Fue un intelectual complejo, abierto y de altísimo nivel, mucho más que “un intelectual kirchnerista”. Fue un tipo de una bondad y una generosidad extrema. Con su sonrisa siempre afable y su andar presuntamente cansino, produjo, produjo, produjo, sin parar nunca. Siempre entregándose a los demás y al país.
Uf. Por dónde empezar, para colmo debiendo escribir a los pedos.
¿Qué fue lo primero?
¿Fue algún encuentro con la gente de la revista Unidos y algunos de nosotros, los de El Porteño?
¿Fue aquella clase magistral suya sobre el frondicismo en la Gandhi de la calle Montevideo?
¿Fue la caminata aquella en la peatonal San Martín de Rosario?
Sería hacia el año 1986 o 7 u 8. Nos mirábamos con simpatía a la distancia algunos de los integrantes de Unidos y algunos de la revista El Porteño, más que seguramente los más nac & pop. Ya había aprendido y admirado de Horacio González la capacidad de escribir sobre política (y no solo sobre política) con enorme belleza, de manera desestructurada, creativa, transgresora, casi literaria. O literaria. A mí me gustaba mucho Unidos (director: Chacho Álvarez, según qué época), sus muy buenos colaboradores y particularmente un leve detalle típico de cierto peronismo marginal y creativo: aunque Unidos fuera una revista-libro de artículos extensos y algo complejos, se engalanaba y aligeraba con el uso de ilustraciones tales como comics, o viñetas, o historietas, Por razones pandémicas no estoy en casa y no puedo ir a buscar ejemplares de Unidos para ser más preciso.
Seguramente lo tenía también a Horacio por alguna columna aislada entre aquellas viejas columnas de opinión que publicaba Página/12, verticales. Se olvidan las genealogías, pero puede decirse que el Chacho Álvarez fue adquiriendo alguna celebridad por sus columnas en el diario. Olviden los resentimientos y las macanas: el Chacho era un muy buen columnista.
Nos teníamos simpatía a la distancia los de ambas agrupaciones deportivas, Unidos y El Porteño. Será que un día nos encontramos en un café y como ni unos ni otros teníamos un mango partido a la mitad para sostener los respectivos proyectos, hicimos un acuerdo fraterno y nada sofisticado. Unidos haría publicidad de su existencia en la contratapa de El Porteño y viceversa. Acuerdo de compañeros con pensamientos y temperamentos diversos, acuerdo fácil y querible, siendo nosotros (El Porteño) más imberbes y menos formados, siendo ellos de más edad y mucha más trayectoria. Desde los años 60.
Acaso conocí a Horacio en esa oportunidad, no lo sé.
La otra posibilidad es que lo haya visto por primera vez –y quedé deslumbrado- esa noche en que mi hermano Coco me llevó a ver a Horacio a una charla que dio en la vieja Gandhi de la calle Montevideo (acá un recuerdo para Elvio Vitale, otro personaje entrañable). El tema de la disertación era solo la revista Qué (pero tratándose de Horacio mucho más), fundada por el anteriormente comunista Rogelio Frigerio, El Tapir, abuelo del Frigerio de Macri, uno de los muy escasos no repugnantes del macrismo. Revista innovadora que más o menos desde 1955 se hizo desarrollista, o si quieren, frondicista. Ya no sé qué maravillas hizo Horacio hablando de la revista y su época. Qué lindo hablaba el hijo de su madre, qué grato y hermoso escucharlo. Esa noche me enamoré de González.
La primera vez que tuve un trato más cercano debe haber sido aquella vez en la que no sé por qué razón ambos confluimos en Rosario. Alguna cuestión académica, alguna cuestión ligada a El Porteño. Íbamos por la peatonal, y Horacio meta hablar y hacer chistes en su barroco gracioso ilustrado y yo sintiendo que, sumada la conspiración del ruido de la calle, no me daban los tiempos para terminar de decodificarlo.
No sé si fue esa misma vez que fuimos a casa de Liliana Herrero, que todavía vivía en Rosario. Puede que fuera un PH, vaga remembranza de ventanales antiguos. Puede que una de esas noches yo haya ido por primera vez a un recital de Liliana, que también me deslumbró. En los camarines, charlando con sus músicos, me atreví a decir que cierto tramo de un tema que cantaba Liliana improvisando me recordaba la celebérrima improvisación de Clare Torry en Dark side of the moon. Los músicos aprobaron con entusiasmo, todavía no sé si me cargaban.
