Este año habrá una retahíla de efemérides sobre la Revolución Rusa. El centenario se da en un mundo que se desploma. Hoy, se cumplen cien años de la primera revolución, la de febrero, cuando no se sabía que habría una segunda. Un primer paso pulcro, modélico, semejante a las revoluciones como Dios manda.
Nostálgicos, simbolistas y esperanzados repararán en este detalle: el paro internacional de mujeres de este año, inédito en la historia, difícil de digerir para el marxismo y el sindicalismo clásicos, coincide con la revolución de febrero. La casualidad no es menor: el tumulto que derrocó al zar y abrió paso al siglo XX también estalló tras la marcha por el Día Internacional de la Mujer sobre Petrogrado. El Imperio Ruso era entonces un oso pusilánime, muy lejos de estar a la altura de su tamaño. Quizás Rusia había podido funcionar de contrapeso conservador para restaurar el orden en Europa después de Napoleón. Quizás siguiera inspirando una mezcla de respeto y temor. Pero, como la guerra de Crimea había demostrado, y después la guerra con Japón en 1905, Rusia había quedado rezagada en la gran carrera de las naciones al progreso.
El desarrollo industrial en aquel país quizás nos suene conocido por estas pampas. Fue acelerado, concentrado en las ciudades, apalancado por el Estado con una burguesía muy pequeña que dependía en todo sentido de él. Los trenes, tendidos generosamente por los ingleses, estaban lejos de comunicar internamente al país más extenso e inclemente del mundo: servían más que nada para sacar los cereales. Este desarrollo desigual y combinado trajo una clase obrera a Rusia, pero muy incipiente, concentrada en las ciudades y que no terminaba de separarse de su par campesina. El campo era otra gran masa de atraso, una situación que Europa Oriental arrastraba más o menos desde el siglo XV, cuando el occidente europeo salió de la crisis inventando el capitalismo y el oriente apretando las clavijas del feudalismo. Por ejemplo: recién en 1861 se abolió la servidumbre en Rusia (algo que Europa ya había dejado definitivamente atrás), y ni eso le sirvió de mucho al zar Alejandro II, porque en 1881, mientras iba en su carruaje regalado por Napoleón III, le volaron las piernas con dos bombazos en los empedrados de San Petersburgo. A Ramón Falcón le gusta esto.
A todas luces, esa vieja Rusia, donde podía tener lugar un extraño personaje cortesano como Rasputin, no resistiría un conflicto entre potencias industriales descollantes. Pero, con el desprecio por la vida de sus súbditos que caracterizó al zarismo, éste se metió hasta el cuadril en la Gran Guerra. El problema era que esta vez no ganaría el que tuviera mejor entrenamiento, mejor caballería, mejores generales o más soldados: era una cuestión de medir fuegos y aceros. Así que la estática guerra de trincheras, el hambre, el frío, la diferencia abismal entre comandantes y comandados, minaron la confianza del ejército ruso y rompieron las cadenas de mando, acelerando su descomposición y dando una pobre imagen al mundo, sobre todo a la parte enemiga de Rusia.
Las piezas
En casa, las mujeres de esos soldados, obligadas a integrarse a la clase obrera, marcharon en su día reclamando pan y el fin de la guerra. Y fue el fin de bastante más. Los disturbios no terminaban, la policía confraternizaba cada vez más con la masa y nada aseguraba que eso se detuviera mandando más guarniciones. Una parte de la Duma, una especie de joven parlamento otorgado por el zar tras los disturbios de 1905 (otro signo del atraso respecto de Europa), siguió sesionando y recomendó respetuosamente al zar que abdicara para descomprimir la situación. Nicolás II pensó en hacerlo en favor de su hijo, pero terminó optando por su hermano Miguel, quien se negó a agarrar semejante papa incandescente, dejando así oficialmente a Rusia sin gobierno de facto, casi por accidente. Es decir que la revolución de febrero no derrocó a la monarquía absoluta: ellos ni siquiera pensaban en el fin de esta institución, tan sólo en traer una cara nueva como Luis Felipe de Orleans lo había sido en la agitada Francia de 1830. El trato respetuoso que dispensaron los miembros de la Duma al zar contrasta con la actitud bolchevique posterior: ya en guerra civil, el soviet de los Urales ordenó fusilar al zar y su familia cuando éste ya no representaba ningún peligro político o militar y se había refugiado en la vida privada, con el único objetivo de criar a su hijo. Los sentaron para una última foto antes de viajar pero en su lugar los cagaron a tiros. Las hijas de la familia real fueron rematadas a bayonetazos porque las balas no pasaron sus corsés atiborrados de joyas. (La casa donde pasó todo esto fue demolida en 1977 por orden de Boris Yeltsin).
