Sistemas operativos, pecés y macs, pantallas con claroscuros y mouses retobados. O de cómo los negocios de la tecnología le complican la vida a un tipo que quiere que lo dejen trabajar.
Me levanté con pocas ganas de la cama, pero había que trabajar. Encendí la computadora, porque todavía usaba una CPU y un monitor que ocupaba medio escritorio. El Windows XP hizo las cosas relativamente sencillas. Me había acostumbrado a usar las aplicaciones sin tener que hacer demasiadas cosas.
Hasta que un grito desesperado de mi vieja PC me dijo que había que hacer un cambio. Estábamos en el siglo XX cambalache, todavía la palabra “cambio” no sonaba fea. Fui al tipo que siempre me había armado los clones con los que trabajaba. “Mirá que ya no se consigue, sacaron el Vista y quieren hacer desaparecer el XP”, me dijo el pibe en la puerta de su casa, que no era suya sino de su madre.
Conocía el “Vista” y sabía que era un fracaso aún antes de salir. “¿No hay más XP?”, dije como falopero que se entera un día que ya no se hace frula en el mundo. Me miró con cara comprensiva y sólo atinó a decirme: “Mirá que admite el Linux, ¿por qué no probás?”. Fui al Linux. Al principio se parecía a lo que venía usando, sabía que era sólido y en cierto modo era entrar en el círculo de los chicos malos.
Pero muy malos, porque cada vez que quería hacer algo el Linux me pedía que metiera códigos -no claves, sino código de programación- o me preguntaba cosas que a pesar de tanta informática amateur no conseguía comprender. No pude, traté de resistir la tentación, pero truché un XP que andaba por ahí.
El Vista era tan malo que hasta los de Microsoft se dieron cuenta. Me pregunto qué será de la vida de los tipos que lo diseñaron. ¿Venderán hot dogs en algún puesto callejero de Nueva York? ¿Serán parte de los más grandes de los últimos 50 años?
Después del Vista vino el Windows 7, una manera que encontró Microsoft de disculparse por lo que habían hecho los nerds tarados creadores del anterior sistema operativo. Decenas de periodistas que habían escrito muchas líneas para halagar al Vista pasaron a escribir maravillas del W7 y esta vez tenían razón.
No es que fuera exactamente una maravilla sino que permitía hacer las mismas cosas que el XP y algunas más. Mientras tanto, Canonical se hacía cargo de Ubuntu, el Linux más popular, que seguía siendo de código abierto y difícil de entender para un usuario común. ¿Qué es un usuario común? Uno que quiere sentarse, escribir, usar bases de datos, navegar por Internet, hacer una videoconferencia sin tener que llamar al amigo ingeniero recibido en la UTN para usar la computadora.
No es que uno defienda al sistema operativo de Microsoft. No sólo había probado con Linux. Mucho antes había entrado a trabajar en una revista y el editor me dijo: “¿Windows? ¿Qué es eso? Acá usamos Mac, lo demás es basura”. No era cosa de usar basura justo cuando entraba a un trabajo nuevo, así que aprendí a trabajar con unas Mac que debían andar por el G1 o G2, con muchas macros, que sólo entendían el inglés y no tenían una eñe ni por casualidad. El teclado era medio raro. El mouse, invento maravilloso producto de los afanes (¿afanos?) de Steve Jobs y Bill Gates, porque había sido creado por otro tipo que apenas la vio pasar por al lado, tenía una sola tecla. ¿Y la otra?
Trabajábamos hasta cualquier hora, como en cualquier diario o revista, pero peor. Es que todo tenía que ser perfecto, ni una viuda, ni una línea, ni una palabra partida. El flaco Gerardo, tan diseñador como artista, ponía a Divididos y nos alegraba la noche. A veces se quedaba Patricia, que también la sabía lunga pero no ponía a Divididos.
Meses después terminaba editando la revista en mi casa porque, por más que lo intentaran, el mundo Mac no se entendía con el Windows, porque la tipografía de uno no se amigaba con la del otro, porque que el software de Mac había que pagarlo como si fuera oro y las aplicaciones de Microsoft dentro de todo eran truchables. Todo hacía que uno tuviera que decidir. Esas sí que eran grietas.
Al final compré una Mac G3 de aquellas bonitas, porque Steve Jobs no sólo quería que funcionaran bien sino que fueran lindas. Era verde transparente, se podía ver adentro como el huevo de la serpiente. El mouse manco funcionaba bien y ya me había acostumbrado. Gracias a un amigo que nos hacía de soporte o simplemente nos soportaba, había software trucho y éramos felices.
Durante tres o cuatro años la bolita transparente diseñada por los empleados de Jobs cumplió satisfactoriamente. Casi la aplaudo, hasta que me di cuenta de que acá era parte de una élite, que si viviera en los Estados Unidos estaría con las mayorías. Mientras tanto, Jobs hacía agua y Gates le tiraba un puente. Unos cientos de miles de dólares y Microsoft comenzó a entenderse, de a poco, con las sólidas y queridas Mac.
Y me echaron de la revista, así que de bronca nomás cambié la Mac por una PC, porque se las distinguía así, aunque en el fondo las dos eran Personal Computer, o sea maquinitas personales que hacían de computadoras.
Esclavo de aquella batalla entre millonarios, hoy chequeo los e-mail con mi smartphone, ahí mismo edito notas, mando tuits, charlo con letras por guasap y, muy de vez en cuando, hablo por teléfono. Ahora las batallas son entre coreanos, chinos, muy pocos japoneses y menos estadounidenses, aunque me dijeron que en el fondo ellos son dueños de todo y a su vez los chinos son dueños de la deuda de los Estados Unidos.
A veces me ataca la nostalgia y busco en mi mesa de luz un despertador que me diga que el XP acaba de salir o un mensaje de algún amigo que me pasa las claves para entender a Linux, que es lo máximo pero sigo sin entender. O que resucitó Steve Jobs y decidió que las Mac van a ser baratas, que va a haber mucho software a precios razonables y que, al fin y al cabo, Apple, Microsoft y los anarcolinuxistas se pusieron de acuerdo para que podamos usar cualquier cosa sin dejar la vida en el intento. Pero no hay despertador y no hay novedades, por ahora. Negocios son negocios. Y eso sí que es sólido, aunque no sea sencillo de entender para cualquiera.