Horacio y Liliana, entre tantísimos diálogos que establecían, dialogaban con el rock.
Jugar callado
Horacio venía de los 60 y los 70, mucho de hecho y luchado y cero autocelebración y nada de heroísmo. Siempre la sonrisa mansa, amable, medio pícara, apenas melancólica. Horacio no se jactaba de nada, de un pepino. Pero para los 80 de Alfonsín ya había pasado, desde las Ciencias Sociales, por las Cátedras Nacionales de la UBA de los 70. Ya había sido parte de Antropología del Tercer Mundo y la revista Envido. Exilio en San Pablo. Anticipemos lo que se sabe: se leyó y se escribió todo Horacio. Luego –no respeto el orden cronológico- en Unidos, luego director de Los Cuadernos de la Comuna que bancó un intendente peruca progre de Puerto General San Martín, en Santa Fe. Imaginen: congresos de filosofía en un pueblito de 6.800 habitantes, a orillas del Paraná. Babel, El Ojo Mocho, Página, las colecciones que dirigió en la editorial Colihue, setecientos libros propios, miembro del consejo editorial de la revista Lezama, en la que Luis Bruschtein era director y el que escribe su segundo. En ese consejo editorial estaban, cómo no, Nicolás Casullo (cómo deberían releerse sus artículos sobre el primer kirchnerismo), José Pablo Feinmann, no recuerdo si Pepe Nun llegó a tiempo.
No respeto el orden cronológico. Mucho antes de Lezama, producto cultural del 2001, y algunos años después de la salida de Página/12, Horacio escribió un librito algo olvidado, puede que su segundo libro editado, sobre el diario. Libro amablemente crítico: La realidad satírica. Doce hipótesis sobre Página/12. Un clásico de Horacio: la bronca y la pelea contra los lenguajes de los medios, aunque pintaran progres.
Yo era un muchacho más o menos de confianza en Página, entre otras razones porque Página se pensó desde El Porteño. Pero cuando propuse que Horacio y Nicolás Casullo publicaran columnas en el diario me sacaron cagando: no se les entiende, me decían. Vamos todavía el progresismo periodístico. Y cuando desde Página/30 publiqué algo del librito de Horacio, me putearon en mil idiomas. De modo, muchachos, que el idilio seudo kirchnerista entre Página y Horacio González es algo tardío y tuvo sus bemoles.
Lo seguí conociendo no sé cómo. Así es la vida, no sé cómo. Le habré contado que tenía en mente un proyecto de un libro “contra los medios” inspirado en uno de Hans Magnus Enzesberger que había sido bibliografía en mis años de estudiante en Barcelona. ¿Fue Horacio el que me acercó a Colihue? No lo recuerdo. Pero sí recuerdo que con absolutísima modestia, casi un looser sonriente, él me dijo que el dueño de la editorial le había pagado su trabajo con una computadora vieja. Se ve que ni computadora tenía Horacio. Pero también me dijo –ideología y puro corazón- “es una editorial nacional”. Nacional en bastardillas. Fue desde Colihue que finalmente publiqué otra cosa distinta, Decíamos ayer, y en ese ladrillo, gratarola, Horacio publicó un texto precioso sobre un acto político que hicieron los exiliados ante el consulado argentino en San Pablo. Título del texto: “Tablones para los oradores de Malvinas”. Comienzo muy lindo: “Horacio Pilar, poeta y carpintero, se demoraba. Apareció, tarde, con unas tablas bajo el brazo”.
La generosidad inmensa del amigo González. Estaba en todas partes con una energía suave, a mil por hora leyendo o entregándose con esa energía suave, muy suya. Colaborando gratis en todas partes, presentando libros de medio mundo gratis, siendo bondadosísimo gratis en todas partes. A la vez esa sonrisa amable, ese brillo dulce en los ojos, ocultaban a medias una interesante capacidad de sufrimiento. Por lo humano, por lo político, por lo argentino. Retomaremos el tema. No sin antes decir que, en los últimos años, cada vez más cansado, con esas ojeras violáceas que a mi parecer lo hacían semejante al perrito de Hush Puppies, un Basset Hound, Horacio se fue cagando bastante la salud.
No paraba. Tan blando y suave como Platero que parecía, y no paraba. Escribía y militaba, leía y militaba. Producía y militaba.
