Una manera de contar el recuerdo que Francisco Cornejo, entrenador de Los Cebollitas, guardaba del día que vio jugar por primera vez a un enano de 8 años que fue a probarse a Argentinos Juniors.
“El fútbol se funda en una paradoja: es un juego simple, estúpidamente sencillo y con pocas reglas fáciles de aprender, pero, no obstante, la extraña aptitud que exige desarrollar su práctica es ardua, antinatural y forzada.”
(Belleza y placer de lo inútil. Juan Sasturain)
No puede ser lo que hace este enano, no puede ser. Estoy soñando, no sabe si piensa o dice entre dientes – bien para adentro, para que nadie lo escuche – el Entrenador. Acaba de ver lo que jamás ha visto y nunca ha imaginado ver: el pibe, petiso, flaquito, oscuro como casi todos, de zapatillas azules gastadas con más de un agujero en la lona recibe un pase en el aire y en ese mismo aire – pero no, es otro aire, un aire tan verde de esperanza como azul de imposible, no sabe que piensa pero siente el Entrenador – la detiene con la zurda (todavía en el aire, vale insistir) y sin dejar que la pelota toque el piso la acaricia con la misma pierna para pasársela por encima de la cabeza a su marcador, que queda desairado, ridiculizado, desparramado y sin ver, porque el Enano ya está a sus espaldas y – ahora sí, con la pelota firme contra el piso – encara hacia el arco…
El Entrenador se obliga, con esfuerzo – es casi consciente de la orden que le está gritando a su cuerpo (pero no hay grito: es aire expelido por esa misma boca hasta quedar vacío) -, a cerrar la boca que esa zurda tan delicada como impetuosa le ha abierto. Si pudiera sentiría vergüenza del gesto: justo él, tan duro como John Wayne después de matar al último listo de la cantina, como Bogart – pero el Entrenador no es afecto a Bogart: le gustan las de cowboys – desnudando a la Bacall con la mirada, viene a abrir tan femeninamente la boca para que un pendejo le meta así esa zurda que parece…
Es un enano, piensa el entrenador, ya repuesto pero no tanto, que todavía tiene que dominar ese maxilar rebelde que tiende a caérsele. Éste no tiene ocho años, se tranquiliza; el pendejo me engañó, nadie puede tener ocho años y jugar así, ya lo voy a agarrar, mentiroso de mierda, casi dice, pero no dice para nadie: apenas si se está masticando los dientes.
Más tarde recordará – porque sólo el recuerdo puede recuperar lo que el asombro borra del sueño que hay en sus ojos – lo que ve después: gambeta necesaria y toque sorpresivo. Y dirá que no era sólo habilidad sino cabeza, que cómo un mocoso de ocho años podía moverse así en esa cancha, que ni siquiera era cancha porque apenas eran dos arcos armados con montoncitos de ropa en un parque de Buenos Aires. Una gambeta tremenda, excepcional por lo que deslumbraba pero más que nada porque no se agotaba en sí misma – como la de decenas de pibes habilidosos que el Entrenador había visto en los potreros, pasándose de rosca – sino porque era un arma apuntando a un objetivo, sin un firulete de más que le quitara eficacia, tanto si la pelota terminaba sacudiendo la red o en los pies del compañero mejor ubicado para que el grito – el único, el sublime, el grito de gol – se pudiera gritar.
Era – (me) dirá el Entrenador muchos años después, cuando dijo todo lo que tenía que decir para que le escribieran un libro sobre su milagro personal; pero lo dirá en un aparte, con pudorosa vergüenza, en un estricto off de record que ya no cuenta -, esa gambeta marcaba la diferencia entre una paja y un polvo… la gambeta del Enano era un polvo, jugaba para el polvo mientras los demás se hacían la paja.
El juego sigue y los pibes que entrenan siempre con el Entrenador se sorprenden de que no los interrumpa para indicarles ésta u otra jugada. Es que el fútbol ya no es fútbol para él: es un sueño del que no sabe si quiere o no despertar. Pero es otoño y el sol empieza a caer. Los pulóveres de los arcos vuelven a ser abrigos, el tiempo del juego se acaba sin que suene ningún silbato.
El Entrenador y el Enano están ahora frente a frente. El pibe espera, tímido, mirando el barro del suelo, y el Entrenador sabe que es la hora de las palabras, el último recurso para que no se esfume el sueño.
– ¿Cuántos años tenés? – pregunta el entrenador, dispuesto a que la verdad borre toda ilusión, aunque sepa que lo que acaba de ver no tiene edad.
– Ocho años, don – responde el Enano, sin despegar los ojos del barro.
El Entrenador – ahora sí, desesperado – quiere ponerle una trampa a su sueño. Por eso insiste, inquisidor:
– ¡Ah, sí! ¿Y cuándo naciste?
– El 30 de octubre de 1960, don.
Entonces, sólo entonces, el Entrenador repara en que el Enano debe responder a un nombre.
– ¿Cómo te llamás, nene?
– Diego…
– ¿Diego qué?
– Diego Armando Maradona, don… – recita el Enano sin levantar la mirada del barro que acaba de firmar con su zurda indeleble.
Francisco Gervasio Cornejo no lo mira: tiene los ojos puestos en el cielo. Algo en él – pero no en ése que cree ser él – sabe que ningún sueño se le ha hecho realidad, porque sueños como ése – aun esperando que sean sólo sueños – son imposibles: ese Enano que recibe con la zurda una pelota de aire y sin dejarla tocar el piso…
Pero lo soñará el resto de su vida, y a veces será una pesadilla…