica vocación antidemocrática y su sumisión a los EE.UU? Somos latinoamericanos, las palabras sobran.
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