Horacio y Néstor
Recuerdos. El día en que Néstor Kirchner venía de perder penosamente contra Alica Alicate y la gente de Carta Abierta hizo su asamblea de sábado en el parque Lezama. Estaba hablando Horacio, el Rafa Calviño, editor de Fotografía acá en Socompa, lo seguía con su cámara. El Rafa dejó para la historia un video que puede verse en YouTube de lo que siguió después, cuando se apareció el Néstor Carlos. Resumí aquella escena en un libro, Años de Rabia:
“Primero se sentó en las gradas de la plaza para dejar que terminara su intervención Horacio González, director de la Biblioteca Nacional. Luego le pasaron el micrófono. Habló poco y con voz queda ante 500 personas. De nuevo: era su primera aparición pública tras la triste noche de la derrota electoral y él decidió que fuera en la calle, al nivel del mar, bajado de un auto con apenas un par de funcionarios cercanos. No dijo mucho pero sí que seguiría dando batalla ‘recorriendo todo el país’. Desafió a su estilo en apenas un par de líneas a Carlos Reutemann, a Eduardo Duhalde, a Mauricio Macri. Dijo que de las elecciones no le quedaba ‘ningún dejo de tristeza’ sino ‘la confianza’ de que seguiría peleando. Agregó esta frase: ‘No hay que dramatizar ni pegarse los dedos con el martillo, sino discutir y construir, tal como lo están haciendo ustedes dando el ejemplo hermoso de esta asamblea’”.
Hermosa asamblea, puede que sí. Pero lo que sufría, por Dios, Horacio, durante el kirchnerismo. Porque podrá creerse que todo era unanimidad, todo era primavera, todo épica, proyecto nacional y popular y los pibes para la liberación. Pero no. No sé tampoco ahora por qué carajo lo vi por entonces más de una vez en la Biblioteca Nacional. Y no, a mí me parecía que Horacio se sufría todo. Como una madre sufría las macanas del kirchnerismo. Entre otras, o particularmente, las discursivas, las comunicacionales.
A todo esto, calificar a Horacio como kirchnerista o intelectual kirchnerista es a mi gusto un acto no solo de una simplificación fea y atroz, sino un acto de crueldad. Veámoslo por derecha. Último acto ayer/hoy en La Nación. Título: “Un intelectual identificado a rajatabla con el kirchnerismo”. Nada más alejado de Horacio González que la sola y simple expresión “a rajatabla”. Son ahora las diez de la mañana y veo que por suerte le cambiaron el título medio engañoso y canallesco a una muy digna nota de Diana Fernández Irusta, a quien no conozco. Pero hay que remar en dulce de leche para volver a dar con esa nota digna.
Reducir (jibarizar) a Horacio González con el zonzo título no nobiliario de “intelectual kirchnerista” no es acto de crueldad solo si lo dice la derecha, así sea en modo descalificación o satánico. Es crueldad y empobrecimiento de su figura si lo dice cualquiera. Porque tuvo demasiada vida política y cultural Horacio González siglos antes del kirchnerismo. Porque sus modos de decir, pensar, saber, procesar eran infinitos, abiertos, bellos, complejos, universales. ¿Cómo podía ser simplemente “kirchnerista” con los quilombos que le trajo y le seguía trayendo el peronismo a secas? ¿Cómo, si lo suyo era la dignidad en la incomodidad? ¿Cómo podía serlo si se partía al medio entre su absoluta honestidad intelectual, su ética, la necesidad legítima e imperiosa de preservar su autonomía crítica, y a la vez equilibrar todo eso en pos de un proyecto colectivo, aglutinante de mil riquezas, partos jodidos y diversidades?
Mucho más que intelectual kirchnerista. Tipo de un espíritu democrático extremo, rozando lo libertario, capaz de hacer dialogar a todos, desde todos los próceres muertos de la historia más densa de la Argentina, a los olvidados y postergados, y de allí a los escritores vivos.
Carta Abierta
Ahí está el ejemplo de Carta Abierta. Gente en promedio mayor de 60 años, venida de las izquierdas, de los peronismos y de lo que fuera. Invirtiendo sus últimos sábados de la última parte de sus vidas por puro cariño al país. En cabeza de la primera convocatoria, urgidos por “la crisis de la 125”, Nicolás Casullo y Horacio González, ya con sus trayectorias extensas, ya con sus prestigios, arriesgándolo todo en defensa de un gobierno al que no dejaban de señalarle críticas duras (que la derecha reproducía con fruición y la tropa propia más cuadrada detestaba).
