La memoria, que por lo general suele ser infiel, no deja de tender, en determinados momentos, a marcar un acontecimiento de forma tal que quede grabado. Es el famoso “¿qué estabas haciendo cuando…?”. Momentos de una vida entrecruzada con Raúl Alfonsín. (Foto de portada: Silvio Zuccheri).
Desde que tengo memoria, vale decir, desde aproximadamente 1983, cuando empecé el jardín de infantes, muchos recuerdos están invariablemente ligados a la figura de Raúl Alfonsín, amén de sus enormes virtudes y aciertos (que los tuvo, y fueron muchos), y de sus errores y defecciones (vaya que si los cometió).
No recuerdo el 30 de octubre del 83, pero sí el lunes previo, cuando nos mudamos a nuestra actual casa. Tampoco tengo presente el 10 de diciembre, pero sí dos hechos familiares de los días previos: el nacimiento de mi hermana menor y la graduación del mayor de mis primos en el Colegio Militar, primera y única vez que entré en El Palomar.
Fuera del círculo familiar y de amistades infantiles, cuando uno tenía cinco años y se aprestaba a entrar en la escuela primaria, las únicas referencias que no pertenecían a ese mundo venían a través de la televisión. Y la televisión de entonces eran apenas cinco canales de aire; siendo más que común la cadena oficial. Así entraba muy seguido a mi casa la figura de Alfonsín, y uno comprendía, según explicaba mi papá o mi mamá, el concepto de “Presidente de la Nación”.
Cuando aprendí a leer, una de mis primeras lecturas eran las revistas viejas que acumulaba mi abuela en Caseros. En el galpón se aglutinaban ejemplares de Gente, La Semana, Siete Días y Radiolandia. Una vez, hojeé un número de La Semana que mostraba, a dos páginas, la casa “del Presidente de la Nación”, la cual había sido asaltada en ausencia del dueño. Pensé que la foto era de Olivos (unos primos vivían a tres cuadras de la residencia presidencial y me habían explicado que detrás de ese murallón de ladrillos estaba la casa del presidente), pero me desconcertó ver que no hablaba de Alfonsín, sino de un tal Bignone, y que la casa era su residencia particular (creo que era en San Miguel). La revista era de 1983, de antes de la asunción de Alfonsín, con lo cual quedaba claro para mí que Bignone era su antecesor en el cargo. Todavía faltaba un tiempo para entender que el predecesor de Alfonsín no había sido votado por el pueblo.
En esos años se ganó el mundial 86. Hay una imagen que tiene que ver con el partido contra Inglaterra, un domingo después del mediodía. Mi padre, a pesar de ser de River, es lo más antifutbolero que hay, pero se emperró en querer ver, en el único televisor de casa, el choque por cuartos de final en la pantalla de ATC. Lo cual me privaba de deleitarme con “El mundo de Disney”, a la misma hora, por Canal 11. Todo el partido me la pasé llorando, exigiendo ver a Mickey y compañía, así que no tengo registro de los goles de Maradona. Al domingo siguiente, día de la final, me mandaron a la casa de mi abuela y ahí me desquité.
Ya por entonces, faltando todavía casi un año para el acontecimiento, mi abuela paterna venía de misa con los folletos parroquiales anunciando la visita al país de Juan Pablo II, que para mí no era el Papa, sino “el presidente del mundo”, como respondí a la pregunta de si sabía quién era ese señor todo vestido de blanco.
La visita del Papa fue traumática por un hecho muy particular: no había cable y se hizo uso y abuso de la cadena en los cinco canales durante toda la semana que duró la visita papal. Si hoy saturan los programas de panelistas toda hora en la televisión, basta imaginar lo que era en 1987, con el 90 por ciento de la programación de un puñadito de canales copada durante siete días por un solo tipo diciendo todo el tiempo las mismas cosas. El colmo de los colmos, que tal vez haya sido la semilla de cierto anticlericalismo en mí, se dio el día de la partida de Wojtyla. Fue un domingo. Yo estaba en casa y, ya con cierto grado de comprensión del relato cinematográfico, era un devoto televidente de ciclos como “Sábados de super acción”, que poblaba de películas las tardes sabatinas de Canal 11, casi hasta el anochecer. Esa tarde-noche de domingo, yo estaba con los ojos como huevos, casi sin aliento, viendo como Michael Caine y su batallón inglés resistían el avance de los nativos en el Transvaal sudafricano. En el fragor de la batalla cortaron la película para mostrar a Alfonsín despidiendo en Aeroparque al Pontífice. La película no volvió, y desde entonces, si bien ya la he visto entera un par de veces, cada vez que me engancho con Zulú, tiendo a pensar que en el momento menos pensado dará paso a la cadena y a la fraseología vaticana.
A los pocos días llegó el alzamiento de Semana Santa. Mis recuerdos son mínimos, mejor dicho, muy primigenios, de las primeras horas del cuartelazo de Rico y su banda de embetunados. Mi padre tuvo una reunión de trabajo el jueves santo, y llegó más tarde que de costumbre, allí ancla la memoria: en la mesa familiar que justo ese día él no encabezó. Por la radio se hablaba de un tal Rico, y yo mucho no entendía. Al rato hubo cadena, con Alfonsín hablando de urgencia en el Congreso. No comprendí mucho sus palabras de entonces ni qué estaba pasando. Años después, leyendo algunas fuentes primarias, me topé con aquel texto, y hay que decir que es de las mejores piezas discursivas de su presidencia. De ese domingo de Pascua no conservo lo ocurrido en Plaza de Mayo, pero sí las habituales fotos que ese día, como todos los domingos de Resurrección, nos sacaba mi padre mientras los hijos cumplíamos una antiquísima tradición húngara: buscar los huevos de Pascua escondidos entre las plantas del jardín.
