Fue un gran documentalista y un tipo que no se resignó a que la historia quedara cerrada. Le gustaba discutir, la política fue su pasión y ni siquiera el exilio lo alejó de lo que pasaba en la Argentina.

Habremos pasado más de cuarenta años discutiendo sobre la revolución, el peronismo, la convivencia en el Tigre y hasta sobre la vida sentimental de tantos amigos y nos habremos tomado hectolitros de café y otros tantos de vino. Y seguimos discutiendo de cine y de periodismo y de política. La última vez que nos vimos, antes de la pandemia, organizó una reunión en su casa entre algunos amigos del exilio, con Carlos Tomada, cuando se iba a la embajada en México. Hace seis o siete días hablamos por teléfono después de un montón de tiempo con silencio de radio. No sé por qué recuerdo exactamente el día que nos conocimos. Yo estaba detrás del mostrador del Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino (COSPA), en México, en la calle Roma 1. Había que subir una larguísima y empinada escalera hasta el hall de recepción. Vi aparecer por la boca de la escalera a dos pibes que parecían salidos del gheto de Varsovia, más perdidos que turco en la neblina. Coquito y Edu Blaustein.

No eran mucho más chicos que yo. Y tampoco yo había llegado mucho antes que ellos. No sé si éramos jóvenes, éramos muy pibes, pero ya parecía que habíamos vivido cien años, corridos por la represión, con nuestra carga de amigos y compañeros muertos, desaparecidos, historias desmesuradas, perdidos en mundos desconocidos, sin red, dejando atrás familia y amigos. Suerte que entendíamos todo. Tanto entendíamos que nos pasábamos discutiendo la vida con la desesperación del desubicado que otorga el exilio. Con Coco estábamos más de acuerdo que en desacuerdo. Siempre tuvo esa ironía judía, un humor ácido que sacaba de quicio al que no lo conocía. Esa historia de pibes militantes en la tendencia revolucionaria del peronismo lo marcó mucho. Era una parte que valoraba de su acervo. Cazadores de Utopías y Botín de Guerra salieron de allí, de esa historia del pibe en la Unidad Básica de Palermo, de la que varios de sus integrantes fueron secuestrados y desaparecidos. Eligió ese camino cuando era pibe y tiñó toda su vida, siempre como militante, como cineasta, como ser humano. El último tiempo acompañó a Tomada en el peronismo porteño. El milenial que lea esto podría pensar que era un fanático y se equivocaría de aquí a la China. Era una persona consciente de la realidad y comprometido con ella como una decisión de vida que trata de darle sentido a las cosas.

Cuando comenzó a filmar Cazadores de Utopías fue una decisión valiente. La teoría de los dos demonios dejaba tranquila la conciencia de todos pero igualaba a nuestra generación con los torturadores, los violadores, los secuestradores, los genocidas, los dictadores y entreguistas de la dictadura militar. Habíamos sido paridos por una sociedad careta que llamaba democracia a las dictaduras y a los gobiernos tutelados por los militares, una sociedad que se basaba en la proscripción de su movimiento mayoritario, y habíamos perdido amigos, compañeros, hermanos, habíamos sacrificado trabajos y estudio, porque habíamos desafiado a los dictadores y a los poderosos y nos equiparaban con la peor escoria. Así que Coco hizo Cazadores de Utopías y va fangulo. Estuvo bueno. Son las historias que nos ponían en contacto. No es que hiciera una reivindicación total de esa historia. Por el contrario, tenía una mirada muy autocrítica. Estaba entre la sorpresa y el respeto por los puntos cumbre de entrega desinteresada y valentía de la militancia y la crítica, a veces con mucha bronca, por los desaciertos políticos de las orgas de ese tiempo. Al promediar los ’80, varios compañeros de prensa de los ’70 que nos habíamos reencontrado y otros compañeros, como Coco, pusimos 600 dólares cada uno y compramos casi 40 hectáreas de una isla en el Tigre. Logramos una especie de convivencia razonable durante casi 20 años y después implosionó por la ley de entropía. Era como la aldea de los pitufos. Los isleños le pusieron “la isla de los periodistas”. Y otra vez conversamos y discutimos mucho, emponchados, con gorros de lana o en pantalones cortos y chancletas, siempre ridículos. Por suerte no éramos melancólicos y vivíamos el presente. Y cualquier cosa que habláramos o discutiéramos de política, siempre estaban las Madres y las Abuelas por encima de todo. Una vez, cuando ya estaba implosionando la aldea de los pitufos y empezó una discusión pedorra entre varios a los gritos, Coco se levantó furioso y pegó un puñetazo sobre la mesa “¡Recuerden a los 30 mil, carajo!” gritó. Lo miré sorprendido, porque no tenía nada que ver con el despelote que se había armado. Pero en el fárrago del momento, lo que había querido decir era: “tenemos una historia y estamos discutiendo por boludeces”. De ese respeto enorme a los compañeros desaparecidos y del amor incondicional a Madres y Abuelas, surgió Botín de guerra. Quizás estoy contando huevadas. Coco era un amigo y hasta último momento pensé que iba a zafar. La muerte me cayó de sorpresa. Después de mucho tiempo sin vernos, por la peste, y sin hablarnos por insociables, nos comunicamos hace pocos días por teléfono. Nos contamos las desgracias de la cuarentena. Pero él me dijo, con satisfacción: “yo cerré la puerta y acá no entró pan, ni azúcar ni alcohol. Bajé diez kilos”. La estaba peleando para vivir mejor y se murió. No es justo.

 

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