Sexo, poder y mitología a baldazos. Un dilema muy antiguo que bien les cabe en nuestros argentinos días a cristinistas y albertistas.

Era Pigmalión un rey chipriota, (por favor, no hacer rimas), obsesionado con la belleza femenina. Para ser más precisos, con la belleza a la manera de Afrodita, la exuberante diosa del amor carnal, cero romanticismo. Por supuesto que a la primera que buscó Pigmalión fue a la propia Afrodita, sin embargo, la diosa siempre tan dispuesta a la cópula, por una vez le dijo no a uno. Y este uno fue precisamente Pigmalión, qué mala fortuna. Belleza y crueldad no pocas veces van de la mano.

Después de aquel desencanto, durante años, el soberano chipriota buscó infructuosamente a la mujer perfecta hasta que, ya con la paciencia percudida, por no decir las boleadoras por el suelo, decidió, en vez de seguir buscando, poner manos a la obra. No, no de esa manera en que usted está pensando…

Asumiendo que la mujer perfecta no existía, Pigmalión se propuso crearla. Se dedicó entonces a esculpir innumerables imágenes de marfil, escala uno en uno, cada vez más próximas a su ideal de belleza. Fue probando, fue haciendo, fue buceando en su interior para reflejar en el afuera su deseo, hasta que una noche, exhausto, concibió a Galatea.

Galatea, cuyo nombre significa blanca como la leche, era una imagen tan perfecta, se parecía tanto a lo que Pigmalión había soñado todos esos años, que el rey la acostó con él en su lecho. Durante el sueño, la diosa Afrodita se apiadó de Pigmalión y animó, es decir, dio vida, a Galatea.

El episodio nos lo cuenta el poeta Ovidio en Las Metamorfosis: “Pigmalión se dirigió a la estatua y, al tocarla, le pareció que estaba caliente, que el marfil cedía a sus dedos suavemente. Al notar esto, el rey se llenó de gozo y temor, creyendo que se engañaba. Volvió a tocar a Galatea otra vez y se cercioró de que aquel cuerpo era flexible y palpitaba bajo sus manos”.

La compasión no era el fuerte de Afrodita, sin embargo, esta vez había sido capaz de ponerse en el lugar del otro para procurarle el bien. Con estas palabras saludó la diosa a Pigmalión: “Mereces esta felicidad, una felicidad que tú mismo has construido. Aquí tienes la reina que has buscado. Ámala y defiéndela siempre”. Partió Afrodita y quedó Pigmalión, a solas, con Galatea. Se besan. Cae el telón.

Mejor que la historia termine ahí. Mejor no imaginar los días y las noches de aquel rey y “su” reina. ¿Habrán sido felices? ¿Era posible la felicidad en una pareja tan despareja? ¿Había lugar para el amor en esa relación?  Psicólogos en pantuflas y señoras de rulero y batón, aún sin saberlo, no han hecho más que discurrir hasta el hartazgo sobre estos asuntos.

Gracias a eso que llamamos romanticismo, más de un amante, cual Pigmalión, ha buscado durante años a su criatura perfecta. Quien enferma de romanticismo, va detrás de alguien para amar. Imaginando a la persona perfecta, la va construyendo, por prueba y error, desde la nada, soñando que sea todo. Busca hasta la resignación, o hasta la muerte, o hasta el milagro de Galatea. ¿Milagro?

En el mito de Pigmalión y Galatea el deseo de ella no cuenta, sólo el del rey vale. Un milagro más feliz sería el de una mutua construcción, dos que se aman y se van formando, a la par, se construyen, se hacen y rehacen. Sería esa, tal vez, una forma más completa de “hacer el amor”. De ser así, se podría hacer el amor con la ropa puesta y a la distancia, y aún distanciados. Sin embargo, a veces, muchas veces, más de cuatro veces, “nos desilusiona” lo que la otra persona no es y, tal vez, nunca fue ni llegará a ser.

¿Quiso huir la bella Galatea de su destino de esposa? ¿Lo intentó, acaso, y fracasó? ¿O, lo más pancha, se atornilló en el lugar de reina? No lo sabemos, no lo sabremos, y no tenemos autoridad alguna para juzgarla. Sin embargo nos preocupa su suerte: sabido es que las cárceles sin barrotes, son las más complicadas.

Muchos siglos después de que Ovidio acuñara el mito de Pigmalión y Galatea, el italiano Carlo Collodi imaginó Storia di un Burattino (Historia de un títere), o eso que hoy conocemos como Las aventuras de Pinocho. En esta historia, el carpintero Gepetto es el creador del títere, sin embargo es el propio Pinocho quien ansía tener un alma. Deja entonces de ser un muñeco y se vuelve un ser independiente, audaz y desobediente. Al fugarse, al dejar la seguridad conocida, al negarse al lugar por otro asignado, Pinocho se hace a sí mismo persona, y, como tal gana y pierde, arriesga, miente, vive. Es él mismo.

Hace apenas tres años, por estos pagos y sin la bendición de Afrodita, una mujer imaginó un títere presidente. Se trata, aparentemente, de un juguete que, como Galatea, tiene una función  casi decorativa en el gobierno. Sin embargo, de tanto en tanto, pareciera que se activa su modo Pinocho y, para alegría de los suyos, decide ser él mismo. Sin embargo, una y otra vez los admiradores de la mujer se empeñan de recordarle que es de madera. Algo que, si bien se mira, poco puede importarle a quienes son del palo.

¿Pinocho o Galatea? La disyuntiva no se ha resuelto y es posible que su saldo sea irrelevante. Mientras tanto, ecuánimes, veletas, advenedizos y, por qué no, genuflexos, celebramos con música a unos y otros. Afortunadamente hay para elegir: desde Luis Aguilé y su versión de Pinocho, hasta Nelly Omar con Cruz de palo, pasando por María Elena Walsh y la Canción de Títeres . Sin embargo, un cónclave de lingüistas, musicólogos y politólogos de total confianza asegura que nada puede ser más apropiado que Geroge Micharl y ¡Freedom!

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