En estos días circuló bastante por internet un test, que puede realizarse aquí: ¿a qué facción política hubieras pertenecido en 1917? A muchos amigos inequívocamente bolche friendly les dio anarquista, es decir, según Lenin, un liberal con 40 grados de fiebre. A tantos otros simpatizantes rojitos les dio socialistas revolucionarios de izquierda, es decir, unos asquerosos reformistas durante los hechos de 1917, según el mismo Lenin. En esa aparente contradicción hay varias claves de la revolución rusa y también de la historia. Porque los bolcheviques eran, en febrero de 1917, un grupo más, e incluso uno minoritario, en la puja por el poder y la danza de ideas sobre cómo y a dónde conducir a Rusia. Esto no debe olvidarse, especialmente porque ése fue el mito con que distorsionaron la historia tanto los rojos como los blancos de diverso pelaje: que la historia de la revolución es la historia de los bolcheviques. Y además, esta correlación de fuerzas cambiaba casi día a día, al igual que las posiciones sobre diferentes temas, porque la realidad no es estática, y la disposición de las masas mutaba según las novedades de un mundo que se estaba rehaciendo. Sólo así puede entenderse cómo los bolcheviques pasaron de ese rol minoritario en febrero a imponer la dictadura del proletariado en octubre, en la más grande patada al tablero de la Historia que haya conocido la humanidad.
Por qué rojo
Fueron los bolcheviques quienes bajaron el oído a los comités de fábrica, órganos ultra radicales de absoluta base que no aceptarían otra cosa que la retirada de la guerra y el control obrero de las fábricas (lo cual ya sucedía de facto, igual que el reparto de tierras en el campo y la huida de los nobles). Fueron ellos los que interpretaron una coyuntura y flexibilizaron el granítico credo marxista de que primero hacía falta una revolución burguesa que trajera el capitalismo para recién después avanzar al socialismo. De febrero a octubre existió un “poder dual”, una especie de cogobierno informal (pero bien concreto) entre el Gobierno Provisional y los Soviets. Fueron los bolcheviques, y no los menches o los eseristas, quienes marcharon por la Avenida de las Huelgas de Petrogrado con la masa, gritando una consigna que se fue haciendo más y más audible: todo el poder a los soviets (Вся бласть советам, vciá vlast’ savietam).
Rusia vivió en 1917 una especie de siglo XIX compactado. Contemos: Europa tuvo la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas; las revoluciones de 1830 y 1848, donde la masa intentaba acceder a las ventajas que la burguesía había conquistado y ésta se negaba sistemáticamente; tuvo la Comuna de París, ese sueño que tan poco duro y amargó a Marx en sus últimos años. En Rusia todo eso pasó a la vez. Y por si fuera poco, en lugar de ser derrotados los desharrapados, traicionados por la burguesía, víctimas de su propia desorganización, en Rusia se hicieron con el poder. Tenemos todo el año para discutir a Lenin, a Trotsky, a Stalin, a la guerra contra el kulak, a la colectivización forzosa, a Praga, a la burocracia, al socialismo blindado en un solo gran país. Pero tendremos toda la vida para contemplar el año en que las cosas no salieron como Occidente hubiera querido, como dictaba el compás de la Historia. Hay que estudiar profundamente a la Unión Soviética y un poco nos falta todavía digerir su fracaso. Lo que digerimos muy rápido, aunque raramente hayamos podido replicarlo, es una máxima que tomaré del jefe de campaña de Barack Obama: Sí, se puede.