Mucha policía en las calles por estos días y a los palazos, gasazos y balazos. ¿De dónde viene esto de ponerse violentamente en la vereda de enfrente de sus iguales? El desclasamiento es una respuesta, digamos culta, que a la hora de la bronca en la calle no pesa nada. Aquí, una posible respuesta que viene de los tiempos de la Revolución Francesa.

Un posteo en las redes a cerca del pegoteo que se hacía con los quilombos, en rigor distintos, de Ecuador, Chile y Catalunya, fue un disparador para pensar en si había entre esos hechos algún denominador común. Y, según mi punto de vista, el denominador común es el enfrentamiento con la policía, o los cuerpos de seguridad que cumplen esa función.

Adelanto que esta es la conclusión de la nota, por lo que, si no se quiere perder tiempo en una revisión de su genética, ya puede pasar a otro tema.

Si todavía sigue allí, comparto una pregunta que me he hecho muchas veces:

¿Qué puede justificar que alguien sea policía? Aceptando que toda organización social guarda el monopolio de algún garrote para con quien trasgrede las leyes; asumiendo que, por su repetición en el tiempo, tal parece que alguna clase de policía parece de creación inevitable, la pregunta que me hago sigue en pie.

Así, sin forzamientos, llegué a los actuales hijos de Joseph Fouché y François Eugene Vidocq.

Durante el tiempo de Napoleón Bonaparte emperador, Fouché, que había sido ladero de Robespierre, durante la Revolución Francesa, hasta que lo mandó a perder, ascendió a Ministro de Policía, y organizó una amplia red de informantes de lo que sería una policía política.

Se suele decir, y hoy es más real que nunca, que la información es poder. Para Napoleón, que quería tener el monopolio del poder, Fouché era un dolor de cabeza. Se narra un diálogo, tal vez apócrifo, que muestra la contradicción. Como su Ministro de Policía amenazaba tener más poder que Napoleón, De quién conocía hasta el color de los calzoncillos, muchas veces, al límite, le decía “Debería echarlo y mandarlo fusilar”, a lo que Fouché, impasible, contestaba siempre: “No soy de esa opinión, sire”. Uno, le reconocería, a Fouché, cierto estilo.

De Joseph Fouché, que sirvió a la revolución, a la restauración, al imperio napoleónico y a quienes lo reemplazaron, Stefan Zweig dijo en su biografía: “No conoce las pasiones, no le atraen las mujeres ni el juego, no bebe vino, no gusta del despilfarro, no pone sus músculos en acción, viven solo en despachos, entre papeles y expedientes”. Un verdadero sacerdote, un cruzado de la oscuridad.

Pero un día la organización de control y espionaje político de Fouché hizo agua. ¿Razones? Un culebrón de televisión a las cuatro de la tarde.

Napoleón había decidido separarse de su mujer, Josefina, para hacer un casamiento políticamente más productivo, que le diera un hijo adecuado para la sucesión. Pero, en medio de ese trámite, se descubrió que a la emperatriz Josefina le habían robado un collar de esmeraldas, regalo de su marido en fuga. Esa milonga, y sus colaterales, nos podrían llevar fácilmente a “Los tres mosqueteros”, de Alejandro Dumas, una intriga política. ¿Y quién es uno para decir que no fue así?

La cosa es que el petiso, Napoleón, se rayó:

-Recupere ese collar, Fouché. Cueste lo que cueste. ¡Pero, recupérelo!
Joseph Fouché tenía un problema del que dependía su pervivencia. Su estructura de espionaje político no le resolvía el asunto. No se había preparado para combatir al crimen de cada día y no tenía, en ese tema, ni organización ni confidentes en el “bajo mundo”. Hasta que la solución se le presentó a la vista: Para atrapar a un ladrón nada mejor que otro ladrón.

Así fue como fijó su mirada sobre François Eugene Vidocq, un delincuente que, por esas cosas de la vida, se había “arrepentido” y colaboraba con la policía. Hasta poco tiempo antes Vidocq era un héroe popular, un ladrón que ya que se había escapado de todas las prisiones posibles. Un ídolo popular, pero un fuera de la ley. Eso cambiaría.

Vidocq fue nombrado primer jefe de la Brigada Criminal de París. Para hacerla, necesariamente, corta, Vidocq tardó tres días en detener al ladrón del collar de la emperatriz Josefina.

El culebrón tiene poca importancia. Lo que importa es que François Eugene Vidocq se convirtió en un referente importante, y propuso algo que se llevó a cabo: la creación de un cuerpo de policía, sin uniforme, que actuaran en los barrios de acceso difícil, o sea entre el pobrerío. El arrepentido Vidocq fue un precursor de las brigadas que, hoy, en base información, se supone que previenen la concreción del delito.

Para cualquier historia de la policía universal, François Eugene Vidocq, debería ser declarado santo de devoción obligatoria.

De ese encuentro entre Fouché y Vidocq salió algo que vivimos hoy en día. La construcción de una fuerza opuesta a los criminales basada en el conocimiento de su propia génesis. Para decirlo en términos propios del Martín Fierro -o sus amigos- “no hay mejor cuña que la del mismo palo”. Una fuerza represiva en manos del Estado formada por sujetos que, por su origen social, apuntaban a delincuentes. Con o sin uniforme. La cuña del mismo palo.

Por eso, hace tiempo ya, en este Occidente -para no ir más lejos- los que nos apalean en las manifestaciones podrían ser nuestros vecinos. Y del cruce entre Fouché -policía política- y Vidocq -policía criminal- tenemos lo que tenemos, el monopolio de la fuerza en manos del Estado, para garantizar lo que verdaderamente le importa, su permanencia en el poder. Fuerzas que son la primera línea de contención entre quienes gobiernan y sus gobernados.

Llegamos, así, a la conclusión y pregunta del comienzo: ¿qué puede hacer de nosotros un policía dispuesto a apalear a sus iguales? El desclasamiento es una respuesta, digamos culta, que a la hora de la bronca en la calle no pesa nada, porque el uniforme personifica al enemigo.

La respuesta, indirecta, tal vez sea una frase que muchos han escuchado antes, durante o después de sesiones de tortura: los gobiernos pasan, la policía queda, y siempre es la misma.

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