Carta Abierta o la escuela satánica del Doctor González. Vuelvo a citar Años de Rabia, año de publicación: 2013.
“El 28 de marzo de 2009 Noticias salió a la calle con una portada cuyo formidable título principal decía ‘Carta Abierta. Cómo funciona la usina ideológica del gobierno’, más una bajada promisoria en la que no faltaba el ‘quienes son y cómo se financian’. La imagen de fondo: engranajes de una maquinaria se supone que temible.
Solo la bajada de la tapa contenía una cantidad de falsedades importantes, comenzando por la idea de que ‘de ese grupo de intelectuales (por Carta Abierta) salen las iniciativas oficiales más polémicas’, como la ley de Radiodifusión. La ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, si salió de algún lado, nació de añares de resistencia de quienes convergieron en la Coalición por una Radiodifusión Democrática. Que yo recuerde, ninguna ‘iniciativa oficial, polémica o no, salió de Carta Abierta. El informe sobre Carta Abierta recuerda el que dedicó Jorge Lanata al Grupo Esmeralda en El Porteño, en ambos casos se supone que se trataba de iluminar aquello que estaba sospechosamente oscuro. La noción de ‘usina ideológica’ se choca contra lo que quedó escrito páginas más atrás: los encuentros entre intelectualidad kirchnerista y funcionarios son más bien esporádicos y hasta tienen algo de ornamentales. Es más: ojalá el kirchnerismo prestara mejores oídos a algunos de los posicionamientos de la ‘usina ideológica’. Las páginas interiores de la edición de Noticias incluían además yerros informativos notorios y falacias, como inscribir fotográficamente como integrantes habituales de Carta Abierta a Horacio Verbitsky, David Viñas, Tristan Bauer o mencionar a otros que tampoco participan de ese espacio: José Pepe Albistur, José Pablo Feinmnan.
(…) Horacio González respondió a Noticias bien a su estilo: con un artículo bello, elegante, complejo, a la vez pícaro pero más aún sufrido. Decía González sobre el texto: ‘Además de estar concebido como una orden de captura, su molde es la clásica retórica del periodismo amarillo: la suficiencia de un saber (‘cómo funciona’); la presuposición de una confabulación (‘la usina’) y el anuncio perdonavidas de un concepto prejuicioso y potencialmente persecutorio (‘ideológica’ del gobierno). No nos sorprende esta conocida fusión entre periodismo y cacería. Pero como verdaderas herencias del amarillismo de derecha, mantiene pretensiones culturales (…) La pregunta sobre cómo se financia la ‘usina’ pertenece al campo del amarillismo semiológico: algo se haría en sigilo, a nuestras espaldas, y necesitamos saberlo”.
Para cierto periodismo, decía González, ‘todo hecho es una trampa y debe ser revelado como tal, si es posible, poniendo afiches en las calles contra los réprobos. Y es lo ocurre en los kioscos con la tapa de Noticias. Esa revelación es súbita, pública y supone un juicio sumarísimo por la prensa. La revista Noticias y el diario Perfil son herederos de esta noción del escándalo, pero su aparente novedad es que también la aplican a la vida intelectual”.
Pavada de texto, seguramente inaccesible para los lectores de Noticias, erizados además emocionalmente como para poder pensar algo con alguna mesura o distancia. En torno de Horacio y de Carta Abierta existe una discusión nada saldada: es sobre el uso del lenguaje. Horacio quiso dar esa discusión contra los lenguajes dominantes de los medios, y los tecnológicos, desde su propia habla. También sufrió horrores por eso. Y acaso no hubo solución feliz contraatacando desde su lenguaje. Es el caso de algunos de los documentos de Carta Abierta. Podían tener párrafos brillantes, especialmente al principio, cuando se co-redactaban con la pluma de Nicolás Casullo. Pero a menudo eran unos ladrillos barrocos con algo de insoportables y decimonónicos. Discutí tímidamente alguna vez sobre eso, creo que a través de mi hermano y de Ricardo Forster, amigo de infancia, otro decimonónico. Les faltaba a los documentos de Carta la contundencia y la claridad de Walsh. Por atrevido y horrible que pueda sonar, les faltaba una mínima negociación con los (mejores) lenguajes del periodismo (Horacio me mata si lee esto). Un Aníbal Ford ahí acaso hubiera podido mediar, con una visión menos apocalíptica de los medios (que se merecen al mismo tiempo todas las plagas bíblicas), una mirada que hubiera permitido permear, aclarar, ceder alguna cosa en el uso de las palabras.