Un tiempo después, religiosamente como cada sábado, quise ver las películas de la tarde del 11, en un día muy lluvioso. Sopa: había cadena. Y aunque más de una vez me tuve que ver discursos de Alfonsín en los que no entendía de qué iba la cosa, esperando el “a partir de este momento las emisoras participantes retoman su programación habitual”, este discurso me atrapó, por el contexto, porque aunque uno no entendía casi nada de política a los ocho años, era imposible abstraerse de lo que se estaba viendo: el presidente de la Nación en la Rural respondiendo a los silbidos. Es el famoso discurso que muchos se acordaron de rescatar después de la muerte de Alfonsín, no diez meses antes, cuando en el fragor de la pelea con las patronales rurales hubiera sido interesante contrastarlo con los vítores de los señores de la tierra a Onganía y Videla.
Al mes de eso llegó mi cumpleaños, el 9 de septiembre. Un día movidito, porque fue el paro de la CGT con incidentes en Plaza de Mayo: la imagen inmortalizada fue la rotura de la vidriera de Modart, en la esquina de Avenida de Mayo y Perú. Eran los días del principio del fin, cuando el Plan Primavera naufragaba antes de zarpar y los hábiles declarantes del radicalismo hablaban de “crisis coyuntural”. Año bravísimo ese 1988, ya había que ajustarse por la inflación que no cedía. De yapa, viví la gran paritaria de CTERA, paro incluido, que llevó a que empezara las clases (tercer grado de la escuela primaria) no por el 10 de marzo, sino hacia el 20 de abril.
Después llegó la debacle hiperinflacionaria, el golpe de mercado que el establishment le propinó al gobierno (amén de sus propios errores) a través de la fenomenal liquidación de divisas de febrero del 89. La campaña y la elección presidencial son cosas más patentes en la memoria, como lo es la última imagen de autoridad del Alfonsín presidente, paradójicamente cuando ya se le diluía el poder a la misma velocidad que trepaban los precios. Esa imagen es la del discurso anunciando la entrega anticipada del poder. El hombre ya vencido, no obstante, se retiraba de la escena (se le perdió el rastro hasta fines del 93 cuando, Pacto de Olivos mediante, reingresó en la escena principal, iniciando una etapa de aspectos más criticables y menos rescatables) con una coherencia impresionante, porque el final de ese discurso de derrota terminaba de la misma manera que los discursos del Alfonsín triunfal en el Obelisco y en el balcón del Cabildo: recitando el Preámbulo de la Constitución.
Me tocó verlo en persona una sola vez. Fue en la campaña del 95, cuando la UCR hacía agua frente al Frepaso en su afán de ser segunda fuerza y amagar con un posible balotaje. A Alfonsín lo llevaron a Ballester el lunes previo a la elección. Fuimos por curiosidad a verlo a la rotonda de la estación, con mi papá y mi hermana más chica. Exagerando un poco, éramos 200 personas a lo sumo. El tipo habló con el mismo fervor que poco más de una década atrás, frente al millón de personas en la 9 de Julio, el mismo fervor que lo llevó a hacer campaña al lugar más recóndito de la Argentina, ese fervor que casi le cuesta la vida dos veces en la ruta: en 1973 y en el otro y más recordado accidente, el del 99 en Río Negro.
Los dos o tres días previos a su muerte, uno se ponía melancólico cuando llegaban las noticias sobre el agravamiento de su estado de salud. El final llegó, ese martes 31 de marzo a la noche. Y arribo aquí a qué estaba haciendo yo cuando murió Alfonsín: recostado en mi habitación, tomando por asalto las últimas páginas de una de las novelas más bellamente escritas de la literatura argentina: La pérdida del reino, de José Bianco. Me permito transcribir este fragmento de la penúltima página: “Te parecerá ridículo que vuelva sobre cosas tan antiguas, pero de aquel año solo recuerdo que dejaste el colegio porque te enfermaste, y que después a tu padre lo mataron. Supongo que no me guardarás rencor, soy tu mejor amigo. Y ahora levantémonos. No la hagamos esperar a Laura. Te repito: cuidate mucho. Una palabra más, un deseo egoísta: cuándo estés sano, volvé a París. Laura te necesita, y yo también. Sos imprescindible para nuestra felicidad”.
Llegado a este punto de mi lectura, irrumpió mi hermana la del medio, para anunciar el fin de la infancia o, en todo caso, de un pedazo muy grande de esa época, cuando éramos irremediablemente más jóvenes, quizás más felices, más ingenuos. Me costó terminar de leer las últimas líneas de la gran novela de Bianco; casi diría que, para mí, La pérdida del reino se acaba en el “sos imprescindible para nuestra felicidad”. Agregaría que ningún político es imprescindible para la felicidad de un pueblo. En todo caso, sí se vuelve imprescindible una coherencia y una ética acaso perdidas, las que a pesar de errores y obstinaciones que tal vez llevaban al desacierto, no anteponían los negocios al bien común y que no delegaban en el marketing político el arduo e irremplazable deber de ir pueblo por pueblo predicando una idea y no la corporización de uno mismo como solución a todos los problemas.
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