Un juego entre la crónica y la ficción que intenta reflejar la perplejidad de la racionalidad occidental frente a hechos que creía de origen externo y que encuentra en sus propias entrañas.
“El hombre moderno es apenas un pequeño pliegue de la historia.”
(Michel Foucault. Las palabras y las cosas)
Una taza de té yace irremediablemente fría sobre el escritorio del Inspector. La perplejidad no es una pasión británica, se escucha pensar mientras sus ojos, de gris nublado, recorren una vez más el plano que ha hecho ampliar hasta la desmesura antes de pegarlo en la pared. Hace horas, luego de recibir la primera imagen capturada en la cinta de video, ha dibujado el círculo rojo que envuelve King’s Cross Thameslink. Hasta entonces sólo había marcado cuatro cruces, también rojas del mismo lápiz, en otros tantos puntos: una sobre las vías de la línea Circle hacia el oeste, la segunda sobre la Picadilly hacia el Sur, y una tercera en la Metropolitana hacia el Este. Desde ellas no había tenido que pensar para recorrer con su lápiz hacia atrás, siguiendo los rieles del tube ya dibujados en el plano, tres trayectos hasta hacerlos coincidir en el lugar que quedó envuelto en otro círculo: King’s Cross St. Pancras. Las tres cruces están casi equidistantes de este segundo círculo. Debajo de cada una de ellas ha escrito el mismo horario: 8.50 a.m. La cuarta, en cambio, la ha marcado mucho más lejos, en Woburn Place, a unos cien metros de Euston Road y a cierta distancia de la tela de araña que dibujan los rieles del tube. El horario que hay debajo también es diferente: 9.47 a.m. El Inspector sabe que desde allí debe dibujar una nueva línea roja que confluya con las otras tres en el segundo círculo, pero no sabe por dónde trazarla. Y, peor aún, ignora por qué alguien la ha dibujado antes con pasos sin huella.
Los ojos grises, de gris nublado, se vuelven hacia la imagen que ha dejado apoyada sobre el escritorio, cerca de la helada taza de té: cuatro jóvenes con mochilas en las espaldas sonríen sobre el andén de King’s Cross Thameslink Station; impresa sobre la esquina superior derecha hay una cifra: 8.26 a.m. La perplejidad no debe ser una situación británica, ni siquiera un estado de ánimo, piensa ahora el Inspector mientras abandona el despacho.
En King’s Cross Thameslink se sabe registrado por la misma cámara que le ha permitido marcar el primer círculo rojo. Desde allí, el trayecto inicial carece de dudas: trescientos metros por un túnel hasta el segundo círculo. Imagina – guarda las cuatro figuras de la cinta en la memoria – a los cuatro jóvenes recorriéndolos. El Inspector mira su reloj: apenas cuatro minutos al paso rápido de la hora pico. 8.30 a.m., apunta en su libreta. Ahora, desde allí puede ver tres líneas de fuga hacia la muerte. La cuarta, sin embargo, sigue nublada en sus ojos grises. Conoce los dos puntos, pero sabe que entre ellos no podrá trazar una recta. Con paso vacilante, empieza a esbozar una hipótesis desde los pies.
El ciudadano británico de religión islámica Hasib Hussain ha sufrido un imprevisto: la línea Northern funciona con retraso. Para cualquier inglés (porque aunque no lo crea, ni lo sepa, no puede dejar de serlo), un hecho de tal naturaleza provoca cuanto menos desconcierto. Y en la situación de Hasib Hussain es mucho más que eso. Ha visto alejarse a sus compañeros con las mochilas livianas sobre la espalda y sin embargo, a él, la suya le pesa. Sabe, como nadie más, que el retraso de la Northern pronto será detención y que no tiene sentido subir al tren que espera en vano en el andén, ya repleto. Por esa vía nunca llegará a Camdem Town ni a su destino. No estaba previsto que tuviera que decidir: se trataba de una simple operación mecánica, a la hora fijada. Sin pensar. Imprescindiblemente, sin necesidad de pensar. No obstante, lo imposible ocurre: el mecanismo divino tiene una falla. Pronto escuchará que sus compañeros han llegado a destino, pero él no (aún no o, quizás, ya no). Con paso vacilante, empieza a buscar una alternativa desde los pies: la más a mano es Victoria line; está ahí, a un paso.