El hombre que volvía a la Tierra
Y claro que queda dicho que Horacio (¿sin embargo?) era un tipo que te hacía amar las palabras, las ideas y el lenguaje. Te hacía amar la Historia y sus finísimos entretejidos con las corrientes sociales, la cultura, las genealogías, la vida cotidiana. Enorme ensayista y enormísimo disertante. Capaz de tirar unas frases como relámpagos, pero nunca así de secas ni de duras, de una belleza y sutileza extraordinarias. Las tiraba como de taquito y sin querer esas frases redondas y luminosísimas. Inmediatamente después, con la mirada medio ensoñada, se iba Horacio por largas derivas y meandros, asociaciones infinitas, paradojas, cotejos, paréntesis dentro de paréntesis, nuevas circunvalaciones, atajos breves, hasta que, pasados unos minutos, volvía a la Tierra sonriendo, muchas veces gastándose por haberse ido tan lejos.
Y era tan bueno, Horacio, tan buen tipo, que dejaba hablar a pedantes que se la pasaban hablando de sí mismos, gente que yo no soportaba. Tan afable, tan buena gente era Horacio, que hasta se ganaba el cariño y el respeto de periodistas dispuestos a acuchillarlo en los programas nocturnos de TN (no hablo del que conducían Marcelo Zloto y Tenembaum, que mostraban mucho más cuidado).
Venido de las Ciencias Sociales y último renacentista. Sabedor de literatura, de Historia, de música, de antropología, de cine (hay que recordar su larga amistad con Pino Solanas y la entrevista que le hizo para el libro La mirada. Reflexiones sobre cine y cultura). Es muy bueno el título de la nota de Silvina Friera que se puede leer hoy en Página: “El hombre que sabía demasiado”. Queridísimo por generaciones enteras de alumnos y como Sarmiento, padre del aula, protector, mecenas sin plata y mentor de muchos. Se me ocurren los nombres de María Pía López y Eduardo Rinesi entre otros muchos posibles.
Tuve la suerte enorme de que a mí también me rozara con su generosidad. Presentó al menos dos de mis libros.. Fue gracias a su libro Historia conjetural del periodismo que conocí a la figura del padre Castañeda, un cura-periodista genial de principios del siglo XIX argentino. Fue por él, gracias a él, que escribí Las estrafalarias aventuras del padre Castañeda. Crónica seudohistórica sobre la argentinidad (editorial Octubre si quieren buscarlo). El día de la presentación, junto a Juan Sasturain, Horacio dijo algo de mis novelas que ni yo mismo sabía. Dijo que mi escritura tenía algo de jasídica, anfibia entre la risa y la tristeza. Jasídica, dijo, y yo, siendo judío, no supe del todo qué quiso decir o lo supe después y tenía toda la razón del mundo.
Cansado aquel día, Horacio. Cansado, ojeroso y luminoso. Y siempre esa sonrisa permanente, dulce, más melancólica que aguerrida. Sin que dejara de ser un luchador y un patriota, si se me permite la presunta inflación de ambos sustantivos. Sonrisa casi exhausta, sonrisa más pícara y cómplice y afectuosa que ácida o sarcástica. Con sus ojeras, su sonrisa, su pelo ondeado cayéndole sobre frente, casi como de poeta de fines del siglo XIX. Con esa facha de poeta ojeroso y cansado, no adaptado a la vida real ni a las razones prácticas, fue un funcionario de putísima madre cuando le tocó ser director de la Biblioteca Nacional, metiendo garra, libertad, creatividad, empuje, afrontando la aridez de los problemas presupuestarios, de gestión, burocráticos o sindicales.
La tristeza o la tragedia no es solo la pérdida de Horacio, intelectual democrático de la putísima madre, imperiosamente necesario. La tragedia es de estos tiempos. El hecho acaso banal de que un tipo tan infinitamente valioso, brillante, generoso y bueno, en el espejo mediocre de las derechas, es un símbolo chiquito de maldad, casi un merchandising del odio.