Los pasos vacilantes llevan al Inspector hasta el andén de Victoria line: es el más cercano. Sube cuando el tren está a punto de partir. Dentro del túnel, controla su reloj y acecha los minutos hasta el horario que – en su hipotético tiempo – correspondería a las 8.50 a.m. del día que ya no podrá cambiar. Entonces mira a través de la ventana, hacia la oscuridad. ¿Por qué no aquí?, se pregunta, y vuelve a sentir el cachetazo vacío de esa perplejidad que le resulta ajena a la historia.
El cuerpo de Hasib Hussain, metamorfoseado en oído puro, escucha un estampido lejano. Nadie más que él podría descifrarlo. Mira su reloj: las 8.50 a.m. Sabe que es el momento y debería saber que está en el lugar: un vagón repleto, cualquier vagón repleto es el lugar. Pero el mecanismo divino tiene una falla: Hasib Hussein piensa, y el lugar que no era pero podría haber sido sin menoscabo de su destino, deja de serlo. Debe bajar en la siguiente estación.
Ahora, al llegar a Euston Station, el Inspector baja del tube, empuja un molinete y sube las escaleras. Al llegar a la superficie, sobre una de las veredas de Euston Road, mira su reloj para comprobar su horario hipotético: no, muy pronto, imposible, piensa. Demora unos segundos en descubrir la falla. Pulsa entonces un número en su teléfono móvil, comprueba satisfecho que responden sin demoras y pide un dato. La respuesta le devuelve la tranquilidad: ayer – el Inspector se resiste a nombrar el día como ya todos lo nombran -, ese tren, como todos menos tres después de las 8.50 a.m., había llegado con retraso. Ve un autobús número 30 acercándose a la parada pero no lo detiene. Sabe que debe esperar, aunque ese saber no pueda con la perplejidad que lo acosa.
Hasib Hussain, con la mochila pesando sobre su espalda, ha bajado del tube en Euston y luego de atravesar el molinete ha subido la escalera con pasos contenidos, disciplinando a un cuerpo que le exige correr. Al llegar a la superficie, sobre Euston Road, ha escuchado las sirenas de las ambulancias. Ha mirado el cielo que ha creído no volver a ver y ha sentido nuevamente el peso de la mochila sobre su espalda. El mecanismo divino ha fallado: ha perdido su destino. O tal vez no, si admite que el mecanismo divino puede tener variantes. Tal vez haya dejado de pensar, intuyendo que si profundizara la posibilidad de variantes en el mecanismo, a éste se le esfumaría toda divinidad. O quizás haya seguido pensando. Lo único cierto es que allí, en Euston Road, ha subido sin perder el tiempo a un ómnibus número 30. Sin destino, o con cualquiera de ellos.
El Inspector mira nuevamente su reloj y, ahora sí, sube al primer ómnibus número 30 que se acerca. Conoce de memoria el recorrido – desde Marble Arch hasta Hackeny Road – pero continúa perplejo, sabiendo que aunque esté en lo cierto no sabe nada. Desciende al llegar a la altura de Tavistock Square y camina sin vacilar hasta Woburn Place. Cuando se detiene frente al lugar de la explosión mira su reloj: son las 9.47 a.m. de su horario hipotético, hace 81 minutos que abandonó el primer círculo.
A las 9.47 a.m., en Woburn Place – hacia donde ha sido desviado el recorrido del número 30 después de las tres explosiones -, el ciudadano británico de religión islámica Hasib Hussain ha mirado sin ver desde el segundo piso del ómnibus y ha tomado una decisión. Entonces, impulsado por la duda o por la certeza, en busca de uno u otro destino, ha introducido su mano derecha en la mochila que lleva aferrada contra el pecho. El ómnibus explota.
Parado sobre el lugar del hecho, Sir Ian Blair, jefe de Scotland Yard, sabe que ha reconstruido paso a paso el trayecto del último terrorista del 7 – J hasta la muerte. Conoce los lugares, los recorridos, los nombres y los métodos. Pero también sabe que no ha comprendido nada.
Sus ojos grises están más nublados que antes. Acaba de descubrir el origen de la perplejidad, una sensación ahora definitivamente incorporada al diccionario del imperio: Elemental, murmura, Sherlock Holmes ha muerto.
(Este artículo forma parte de “Contratextos. Intersticios entre la crónica y la ficción”).